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CUARTO DOMINGO DE CUARESMA. Por Victor Acha
II Crónicas 36, 14-16. 19-23; Efesios 2, 4-10; Juan 3, 14-21
El estilo simbólico y figurativo del cuarto evangelio presenta a partir del
diálogo con Nicodemo, estas afirmaciones de Jesús:
El Hijo levantado en la cruz es signo de vida para el que crea en El, que no
vino a juzgar sino a salvar al que opta por El, que ha entrado al mundo como
luz.
Dice el texto que “el que no cree ya está condenado porque no ha creído en el
nombre del Hijo único de Dios”
Esto significa que la salvación o la condenación no la decreta Dios, sino que la
gesta cada persona en el proceso de su vida con sus propias opciones. Cada uno
tiene todo el espacio de su existencia y cuenta con su albedrío para descubrir
los caminos que le llevan a su propia realización, a su integración armónica en
la sociedad, a su protagonismo para obrar en la verdad y la justicia fundadas en
el amor, ya que en esto consiste la salvación.
¿Pero qué significa “creer en el nombre del Hijo único de Dios”?. No se trata
del acto de fe explícito a partir del conocimiento cierto de la persona de
Jesús. El “nombre” del Hijo abarca todo lo que Jesucristo ha revelado con sus
palabras y acciones; es la totalidad de su propuesta de vida. Esa propuesta, no
está vedada a quien no lo conozca explícitamente. Toda persona es “capaz de
Dios” y desde su recta conciencia tiene acceso a los mismos valores que Cristo
ha revelado explícitamente. El que vive conforme a estos valores “cree” en el
Hijo único de Dios.
El texto también afirma este núcleo de la fe cristiana: en Cristo Dios ha
manifestado su designio de salvación para toda la humanidad. El Dios de la vida
quiere devolver la vida que se pierde por el pecado y elige el camino de la
entrega generosa del Hijo hasta la muerte en la Cruz. La humanidad que ha
aprendido a pecar sin Dios, a veces no atina a encontrar con El los caminos de
liberación.
A veces confunde los caminos y por eso muchos han intentado hacer un manojo con
los males o con lo que juzgan como tales y eliminarlos: los genocidios, los
odios raciales, la xenofobia, las cárceles, los sistemas totalitarios, las
purgas masivas. Son intentos fallidos de destrucción de lo que se juzga un mal o
que de hecho lo es. La oscuridad no se puede eliminar con tinieblas.
El Hijo no vino a condenar sino a salvar. Por tanto no es condenando al que
sufre ya la condena de su pecado, o al que es víctima del pecado de otros que le
han arrinconado en la miseria y la marginación, como se han de eliminar los
males de la humanidad. En la cruz del que vino a salvar y no a condenar, se han
crucificado todas las obras de las tinieblas.
La invitación es “optar por la luz”. Solo el arduo camino de gestación de
espacios luminosos con obras de reconstrucción, de redención, de compromiso con
la vida, darán lugar a esa vida nueva prometida por el redentor y ansiada por
todos.
La confusión de Babel es una imagen de los desencuentros y rupturas de cualquier
lugar y tiempo de la historia. Pero Jesús resucitado ha enviado su Espíritu para
que desde el primer Pentecostés se vaya gestando también en la historia el
reencuentro de los enemistados, la recomposición de todas las rupturas y
enfrentamientos, la superación de todas las guerras y violencias que destruyen.
La luz que ha venido al mundo en Jesucristo, lucha para disipar esas tinieblas
que dominan y someten voluntades, personas y pueblos. Por eso quien adhiere al
contenido del Evangelio de Jesús opta por la luz y es un testigo frente a las
tinieblas de maldad y de muerte. Hay que reiterarlo es preciso gestar espacios
de luz que abran una brecha cada vez mayor en medio de las tinieblas de la
historia.
Jesús levantado en la cruz es el testimonio del no de Dios al pecado en todas
sus formas y es su si a todas las expresiones de vida de que somos capaces los
seres humanos. En esa cruz está la condena al pecado y la salvación de los
pecadores que acepten la liberación optando por la luz.
Con la luz que ha traído el Señor, estamos llamados a escribir una historia de
encuentros y coincidencias, de pactos y acuerdos para el bien común, de
saneamiento de las miserias que someten y dominan a tantos hombres y mujeres de
ayer y de hoy.
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