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El celibato opcional como disidencia eclesial.
Por Demetrio Orte, cura obrero, casado, miembro de MOCEOP. Movimiento por el
Celibato Opcional. www.moceop.net
Esto es un foro de opinión y debate. Eso me tranquiliza para decir lo que
diga sólo como una opinión, la opinión de una persona con una experiencia que la
reflexiona y la comparte. Hablo en singular, como persona particular que expresa
su pensamiento; pero también en plural, porque formo parte de un colectivo,
Moceop (Movimiento pro celibato opcional), que ha ido elaborando una teología de
caminantes: de experiencia reflexionada desde la fe. Y ya que hablamos de
disidencia, espero que aquí la haya también y no estéis de acuerdo con todo lo
que digo.
Celibato, sí; pero opcional
Ante todo quiero hacer la precisión de que no hablo contra el celibato, y
menos aún contra personas. El celibato es un estado de vida, que en muchos casos
es optado por motivaciones evangélicas no sólo respetables sino también
admirables. Yo conozco y aprecio a muchas personas célibes que son para mí un
testimonio de vida evangélica, cristiana, entregada a los demás, y de personas
que las veo felices en su opción de vida… Así que, ante todo, mis respetos a las
personas célibes aquí presentes, y a las ausentes. Espero que nadie se moleste
por mis comentarios.
El celibato, como la pobreza evangélica, puede ser un valor sublime. Pero una
sublimación exagerada del celibato y de la virginidad ha causado en sectores de
la Iglesia un menosprecio del matrimonio, que el fundador del Opus consideraba
que era para “la clase de tropa”. En cambio, un amigo mío, para equiparar decía:
“total, si el celibato es renunciar a todas las mujeres, y el matrimonio, a
todas menos a una, no hay tanta diferencia” (para subsanar el toque machista,
aplíquese la misma fórmula respecto al celibato femenino o al matrimonio,
también el gay). Evidentemente, ni el celibato ni el matrimonio se pueden
definir por lo que tienen de renuncia.
En la moral católica más tradicional ha estado implícito también un menosprecio
de la sexualidad, vista obsesivamente como peligro de pecado, hasta el punto de
que se decía que en esa materia no había “parvedad de materia”: hasta el más
leve pensamiento impuro era pecado grave. Recuperar una visión positiva de la
sexualidad, en sus múltiples facetas, es un reto liberador, especialmente dentro
de la Iglesia.
Lo que desde Moceop cuestionamos no es el celibato en sí, sino la norma
eclesiástica de exigirlo como condición necesaria para el ministerio sacerdotal.
Celibato y ministerio ¿dos en uno?
Aunque se da por sentado que celibato y ministerio han ido unidos, esto no ha
sido así siempre. Empezando por el grupo de discípulos de Jesús, y por los Doce
Apóstoles, que pueden parecer el origen de la estructura clerical, tampoco eran
célibes. Pedro, el primer Papa, era casado (en el evangelio se habla de la
suegra de Pedro, Mt 8,14)
En la Iglesia primitiva, en las primeras comunidades, para nada se habla de que
los responsables fueran célibes. Recordamos que la carta a Timoteo aconseja:
“que el obispo ( o dirigente) tiene que ser intachable, fiel a su mujer,
juicioso…; tiene que gobernar bien su propia casa y hacerse obedecer de sus
hijos con dignidad. Uno que no sabe gobernar su casa ¿cómo va a cuidar de una
asamblea de Dios?... (1Tim 3,1-6); también “los auxiliares sean fieles a su
mujer y gobiernen bien a su hijos y sus propias casas…”. Por lo demás, parece
común que algunas mujeres, que acogían en sus casas a las comunidades, eran las
que las dirigían y presidían. Prisca: 1 Cor 16,19; Ninfa: Col 4,16; Fil 1,3…
En la historia de la Iglesia, no vamos a repasar a fondo, pero hasta el siglo IV
no se empezó a plantear restringir la sexualidad de los clérigos, y esto, sólo
para cortar los excesos y abusos que se cometían: clérigos con mujeres y
concubinas, con numerosos hijos que en casos suponía un malgasto del patrimonio
eclesiástico. El famoso Concilio de Elvira, al que tanto se alude como primera
norma para exigir el celibato, en realidad fue un concilio local, celebrado el
año 300 cerca de la actual Granada, en el que participaron 17 obispos (sólo
ellos tenían voto) y 24 presbíteros. Varios concilios locales y regionales (no
había el centralismo de Roma que hay ahora) volvieron a insistir en exigir que
los clérigos se abstuvieran de sus mujeres y de engendrar hijos. Pero parece que
con poco éxito, pues durante varios siglos después se siguen haciendo los mismos
llamamientos. El concilio de Letrán, en 1123, ratificó la ley del celibato.
En toda la Edad Media y el Renacimiento (recordemos a nuestro paisanos los
Borja), aunque existiera una ley, la práctica era un generalizado
incumplimiento. El concilio de Trento, en plena contrarreforma, sentó la más
rígida ortodoxia moral y disciplina canónica también para el clero.
Hablamos sólo de la Iglesia Católica, y ni siquiera de toda, pues hay ritos
orientales (como el rito maronita), que siendo católicos, sí admiten el
matrimonio de sus sacerdotes. Y otras iglesias cristianas, como la ortodoxa, las
luteranas y la anglicana. Y no por eso son menos cristianas y a veces tampoco
menos clericales.
Pero, bueno. Esto no quiere demostrar nada, sino sólo ser una referencia de que
la ley del celibato ministerial es sólo una norma disciplinar; y que lo mismo
que se puso, se puede quitar, y no tambalearía para nada la fe, ni la verdad ni
el evangelio. Sólo un poco la estructura clerical de la Iglesia especialmente
patriarcal y clasista.
Estos días estamos oyendo, con motivo del Sínodo de los Obispos, por un lado el
clamor de abordar el tema del celibato opcional; y por otro, la resistencia y
cerrazón a querer tratarlo. El mismo Papa Juan Pablo II llegó a decir que es una
disciplina que algún día cambiaría, pero que no sería en su Pontificado.
La opcionalidad del celibato, una reivindicación
Cuando hablamos de celibato opcional, como reivindicación, nos referimos en
primer lugar a que los curas se puedan casar (si quieren, y “si se quieren”),
pero también a que puedan ser ordenados sacerdotes personas casadas (hasta ahora
está la posibilidad para diáconos; y recientemente la excepción muy excepcional
del padre Evans, convertido de la Iglesia anglicana a la católica, ordenado
recientemente en Tenerife).
Y también a que puedan ser ordenadas sacerdotes (o sacerdotisas) mujeres,
célibes o casadas: que no sean excluidas por el hecho de ser mujer.
Recientemente han sido ordenadas varias, en Canadá y en otros sitios, como una
clara trasgresión simbólica, con el claro planteamiento de que una forma de
cambiar una ley injusta es transgrediéndola. Es evidente que la discriminación
de la mujer en la Iglesia, y en concreto su exclusión de la ordenación
ministerial es una injusticia.
Y también a que puedan ser ordenadas sacerdotes personas homosexuales, a las que
hasta ahora se les excluye simplemente por serlo, o si se manifiestan o son
descubiertos como tales, incluso aunque se comprometan a guardar el celibato
como los heterosexuales. Pero el hecho es que los hay, aunque lo nieguen o
procuren que no trascienda a la opinión pública. ¿Por qué no reconocerlos y
“ordenarlos”?
Moceop lo que no buscamos es una salida falsa, ni de mantener relaciones
ocultas, ni de buscar subterfugios jurídicos, como sería pasarse a otro rito que
lo permita. Creemos que es cuestión de derechos humanos de las personas, de
vivir su afectividad con normalidad; y de sentido común del pueblo cristiano que
acepta con naturalidad y no se escandaliza de que su presbítero sea homo o
hétero, o se pueda enamorar y casar. Lo que no aceptan es la hipocresía, la
mentira o el cinismo.
Una reivindicación “relativa”
Esta reivindicación creemos que es un derecho de personas y una necesidad de
comunidades: recordar cuántas comunidades cristianas, por ejemplo en
Latinoamérica se ven privadas de la Eucaristía por falta de sacerdotes. Pero es
una reivindicación “relativa”, en el sentido de que no es lo más importante.
Para muchos sacerdotes casados, porque no pretendemos “volver” al estado
clerical, de ser sacerdotes-clero, igual que antes, pero casados. Asimismo,
algunas mujeres tienen la aspiración a ser ordenadas y nos parece legítimo y
dignas de apoyo; pero otras muchas mujeres no aceptarían una ordenación en este
ministerio clerical, tal como hoy está institucionalizado en la Iglesia. Para
este viaje no harían falta estas alforjas. Si quieren ejercer un ministerio y
ser reconocidas no es precisamente para ser clero, pero en femenino.
La prioridad no es el derecho de unas personas a ser ordenadas, sino el de una
comunidad a tener personas que le sirvan; es prioritario el derecho de una
comunidad cristiana a celebrar la eucaristía, y muy secundario quién la presida.
La cuestión de quién preside la eucaristía no puede ser el árbol que nos tapa el
bosque.
Moceop tiene muy claro, en sus objetivos, que lo primero es el Reino de Dios,
posibilitado desde nuestro compromiso evangelizador; en un segundo nivel está
nuestro compromiso por la renovación eclesial, junto con otros grupos; y
específicamente por la desclericalización de los ministerios, reivindicando la
no vinculación obligatoria de ningún ministerio a un sexo o estado de vida. Esta
prioridad se concreta en que muchos miembros de MOCEOP (y comunidades…) están
más comprometidos en causas sociales que eclesiásticas.
Y en sus presupuestos, lo primero que afirma y defiende rotundamente es la
dignidad de ser personas, por encima, por tanto de normas, leyes, tradiciones,
dogmas, estructuras o prejuicios. Esto se aplica a lo religioso, a la
orientación sexual, o a cualquier ideología.
Por qué precisamente el celibato
Moceop; mantenemos el nombre y la reivindicación no porque sea lo que
principalmente queremos conseguir, sino porque creemos que cuestionando la norma
del celibato obligatorio atinamos a incidir en el puntal que, suprimido, o al
menos cuestionado, tambalearía el sistema eclesiástico clerical. En la norma del
celibato obligatorio se sustenta la división clasista en la Iglesia entre clero
y laicos. La Iglesia se configura así de hecho como una celibatocracia: son sólo
hombres y sólo célibes los que realmente deciden y mandan en la Iglesia. El Papa
nombra obispo para una diócesis que en muchos casos ni siquiera es la suya. El
obispo nombra párrocos o los traslada, en casos, sin contar para nada con la
comunidad parroquial. El cura hace y deshace en su parroquia sin tener que
rendir cuentas más que a su obispo. ¿Qué democracia es ésta?
Cuestionar el clericalismo, del que el celibato obligatorio es un puntal,
conlleva también cuestionar el patriarcalismo y el machismo que hay detrás: en
la Iglesia es notoria la misoginia institucional: la mujer es vista como
peligro, despreciada como incapaz, marginada y excluida de los ámbitos de
decisión, y de pensamiento. Es, eso sí, ensalzada como madre, o como virgen
consagrada; pero no incorporada a la estructura de la Iglesia, totalmente
masculina.
Otro tanto podemos decir de la patológica homofobia eclesiástica, con el “inri”
de la hipocresía y el cinismo. Hablan de respeto a las personas homosexuales,
pero nos resuenan las palabras de Jesús: “Lían fardos pesados y los cargan en
las espaldas de los demás, mientras ellos no quieren empujarlos ni con un dedo”
(Mt 23,4) ¿Por qué se excluye de la ordenación ministerial a las personas que se
manifiestan como homosexuales? ¿Hay alguna razón?
Más que una reivindicación
Moceop surgió hace ya más de 25 años, como un movimiento reivindicativo y de
apoyo a compañeros que en un determinado momento de su vida se cuestionaron el
celibato, pero no se cuestionaban su disponibilidad para el ministerio
presbiteral. La dispensa del celibato (pedida en unos casos; en otros, no;
concedida en unos casos, en otros, no) conllevaba canónicamente la “reducción al
estado laical”. Esa fue una primera paradoja: ¿es “menos” ser laico que ser
clero?. Pues dejamos de ser clero. Somos laicos, (somos ”Pueblo de Dios”),
volvemos a ser lo que nunca debíamos haber dejado de ser. Ese fue un primer
filón de reflexión teológica que nos fue llevando a cuestionar la eclesiología
de clero y laicos para ir planteando una eclesiología de comunidad y
ministerios, donde no haya la división clasista de que unos son más que otros,
sino todos iguales en dignidad (el sacerdocio común de los fieles), y diversos
en carismas y ministerios. Es la comunidad cristiana quien estructura los
ministerios que necesita y las personas que los pueden ejercer. Por eso Moceop
apuesta por la pequeña comunidad cristiana como ámbito más adecuado para un
nuevo ministerio desclericalizado. Desde la experiencia de comunidad entendemos
la Iglesia como comunidad.
En esa perspectiva, se abre el horizonte de que la Iglesia, y nosotros en ella,
hemos de encontrar el núcleo de nuestra fidelidad evangélica sobre todo en la
opción por los pobres. De nada sirve que el celibato sea opcional, o que la
iglesia se democratice o modernice, si no es para que sea más fiel a su misión
evangélica: proclamar la buena noticia a los pobres, la liberación de los
oprimidos… (Lc 4,18) y el anuncio del Reino de Dios concretado en signos
liberadores. La opción por los pobres es la prueba fundamental de fidelidad
evangélica.
Desclericalización
Uno de los aspectos que configura el clericalismo es la profesionalización
del ministerio: ejercer el ministerio como una profesión convierte al sacerdote
en funcionario de la Iglesia. Ejercer el ministerio como un trabajo profesional
convierte la religión en un modus vivendi: vivir de la religión, vivir del
altar, lo cual en una sociedad secular, laica, hace de la religión una mercancía
más, echando a perder la gratuidad del Evangelio como Buena Noticia.
Ese clericalismo no depende sólo de la actitud de las personas: no es cuestión
de que el cura sea más o menos mandón o abierto. Es la estructura misma de la
Iglesia la que es clerical: ella hace que el cura, por majo que sea, al final es
el cura, y es quien decide. ¿O hay alguna parroquia en la que realmente se hace
lo que decida la comunidad parroquial?
En esto, los curas obreros han sido pioneros en vivir el ministerio como un
servicio gratuito, desprofesionalizado, encarnándose en un mundo obrero
secularizado, con un trabajo profesional civil con el que ganarse la vida y
además vivir la fe y un ministerio de encarnación y evangelización. Ser “uno de
tantos” es la condición previa para anunciar el evangelio no desde el púlpito
sino desde la vida compartida. Con metáfora evangélica, no es en la Jerusalén
del Templo y del poder, sino en la Galilea de los gentiles, en la periferia de
la marginación, donde escuchamos la llamada de Jesús: “Id a Galilea; allí me
veréis” (Mt 28,10).
Curas obreros y curas casados somos en este sentido “primos hermanos”; de hecho,
coincidimos en el colectivo de curas obreros un significativo número de curas
casados; y en Moceop participan también curas obreros célibes y casados. Ambos
colectivos compartimos planteamientos muy similares en muchos temas, y
experiencias vitales muy próximas. ¿Por qué a la Iglesia no le ha gustado ni una
ni otra opción, y ha propiciado un clero dedicado a lo eclesiástico, dejando
sólo para los laicos los compromisos civiles o seculares?
En muchos de nosotros, al dejar el celibato o alcanzar la secularización, empezó
un proceso de conversión personal para superar la formación, los prejuicios, los
condicionamientos de ser “clero” y para descubrir un nuevo ministerio no
clerical.
Cuando hablamos de desclericalización no nos referimos sólo a los curas
secularizados. Hay mucho clericalismo también en muchos laicos y laicas que
aceptan pasivamente esa división entre clase docente y clase discente, los que
dirigen y los que son dirigidos, los pastores y la grey…, aceptando una
sumisión, una dependencia y una minoría de edad, que creemos impropias de una
comunidad de personas creyentes adultas, de iguales y coorresponsables
El Obispo, poeta y profeta, Pere Casaldáliga tiene un breve poema que dice:
“Dios nos libre de seglares con sotana en el espíritu. Dios nos libre de curas
sin Espíritu Santo. Dios nos libre de espíritus sin la carne de la vida”.
Las mujeres, protagonistas de primera
En Moceop han tenido un papel muy importante las mujeres. No sólo las mujeres
de curas para “desclericalizar” a sus compañeros, sino las mujeres como personas
comprometidas con una causa, como protagonistas. Unas son compañeras de curas,
otras no. Moceop ha dejado de ser un movimiento de curas casados, para ser un
movimiento de renovación eclesial, en el que participan sacerdotes célibes y
casados, mujeres compañeras o no de sacerdotes, y personas miembros de
comunidades de base. Ha sido ámbito para la participación igualitaria, para la
libertad, para la imaginación y la creatividad…Por eso Moceop ha estado
íntimamente vinculado con los movimientos de mujeres, dentro y fuera de la
Iglesia: dones creients, mujeres y teología, movimiento feminista…
Teresa Cortés al recibir el premio Alandar en nombre de Moceop, el mes de junio,
decía: “Nos ha costado mucho desclericalizar a nuestros maridos y ahí hemos
estado las mujeres para que tomaran conciencia de que estaban en el mundo y de
que el mundo no era el púlpito ni ese ámbito de aislamiento donde meten a muchos
curas. Yo quiero agradecer mucho a todas las mujeres que han trabajado en el
MOCEOP porque considero que éste es uno de los movimientos más libres que
conozco, se atreve a decir lo que piensa, lo que siente, y, sobre todo, se
atreve a vivirlo. Se atreve a vivir la igualdad entre hombres y mujeres, se
atreve a que una mujer presida la eucaristía, se atreve a que una mujer
desarrolle su carisma en el culto”.
La disidencia
Si Moceop se hubiera conformado con la reivindicación puntual del celibato
opcional, no habría sido tan incómodo en la Iglesia. Pero al cuestionar la
estructura clerical ha sido una disidencia mal vista y no aceptada por la
Jerarquía. Y especialmente porque no ha sido una disidencia meramente teórica,
sino práctica. Sin pedir permiso al Obispo se ha empezado a funcionar de forma
distinta a la permitida. En Moceop siempre hemos pensado que la vida va por
delante de las leyes, y, en cristiano, el amor y el evangelio, muy por delante
del Derecho Canónico. Hemos preferido hacer camino al andar que esperar a que
cambie el Código de Derecho Canónico o venga permiso de Roma para un ministerio
diferente. Esa ha sido nuestra experiencia en pequeñas comunidades cristianas, y
es la oferta eclesial que hacemos: hacer ya iglesia de otra manera.
Pero esto, no a la ligera, sino “con fundamento”.
-En primer lugar tenemos la referencia a Jesús de Nazaret que fue un
disidente con la religión y con el poder establecido: cuestionó una religión sin
corazón, sin humanidad; puso por delante a las personas, especialmente a las más
marginadas, desobedeciendo si era preciso leyes y normas; denunció la hipocresía
de los dirigentes legalistas y se acercó a las personas excluidas y malditas;
rompió moldes machistas aceptando a las mujeres en su grupo y haciéndolas las
primeras testigas del mundo nuevo inaugurado con su resurrección…
-En el nuevo testamento vemos disidencias entre Pedro y Pablo, entre las
comunidades del ambiente judío y las del mundo helénico, entre los carismas y
las teologías de Juan, de Santiago o de Pablo.
-Los antiguos Santos Padres ya decían “conviene que haya herejes”, y hubo sus
discusiones teológicas entre diferentes concepciones. Toda la historia de la
Iglesia es un vaivén de reformas y contrarreformas. Lo lamentable es cuando la
Iglesia, para evitar disidencias, establece una ortodoxia tan rígida e
intransigente, que acaba siendo contraproducente: ni evita que surjan nuevas
disidencias, ni su pretendida ortodoxia acerca más a la verdad del Evangelio.
Nuestra fe no depende del Vaticano
- Hoy día, el Papa advierte desde el inicio de su pontificado de la
“dictadura del relativismo”. Si lo contrario de relativismo es absolutismo, y lo
contrario de dictadura es democracia o libertad, ¿qué propugna el Papa: la
libertad del absolutismo, la democracia del absolutismo? ¿cómo se come eso?
- Creemos que en la estructura actual de la Iglesia, el Papado se ha convertido
en una monarquía absoluta, con tal rigidez dogmática que recuerda la nada santa
Inquisición de otros tiempos, acompañada de movimientos que se suele llamar
neoconservadores, y que a veces parecen más papistas que el papa. Todo eso no
evita que haya de hecho una disidencia dentro de la Iglesia, una disidencia
consciente y comprometida, pero también un gran desencanto en mucha gente, una
desafección, una indiferencia que muestra la no credibilidad de la institución
eclesial en muchos ámbitos sociales. Las condenas del laicismo, de la
descristianización denotan más su propio miedo a perder sus privilegios y su
poder, que una verdadera fe en la capacidad transformadora del Evangelio como
buena noticia liberadora.
Aún está reciente la estampa de los funerales del Juan Pablo II y la toma de
posesión del nuevo Papa. Ver la Curia con sus ropajes, y ver a los más poderosos
de este mundo en el Vaticano es todo un signo de lo que es la
Iglesia-Institución hoy. Ver una Iglesia rica, poderosa, arrimada a los poderes
de este mundo y encastillada en sus dogmas e instituciones muchas veces
anacrónicas, no suscita credibilidad sino perplejidad y escándalo, o rechazo e
indiferencia, en muchas personas creyentes y no creyentes. ¿Cómo podemos estar
de acuerdo con esa imagen de Iglesia?
- Más en concreto, en la Iglesia española, la disidencia no es sólo un derecho
genérico, sino que muchas personas la sentimos como una necesidad de conciencia.
Nos duele que sociológicamente e ideológicamente se identifique a la Iglesia con
la extrema derecha. Nos duele que los obispos demasiadas veces se definen con
posturas sumamente reaccionarias, y bien pocos de ellos disienten abiertamente.
Muchos cristianos y cristianas, que nos sentimos de izquierdas, con pluralismo
de posturas, hemos expresado nuestra disidencia eclesial con nuestros obispos (Moceop
entre otros colectivos), por ejemplo respecto al tema de los matrimonios
homosexuales, las clases de religión, la financiación de la Iglesia con los
acuerdos con el Estado, la presencia militar en actos religiosos, etc.
Disidencia y coherencia
Entendemos la disidencia no como un simple ir en contra de lo establecido,
sino revisarlo críticamente, y, a la luz del Evangelio, buscar lo que sea más
coherente. La disidencia es pues una cuestión de coherencia personal y grupal, y
una cuestión de fidelidad a lo más profundo de la tradición recibida. Y es
también, por qué no decirlo, una forma de amor a la propia Iglesia: porque la
queremos nos duelen sus defectos y la queremos mejor de lo que la vemos, y
estamos dispuestos a transformarla. Si no, sería más cómodo aceptarla
resignadamente como está, o darla por imposible y abandonarla.
La fe no es simplemente una doctrina a seguir fielmente, sino una fidelidad al
camino indicado por Jesús. El cristianismo no es una religión con unos dogmas
absolutos, unas creencias incuestionables, unas leyes inevitables, una
institución divinizada. La Iglesia es una institución que se ha ido conformando
durante siglos, con tradiciones recibidas y con aportaciones nuevas. Pero es más
que una Institución: es un misterio, es la comunidad de las personas creyentes
en Jesús, animada por su Espíritu. Creemos que la fidelidad a la tradición no es
conservarla congelada ni anquilosada, sino viva. El respeto a la tradición
recibida comporta seguir enriqueciéndola con nuevas aportaciones para
transmitirla a quienes vengan detrás, actualizada, que responda a los signos de
los tiempos de cada momento histórico.
El Concilio Vaticano II, una referencia importante
El Concilio Vaticano II supuso para la Iglesia un abrir puertas y ventanas,
una apertura al mundo y a los signos de los tiempos, y una renovación en la
visión que la Iglesia había de tener de sí misma y del mundo. Fue más un
“espíritu” que una doctrina o unas normas.
Desgraciadamente, pronto empezaron las reticencias, que luego se convirtieron en
freno y luego en marcha atrás. En los años de la transición, el famoso cardenal
Tarancón decía que algunos obispos españoles tenían tortícolis de tanto mirar a
Roma. Hoy, en algunos, esa tortícolis ha derivado en hemiplejia, pues parece que
sólo mueven la parte derecha. Creemos que el pontificado de Juan Pablo II y los
antecedentes y los indicios del actual han marcado una involución enorme. Así
que nuestra esperanza de que de Roma venga ninguna renovación es mínima, aunque
creamos en el Espíritu Santo y en los milagros.
Renovación eclesial, un proceso abierto
Hoy parece paradójico que se formule como progresista reivindicar algo de
hace 40 años, con lo que ha cambiado el mundo en este tiempo. Juan XXIII hablaba
de “aggiornamento”: puesta al día. Yo creo que la fidelidad al propio espíritu
conciliar estaría hoy no tanto en “cumplirlo” ni “recuperarlo”, cuanto en
“superarlo”. El día de hoy tiene retos y necesidades diferentes a hace 40 años.
Es por eso que ya va surgiendo en ámbitos eclesiales de base la propuesta no
tanto de un nuevo concilio (que en estos momentos sería de reafirmación de la
restauración dominante), sino de un proceso conciliar, de abrir cauces de
reflexión, de opinión, de debate, de participación de todos los sectores
eclesiales… que podrían culminar, con tiempo, en un nuevo concilio que se
planteara y buscara respuesta a los nuevos signos de los tiempos que hoy
interpelan a la Iglesia. Ese proceso lo estamos haciendo ya, por ejemplo con
esta reflexión y debate.
La Iglesia necesita este proceso de renovación, en primer lugar por salud
propia, para no encerrarse en el búnker de su propia adoración; y para no
convertirse en una gigantesca secta, alejada del espíritu del Evangelio de quien
llama su fundador. Y en segundo lugar (pero más importante), para estar en
condiciones de poder cumplir su misión de anunciar la Buena Noticia del Reino de
Dios y comprometerse en irlo construyendo ya, siendo ella misma signo y
testimonio de lo que proclama.
Disidencia constructiva
Al mirar hacia atrás y repasar los disparates que se han hecho en la
historia, no lo hacemos con ira, sino más bien con un toque de humor y de
relativismo. La historia avanza despacio y a trompicones. Antes quemaban a los
herejes; luego, sólo quemaban sus libros. Ahora hay otras formas de represión, a
veces más sutiles, pero también crueles. Aún así creemos que la libertad avanza
con el empuje de muchos (“pero habrá que forzarla para que pueda ser”).
Al futuro preferimos mirar con esperanza no en las probabilidades (que a veces
son pocas o pesimistas), sino en el factor sorpresa de que el Espíritu sopla
donde quiere, y que Dios a veces escribe recto con renglones torcidos.
Y al mirar el presente, la realidad eclesial general, lo hacemos con un realismo
crítico; aceptamos que la realidad es la que es, pero no la aceptamos como
definitiva, sino como punto de partida para cambiarla.
La Iglesia es a la vez institución y profetismo. Como ya hay quien se encarga de
defender y consolidar la instancia institucional, creemos que a otras personas y
grupos nos toca cultivar la instancia profética, y ello conlleva denuncia y
anuncio, protesta y propuesta.
Para eso preferimos una postura positiva y constructiva, de hacer lo que creemos
y podemos, de encontrar sentido a lo que estamos haciendo más que a los
resultados. A veces toca sembrar, no cosechar, y hacer camino al andar.
Eclesialmente, estamos convencidos de que somos Iglesia y hacemos Iglesia: ni
nos excluimos ni nos dejamos excluir. Tampoco excluimos ni condenamos, aunque
protestemos, critiquemos y denunciemos. No pretendemos imponer nuestro modo de
ver, pero tampoco renunciamos a ser lo que somos, y a caber en la Iglesia siendo
diferentes. Ofrecemos nuestra experiencia como una aportación al pluralismo y a
la comunión eclesial.
El margen, lugar privilegiado
Algunos grupos críticos nos sentimos realmente marginados. Hablo de CCP,
Moceop, grupos homosexuales cristianos, Somos Iglesia, incluso curas obreros (y
nombro sólo aquellos en los que yo estoy más o menos implicado). Por parte de la
jerarquía nos sentimos ninguneados, cuando no excluidos y condenados. No somos
clandestinos, no nos ocultamos, ni huimos ni nos salimos. Pero es la Institución
la que nos condena a la clandestinidad. Experimentamos la realidad eclesial como
un invierno. Lo lamentamos, pero tampoco lo vivimos con resentimiento. El
hermano Roger, de Taizé, a quien recordamos con admiración, auguraba una
primavera de la Iglesia. Eso es lo que esperamos, cuando pase el invierno. La
esperanza es aspirar a lo que no se ve; lo que se ve ya no es objeto de
esperanza.
Sintiéndonos tan al margen eclesial, ahí hemos ido encontrando nuestro sitio en
la Iglesia: somos marginales; estar en la periferia nos hace sentirnos más cerca
de los excluidos, de los que están fuera del sistema. Y ellos son los
privilegiados para el Reino de Dios. Ellos nos transparentan a Dios a veces más
y mejor que la propia Iglesia, que en vez de ser signo transparente, se hace
opaco y tapa lo que debería mostrar.
Frente a la resistencia de la Jerarquía a aceptar nuestros planteamientos y
sobre todo nuestra praxis, ha sido sorprendente en cambio, cómo los grupos y
comunidades de base, y una buena parte de opinión pública ha ido aceptando con
toda naturalidad nuestros planteamientos y experiencias, sin escándalos como
algunos agoreros pronosticaban, y con más sentido común que planteamiento
teológico. Tampoco nosotros hemos pretendido nunca provocar ni a la Jerarquía
con enfrentamientos inútiles, ni a la gente imponiendo planteamientos o
prácticas que no estuvieran consensuadas por los grupos o comunidades en que
vivimos y que nos conocen y aceptan. Creemos que el avance ha de ser con
naturalidad, con respeto, con diálogo, con testimonio y coherencia.
Otra Iglesia es posible y otro mundo es posible
Creemos que la Iglesia no ha de mirarse tanto a sí misma, ni los cristianos
encerrarnos en nuestras capillitas. El reto para que la Iglesia se renueve es
“descentrarse”: poner el centro fuera de sí: mirar al mundo, descubrir los
signos de los tiempos que la interpelan y procurar responder a ellos.
¿Qué signos?
- El primero, el más grave, el insoslayable, es el creciente abismo entre
ricos y pobres, entre personas, países, continentes… ricos y pobres. Pero hoy
con la conciencia más clara que la riqueza de unos es a costa de la pobreza de
otros. Y que el hambre y la muerte prematura y violenta de millones de personas,
el desplazamiento y emigración de millones de personas… es responsabilidad de
todos. También de la Iglesia.
- Otro signo; la globalización, que en su faceta más neoliberal es dejar manos
libres a las multinacionales económicas, por encima incluso de los estados, para
hacer y deshacer a su antojo, incluso a costa del expolio de la naturaleza, del
empobrecimiento de países enteros, del incumplimiento de los compromisos
internacionales (ONU, KYOTO, objetivos del milenio). Pero puede haber una
globalización de la solidaridad: Hacer una familia humana más humana es puro
evangelio.
- Otros muchos signos, tal vez menores en tamaño, y esta vez en positivo: el
ansia de paz, la mayor sensibilidad ecológica de mucha población, la creciente
conciencia solidaria universal, la exigencia de respeto a los derechos humanos;
la creciente conciencia de igualdad de las mujeres; la necesidad de la
democracia como participación responsable de los pueblos en sus destinos, el
respeto a las minorías, el necesario diálogo interreligioso…
Una utopía en el horizonte
Hemos empezado hablando del celibato, y acabamos cuestionando el nuevo orden
mundial.
El celibato opcional resulta una pequeña utopía, no por inalcanzable, sino
porque abre el horizonte para mucho más. Al final resulta, que lo del celibato
opcional casi es lo de menos, pero nos ha servido de motivo para soñar una
Iglesia diferente y un mundo más humano. Otro mundo es posible. Otra Iglesia es
posible, y necesaria. La prueba de que es posible es que la estamos haciendo ya:
muchas personas y comunidades, con muchos defectos, estamos siendo iglesia de
otra manera.
Pero el horizonte es mucho más amplio aún. Porque la Iglesia no tiene por fin
servirse a sí misma. Aunque consiguiéramos una Iglesia democrática, igualitaria,
participativa, ¡y con celibato opcional!…, si no es para que la Iglesia pueda
servir mejor a la Causa del Reino, que es la Utopía evangélica de una sociedad
más justa, una familia humana más humana… Si la Iglesia no sirve para eso, no
sirve para nada.
Al final te das cuenta de que la utopía no está ni siquiera en conseguir lo que
quieres, sino que está en el camino mismo. Pero para caminar, hay que soñar con
llegar. Como Ulises en su azaroso viaje a Ítaca. “Ítaca t’ha donat el bell
viatge, sense ella no hauries sortit. I si la trobes pobra, no és que Ítaca
t’hagi enganyat. Savi, com bé t’has fet, sabràs el que volen dir les Ítaques”. O
en palabras de Eduardo Galeano: La Utopía, “Ella está allí, en el horizonte. Doy
dos pasos, y ella retrocede dos pasos. Avanzo diez pasos, y el horizonte se
corre diez pasos más allá. Por mucho que yo avance, nunca la alcanzaré. ¿Para
qué sirve entonces la utopía? Para eso sirve… Para caminar.
Fuente: ECLESALIA.
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