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En Picada El último documento de la Congregación de la doctrina de la fe es presentado como la respuesta oficial a preguntas que flotan en el ambiente teológico eclesial. En realidad es más lo que complica que lo que aclara. El intento central se orienta a probar la fidelidad de la iglesia de Benedicto XVI al Concilio Vaticano II, para refutar las apreciaciones cada vez más insistentes de que éste es el papa de la restauración católica que deja atrás toda la actualización lograda como consecuencia del Concilio. La argumentación pretende adueñarse de la única interpretación auténtica de una frase de la constitución Lumen Gentium. Ese documento afirma que la Iglesia de Jesucristo subsiste en la Iglesia católica. Esto se interpreta oficialmente como que ella es la única que posee absolutamente el depósito de la fe y es dueña de la verdad, aunque parcialmente también otras confesiones que no pueden llamarse “iglesias” tengan parcialmente, aunque cubiertas por deficiencias, algo de lo querido por Jesús. Benedicto XVI da así un vigoroso puntapié a toda la renovación eclesial y a la apertura al mundo preconizada por Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II. En efecto, después de los primeros siglos en que la comunidad de seguidores de Jesús se fue abriendo paso entre las persecuciones de los judíos y los paganos, cuando sobrevino finalmente la era de bonanza con la conversión de Constantino el Grande que hizo pasar a los obispos desde las catacumbas a funcionarios del Estado, la Iglesia creyó conquistado el reino de los cielos. Paulatinamente y en base, desde luego, a grandes presiones de los poderosos, todo se volvió cristiano. Familias, gobernantes, instituciones, milicia, ritos, culto sagrado, todo respondía y debía responder a ese enfoque con obediencia a la iglesia. Se bautizó ese período como “cristiandad” Poco después, nació una consigna que fue casi un dogma durante muchas generaciones. “Extra eclesiam nulla salus” que quiere decir que fuera de la Iglesia no hay salvación de ninguna clase. Se vivió una actitud que podemos llamar “exclusionista”. Un exclusivismo que, afirmando la propia identidad sostenido por el imperio, marginaba cualquier otra pretensión de búsqueda o consecución parcial de la verdad para la felicidad y realización del hombre y la sociedad. La separación de las iglesias orientales, desde el siglo VI, y las protestantes en el XVI, con las respectivas condenas de sus conductores expresaron acabadamente esta actitud exclusionista. A fines del siglo XIX se realizó el Concilio Vaticano I, que declaró la infalibilidad pontificia impulsada y hasta exigida por Pio IX que, antes de la declaración, resistida por ochenta obispos, ya había definido el dogma de la Inmaculada Concepción. Comienza entonces una etapa “inclusionista”. Los extraviados son llamados a reconciliarse con la verdadera iglesia. Como estas conversiones no se dan con abundancia, se decide afinar la eficacia de los métodos. Y nacen las presiones que culminan con la Inquisición y todas las torturas y violaciones de la dignidad humana que pueden imaginarse. Se trataba de incluir “quieras o no quieras” “o aquí o mandándolos a la otra vida”. Un avance sobre esa postura fue un ecumenismo naciente y una apertura a las ciencias durante el pontificado de Pío XII. Con la convocatoria al Concilio Vaticano II Juan XXIII inició otro proceso, el de apertura al mundo, el de consideración respetuosa que, pasando por todas las iglesias cristianas hizo extensiva a todas las religiones y hasta el agnosticismo y el ateísmo. Así nació con fuerza el movimiento que se llamó ecuménico, muy amplio en sus comienzos pero restringido después a la confesiones cristianas y contagiado muchas veces de inclusionismo. Pero, desde esa importancia dada a las aspiraciones y esperanzas de nuestro mundo que necesita unión para la paz y la fraternidad, objetivos del Reino, nace ahora un fuerte impulso pluralista. Que no se detiene simplemente en admitir o tolerar otras posturas religiosas sino que, sin romper las convicciones que las sostienen, busca la coincidencia en la acción basada en la defensa de los valores humanos establecidos por consenso general. Hay que reconocer que la sociedad civil ha dado ya importantes pasos en este sentido. Como la declaración universal de los Derechos humanos y la creación de organismos internacionales, para mantener el equilibrio internacional. Si desaparecieran las rivalidades religiosas, se facilitaría seguramente la consecución del objetivo. Ahora, la tendencia vaticana que insiste en el inclusionismo aparece como una caída en picada para ese reclamo universal. |
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