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El Pontífice y su guardia pretoriana. Por Juan José Tamayo, teólogo
Muy poca gente pensaba hace cinco años que el cardenal Ratzinger sería
elegido sucesor de Juan Pablo II. Ni siquiera se creía que deseara convertirse
en el nuevo Papa, entre otras razones, por la edad –había cumplido 78 años– y
por algunas declaraciones en las que había expresado su deseo de volver al
estudio y a la reflexión teológica. Se le consideraba, eso sí, el gran elector
que podía mover los hilos para elegir al nuevo Papa. No en vano había sido el
todopoderoso presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF)
durante casi medio siglo y había intervenido en el nombramiento de la mayoría de
los cardenales reunidos en el cónclave. Pero los pronósticos fallaron y el
cardenal Ratzinger se convirtió en el elegido con el nombre de Benedicto XVI.
Y, a decir verdad, no le ha resultado difícil gobernar de manera absoluta ya que
ha contado con el apoyo prácticamente unánime de los cardenales, arzobispos y
obispos y de la curia romana y con el silencio casi total de los pocos
dirigentes eclesiásticos discrepantes. Esa fue precisamente la estrategia
diseñada conjuntamente por Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger y la seguida
por este durante los cinco años de su pontificado: sustituir a los obispos
progresistas seguidores del concilio Vaticano II y defensores de la teología de
la liberación por obispos de talante conservador y, en algunos casos,
integrista. Los criterios para los nombramientos episcopales han sido la
fidelidad a la doctrina, la obediencia al Papa y la observancia de las rúbricas
litúrgicas. ¿Dónde quedan la ejemplaridad evangélica, la opción por los pobres,
la lucha por la justicia y la reforma de la Iglesia defendida por el concilio
Vaticano II? La nueva imagen de los obispos ha ido acompañada de una importante
involución en la formación del clero, en la educación en la fe, en la
orientación teológica, con la renuncia, en muchos casos, a la evangelización y
con la caída en un empacho sacramental.
La tan esperada y necesaria reforma de la curia se ha reducido a una serie de
cambios que han reforzado todavía más el centralismo y la orientación
tradicional de la Iglesia católica. Los nombramientos de Bertone como secretario
de Estado vaticano (ministro de Asuntos Exteriores), de Levada como presidente
de la CDF y de Cañizares al frente del Culto Divino constituyen los mejores
ejemplos de clonación del propio Benedicto XVI en el gobierno autoritario de la
Iglesia, en la reproducción ideológica de su pensamiento, en la concepción
rigorista del dogma y en la práctica ritualista de la liturgia.
El Papa se ha rodeado de una guardia pretoriana que le ofrece una visión
distorsionada de la realidad e intenta protegerle de las críticas procedentes no
solo del mundo laico sino de dentro de la misma Iglesia católica, que no tienen
intención iconoclasta sino constructiva y catártica. Es esa misma guardia
pretoriana la que, por ejemplo, en vez reconocer la gravedad delictiva de los
casos de pederastia de sacerdotes y religiosos y de ayudar al Papa a tomar
medidas eficaces para erradicar tales prácticas, osa afirmar que el hecho mismo
de sacarlas a la luz responde a una campaña anticlerical perfectamente
orquestada por los sectores laicistas, al odio y a la persecución de la Iglesia
católica y al deseo de desacreditar y socavar el prestigio de Benedicto XVI.
Pero los pretorianos no se preocupan del sufrimiento de las víctimas y menos aún
de llevar a los violadores, que son los verdaderos verdugos, a los tribunales.
El Papa tiene a su alrededor una serie de asesores intelectualmente
mediocres, moralmente reprochables y desconocedores –o peor aún, falseadores– de
la historia, que dicen muy poco del tan cacareado prestigio intelectual de
Joseph Ratzinger. Con asesores y colaboradores así, no es extraño que el
portavoz papal dedique más tiempo a desmarcarse de tamaños disparates y juicios
tan insensatos que a ofrecer una información objetiva sobre las actividades del
Vaticano.
Los pasos de la Iglesia católica hacia atrás durante el pontificado de Benedicto
XVI son más que evidentes. El Papa actual ha retrocedido muchos siglos atrás,
pero no a los tiempos del Jesús del lago Tiberíades o al cristianismo de los
orígenes, tampoco a los movimientos proféticos medievales, sino al concilio
contrarreformista de Trento (1545-1563) y al concilio Vaticano I (1870), que
definió el dogma de la infalibilidad del Papa. Ha tenido como referencia
pastoral en su pontificado no la figura tolerante de Juan XXIII, ni siquiera la
actitud hamletiana de Pablo VI, sino el comportamiento decididamente
antimodernista de Pío X.
Fuente Redes Cristianas
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