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Doce años. Por Sandra Russo
Una pregunta
puede ser formulada de muchas maneras. Una respuesta es siempre vaga si no se
sabe a qué pregunta responde. Uno puede decir que sí o que no a muchas cosas, a
una cantidad increíble de cosas, pero hay sólo un puñado de cuestiones a las que
diciéndoles que sí o que no, uno es quien es.
Todos, tres o
cuatro veces en la vida, hemos dicho que sí o que no frente a algunos dilemas, y
esas respuestas hoy nos hacen los que somos. Por eso es tan importante, en esos
momentos clave de la vida, tener la suficiente lucidez como para plantearnos de
un modo honesto e inteligente esos dilemas. Son las encrucijadas de la vida. Las
hay siempre y las enfrentamos todos, nos guste o no, en algún momento. No ver
las encrucijadas con claridad es una de las maneras más comunes de estropearnos
el futuro, o la identidad.
Pero si alguien
es niña, si tiene doce años, si fue abusada y si está embarazada, probablemente
tenga de sí misma y del mundo ideas distorsionadas, como está distorsionado el
propio cuerpo con ese embarazo que no le tocaba, con eso que le fue impuesto con
una violencia tan pasmosa que no podemos decir ni una sola palabra que la
encarne. Esa violencia y sus legados pertenecen a un mundo del que no sabemos
nada. Somos extranjeros de ese sufrimiento. Y entonces, un sí o un no, ¿qué
significan? ¿A qué responden? ¿Qué le habrán preguntado a la niña mendocina? ¿Querés
tener a tu bebito? O, ¿querés matar a tu bebito? O, ¿querés interrumpir tu
embarazo? O, ¿querés que tu bebé siga creciendo adentro tuyo, así después lo
cuidás y jugás con él? ¿Qué le habrán preguntado que la niña mendocina dijo que
sí?
Es tan fácil
andar castigando los cuerpos y las mentes ajenas, embanderándose con la religión
católica y con sus preceptos sobre el ser persona del pre-feto de cinco minutos
de vida. Es tan fácil llenarse la boca con el amor a la vida mientras se toma
por asalto una habitación de hospital donde una niña de doce años se debate en
el horror de sí misma y en los enigmas del destino. Es tan cruel y tan ciego
cargar con la propia moral sobre una niña que es una niña, sobre esa niña a la
que una violación y un embarazo no le han quitado su dignidad de niña, y por lo
tanto no puede y no debería decidir sobre el irreversible paisaje de su propia
vida, ya desarticulada de la felicidad, ya hundida en el horizonte de la
maternidad a una hora que no es, de la forma que no es, con sentimientos que no
son, y como resultado de un terrible recuerdo que ya lleva tatuado en la mente.
Las tribus
fundamentalistas católicas se han dado un festival en Mendoza. No hay ningún
atenuante para interrumpir un embarazo cuando el punto de vista es religioso.
Ninguno. Ni doce años ni la violación de un padrastro. Un embarazo para esas
tribus fundamentalistas y para los jerarcas del Vaticano que imparten las normas
de las vidas que ellos no viven, ya no es un embarazo. Es un símbolo. Es una
última trinchera tras la que resisten exactamente los mismos que dicen que el
preservativo es inútil para prevenir el VIH, y desaconsejan su uso. Un embarazo
es nada menos que el resultado justo de un coito. Es el propósito último que
dispensa el deseo sexual y lo sublima. Por esa lente distorsionada se sublima
hasta la perversión de un violador, si como resultado de la violación hay
embarazo. Hay quien dijo que la peor de las perversiones es la abstinencia.
Pero no nos
gobierna la Iglesia Católica. Si fuera así, tampoco habría divorcio. Apenas
volvió la democracia, el debate sobre el divorcio también hizo salir a la calle
a la reserva católica con fobia al mundo. Fue Santo Tomás, un ex libertino, el
que designó a las cosas de este mundo como “inmundas”. Este mundo, se sabe, es
el escenario en el que transcurre lo humano. En este mundo vivimos como podemos,
hacemos lo que podemos, sufrimos lo que nos toca. Pero es necesario hacer
visible la vara que mide nuestras inmundicias. El sexo no es inmundo; ni el sexo
con amor ni el sexo sin amor son por sí mismos inmundos. Hay coitos inmundos,
cómo no, así como hay abstinencias aberrantes. La Iglesia Católica puede dar fe
del resultado aberrante de muchas de las abstinencias que patrocina. No es
casual que los varios juicios que se llevan adelante en este momento contra
sacerdotes católicos pedófilos tengan como víctimas no a niñas sino a varones.
La faja de la represión suele abrirse con fuerza por el lugar más apretado. Las
pulsiones humanas no pueden mantenerse fajadas, y estallan de las maneras más
crueles cuanto más se ha querido aplastarlas.
Las fanáticas pro
vida que entraron a la habitación de hospital donde estaba internada la niña
mendocina a la espera del aborto que había solicitado su madre y que le fue
negado, esas brujas que entraron con sus folletos de fetos muertos y sus
palabras terribles a convencerla de que no abortara, consiguieron lo que
buscaban. Han ganado una batalla a costa de la vida de una niña de doce años. Se
han engullido su futuro y sus emociones. Son caníbales.
Por último, el
juez de Familia Germán Ferrer, con su fallo y sus comentarios, ha dado cuenta,
quizás a través de un fallido, de cómo la Justicia se ha alejado de su eje en
este caso, con un punto de vista completamente distorsionado, igual que la
suerte de quien dependía de ella. El juez Ferrer eligió una posición
equidistante de dos demonios, los “grupos pro vida” y los grupos “pro
abortistas”. La madre de una niña de doce años violada por su padrastro no tiene
nada que ver con ningún grupo de ésos. El juez tenía que preservar la dignidad
de la niña y hacer justicia para ella, no para ningún grupo. Los atropellos
contra la niña y los 300 mensajes de texto que le mandaron al juez eran de los
fanáticos pro vida. Instalar dos demonios donde no los hay es una práctica
retórica que trae malos recuerdos y da vergüenza ajena.
Fuente: Pagina12.com
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