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"Donde la Iglesia no engendre una fe liberadora, sino que difunda opresión, sea esta moral, política o religiosa, habrá que oponerle resistencia por amor a Cristo".
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El pontificado se ha caracterizado por una clara infidelidad al concilio. La obligación de recuperar el Vaticano II. Por José Ignacio González Faus

 

Cristianamente hablando, el juicio decisivo sobre cualquier persona sólo le toca a Dios. Pero cuando alguien ha marcado la historia, su obra queda sujeta al juicio de los hombres que han de seguir construyendo esa historia. Las líneas que siguen se refieren, pues, mucho más al pontificado que al Pontífice. Sobre el difunto Karol Wojtyla cabe decir, de manera provisional, que tuvo una serie de rasgos positivos, otros claramente negativos, y varios puntos difíciles de comprender para una mentalidad occidental, los cuales provienen de su historia y su tradición oriental. Polonia ha sido un país políticamente maltratado y repartido, tanto por Rusia como por Europa, y el cristianismo fue en aquella situación una fuerza llamativa de resistencia y esperanza. Es preciso conocer las obras de Adam Mickiewicz (quizá el mayor poeta polaco) y el poema profético de Juliusz Slowacki, dedicado "al papa eslavo que vendrá algún día", para comprender cómo puede brotar de ahí una conciencia mesiánica, segura de su misión para con todo el mundo.

En cuanto al pontificado de Juan Pablo II, es sabido que, en muchos círculos eclesiales, ha sido calificado como involución, "invierno eclesial" (K. Rahner) o "tiempos recios" con la famosa expresión de Teresa de Ávila. En mi opinión personal, ello se debe a que este pontificado se caracterizó por una clara infidelidad al espíritu del Vaticano II, amparándose a veces en su letra y en la ambivalencia de algunos de sus textos que, buscando noblemente la mayor unanimidad, recurrieron a formulaciones a veces casi contradictorias.

Pero, a pesar de esa ambigüedad, tenemos una nítida descripción del espíritu del Vaticano II en las palabras de Pablo VI al clausurarlo: "La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio: una simpatía inmensa lo ha penetrado todo". Pues bien, a pesar del innegable don de gentes de K. Wojtyla, la llamada reconciliación entre la Iglesia y el mundo que, para muchos, caracterizó al Concilio, ha ido desapareciendo durante este pontificado. Una notable antipatía parece haberlo penetrado todo. Los historiadores precisarán si ello es debido al Papa o, como yo más bien creo, a su entorno: a esa Curia romana que ya durante el Vaticano II había dicho con sorna que "los obispos se van, pero la Curia se queda". Pero el dato de un recelo hosco resulta innegable.

Para ser honestos, hay que reconocer que ese enfrentamiento puede tener sus razones serias, no sólo por la sensación de descontrol que siguió inmediatamente al Concilio como el desbordarse de unas aguas reprimidas al romperse la presa, sino sobre todo porque el Vaticano II pecó de ingenuidad en su mirada al mundo. Su visión del mundo parece reducida al mundo rico, y olvidó que esta Tierra es la patria de los mil holocaustos sobre la infancia, de barbaries como Irak o el terrorismo del hambre y la miseria; es la patria de la tortura más cruel y refinada, enseñada educadamente en la Escuela de las Américas; o el planeta del África saqueada y olvidada, o de la destrucción del ecosistema y mil formas ulteriores de barbarie...

Pero simpatía no significa aprobación, sino amor. Este mundo cruel es objeto del amor locode Dios y ahí se resume la fe cristiana. Y el amor deseará mejorar al mundo (a eso aludía Pablo VI al hablar de la espiritualidad del samaritano), pero se niega a "bajarse de él" (aludiendo ahora a la amenaza del maestro Delibes cuando su entrada en la Real Academia: "Que paren la Tierra, quiero apearme").

La misión de la Iglesia, tras el último pontificado, habrá de consistir, pues, en recuperar aquella "inmensa simpatía". Podemos afirmar que la eclesiología ofrecida por el Vaticano II marca pistas suficientes para ello. Tanto cuando habla de la Iglesia "hacia dentro" como de la Iglesia "hacia fuera". Veámoslo en el poco espacio que nos queda.

Por lo que hace a su vida interna, el Vaticano II quiso pasar de la definición de la Iglesia como "sociedad perfecta" (al lado de la otra sociedad perfecta que era el Estado y, por tanto, haciendo casi inevitables las alianzas o los enfrentamientos), a la primitiva visión de la Iglesia como comunión. Ese carácter comunitario se debía reflejar sobre todo en dos rasgos: primero, en la primacía de la categoría de pueblo a la hora de definir el misterio de la Iglesia (pueblo de Dios que es un Dios de todos, en contraposición a otros pueblos que son pueblos de una lengua, una etnia, una cultura, una historia o una tierra determinadas y limitadas). Y luego, en la definición de la "colegialidad" como forma de ejercer la autoridad en la Iglesia: colegialidad no sólo entre Papa y obispos, sino en todas las iglesias locales.

Pues bien: la colegialidad fue prácticamente enterrada en el siguiente Código de Derecho Canónico promulgado en el pontificado pasado (aunque, eso sí, se le dio sepultura eclesiástica...). Y la categoría de "pueblo de Dios" ha sido devaluada por altos dignatarios de la Curia como un "reduccionismo sociológico" del misterio de la Iglesia. Sin comentarios.

Por lo que hace a su vida exterior, el Vaticano II entendía que, de una "Iglesia estructurada como comunión", brotaba hacia fuera esa relación de "inmensa simpatía": "la relación... y el diálogo entre la Iglesia y el mundo... tienen su fundamento en la dignidad de la persona humana, de la comunidad humana y en el sentido profundo de la actividad del hombre" (GS 40). Por eso, una Iglesia que intente seriamente estructurarse en torno a la categoría de comunión, podrá ser una pequeña luz y una ayuda para lo mejor de todos los hombres, o una "señal de salvación" para un mundo tan necesitado de ella. De ese significado, y no de una supuesta posesión exclusiva de Dios y de Su autoridad, habría de brotar la audiencia de la Iglesia ante el mundo (LG 1).

Concretando lo anterior, esa simpatía se refleja en el modo como los diversos documentos conciliares abordan los temas que tratan. La Iglesia se reconoce como una parte del mundo, embarcada en la misma aventura que éste: "íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia". Por eso no quiere más que "ofrecer al género humano su sincera colaboración para lograr la fraternidad universal". Ni reclama la libertad religiosa para ella sola, porque esa libertad se funda en la dignidad de la persona humana y no en unos presuntos derechos exclusivos de la verdad; y "el hombre que yerra sigue conservando la dignidad de la persona", mientras que la verdad "no se impone de otra manera, sino por la fuerza de ella misma, que penetra suave y fuertemente en los espíritus" (DH 2 y 1).

Desde aquí, la Iglesia "reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano" y(en vez de buscar atribuirse paternidades sobre ellos), alaba a Dios por ellos, sobre todo por "el dinamismo de la época actual en la promoción de los derechos humanos (que brotan del Evangelio)... y en el proceso de una sana socialización civil y económica". Y ello aun cuando reconozca (con otros muchos seres humanos) "que el progreso tanto puede servir a la felicidad del hombre como convertir la actividad humana en instrumento de mal". Cree que "puede ofrecer una gran ayuda para dar un sentido más humano al hombre y a su historia"; pero reconoce también su insuficiencia a la hora de abordar algunas cuestiones: pide incluso a los fieles que "no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta a todas las cuestiones, aun graves, que surjan". Por eso agradece "de modo muy peculiar la ayuda que hombres de toda clase o condición, sean o no creyentes", pueden prestarle en ellas. Incluso reconoce que "le ha sido de mucho provecho y puede serle útil todavía la oposición y aún la persecución de sus contrarios". Y está dispuesta a renunciar "al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos, tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio". Porque lo que más le preocupa sería "parecerse a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro"...

Según el Vaticano II, todas esas actitudes derivan de que "los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de todos los hombres, sobre todo de los más pobres, son gozos y dolores de la Iglesia" (GS 1). Esa identificación es la que se ha perdido en el presente pontificado y la que habrá que recuperar en el futuro, si la Iglesia quiere no sólo encontrar su sitio en la sociedad moderna, sino, lo que es más importante, ser fiel a sí misma y a su Señor.

Las tareas anteriores están explicitadas en la Constitución conciliar sobre "la Iglesia en el mundo". Pero aún es posible enumerar nuevas tareas espigándolas de otros documentos conciliares: la Iglesia reconoció su culpa en la descristianización del mundo, porque confiesa que no siempre ha sabido presentar el verdadero rostro de Dios. Declaró que su autoridad no está por encima de la palabra de Dios, sino sometida a ella. Proclamó que "ella misma está permanentemente necesitada de una reforma perenne". Y para concluir, una frase del mensaje final que dirigió el Concilio a todos los hombres puede clausurar lo dicho, en paralelo con la "inmensa simpatía" que lo encabezaba: "La Iglesia no fue instituida para dominar, sino para servir".

Todos sabemos que del dicho al hecho suele haber un buen trecho. Pero si se recuerdan estos textos conciliares y se mira la trayectoria del pontificado que ahora concluye, hay razones para sospechar que ese trecho ha sido excesivo y que puede y debe acortarse. Ésa deberá ser la tarea de la Iglesia en la sociedad del siglo XXI, frente a todo "eclesiocentrismo" o autismo eclesial, y para que no parezca que cuando, tras el Vaticano II, deberíamos habernos puesto a caminar hacia el Vaticano III, hemos retrocedido al Vaticano I.

Esta tarea puede reformularse otra vez, a nivel orante, con lo que piden algunas oraciones presentes en la reformada "liturgia de las horas": "Tú que has querido que los hombres, trabajando unos con otros, alcancemos éxitos cada vez mejor logrados, ayúdanos a vivir, en medio de nuestros trabajos, sintiéndonos siempre hijos tuyos y hermanos de todos los hombres"... "Ayúdanos a ser siempre, en medio de nuestros hermanos, fermento de unidad y de paz"... "para que demos siempre fiel testimonio ante los hombres de aquel amor que es el distintivo de los discípulos de tu Hijo". O con lo que la misma Iglesia pide en una de sus plegarias eucarísticas: "Que tu Iglesia sea siempre un lugar de verdad y de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando".

También puede reformularse lo dicho, de manera más poética, con los versos del obispo Casaldáliga: "Yo, pecador y obispo, me confieso / de soñar con la Iglesia / vestida solamente de Evangelio y sandalias".

Vestirse de Evangelio implica para el futuro dar más espacio y concreción en la vida eclesial a la intuición wojtyliana de la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia: que "la Iglesia debe estar presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre". Debe estar "comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio y la verificación de su fidelidad a Cristo" (LE 8), aunque esto le supondrá conflictos con los grandes de la Tierra.

Las sandalias parecen evocar la necesidad de ejercer la autoridad de una manera menos idolátrica y más evangélica que, en este caso, será también más moderna.

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Nota. Las siglas de las citas remiten a los siguientes documentos del Vaticano II: LG: Constitución del Vaticano II sobre la Iglesia (Lumen gentium, en sus primeras palabras latinas).

GS: Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes).

DH: Decreto sobre la libertad religiosa (Dignitatis humanae)

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José Ignacio González Faus es teólogo y jesuita

EL PAÍS, EXTRA - 3 abril 2005


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