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Fátima nunca más. Por Mario de Oliveira, Teólogo - Porto (Portugal)
Este texto es un extracto del libro del mismo título que fue
publicado en Portugal en abril de 1999 por la Editora Campo das letras. Fuente
Servicios Koinonia
I. Dioses contra Dios
En Fátima, como en cualquier otro Santuario o templo, no basta con invocar a
Dios, para concluir que estamos frente a una manifestación de fe. Por lo menos
de fe cristiana. Cuando mucho, estamos ante una manifestación religiosa, lo que
no es lo mismo. De hecho el cristianismo, en sus inicios, ni siquiera quiso
aparecer como una religión. Los textos fundantes del Nuevo Testamento, no nos
hablan de una nueva religión, sino de una vía o de un camino. Vía o camino que
nos ha de llevar, más que a Dios, al encuentro del otro, de los otros, al
encuentro de aquellos que no son de nuestra misma "carne y sangre", y hasta al
encuentro de aquellos a los cuales tenemos como enemigos. Para que entre
nosotros y ellos, entre todos y entre todas, se establezca progresivamente, una
relación de fraternidad. Pues solamente cuando esta relación de fraternidad es
efectiva, es cuando Dios es honrado y venerado, y la fe cristiana se convierte
en un acontecimiento verdadero. "No todo el que me diga 'Señor, Señor' entrará
en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt,
7,21). El Evangelio es así. No admite fugas, que quizás se presenten como muy
religiosas, pero que también son muy alienantes, muy deshumanizadoras y muy poco
fraternas.
En Fátima, como en cualquier otro santuario o templo, es necesario
interrogarnos con humildad pero sin descanso, si es Dios el que está siendo
invocado y venerado. Cuál Dios es el que atrae y convoca a las personas allí
reunidas. Porque, al contrario de lo que realmente se piensa, no hay un único
Dios. Siempre hubo a través de los tiempos , muchos dioses. Y la dificultad en
poder discernir, entre tantos dioses, cuál es el verdadero, cuál es aquel que
progresivamente nos humaniza y nos fraterniza (aquel que es buena noticia para
los seres humanos), siempre fue muy grande. Hoy parece que esta dificultad es
aún mayor que en el pasado. Porque los dioses son muchos, y cada vez se
presentan más atrayentes y seductores.
Sabemos que Caín, por ejemplo, en los albores de la humanidad -la primera
carta de Juan lo recuerda en los albores del cristianismo- según reza el mito
bíblico del Génesis 4, 1-16, también invocaba a Dios, cumplía con todos los
ritos religiosos, practicaba regularmente la liturgia de su época. Pero sin
embargo, todo esto no le impidió, con la mayor de las calmas y con la más
tranquila conciencia, matar a su hermano Abel. El dios al cual él invocaba y
veneraba y al que ofrecía generosamente las primicias de su cosecha, no era
incompatible con el acto fratricida. Por el contrario, él mismo se lo habría
sugerido e inspirado, en algún momento del culto.
Está narración no fue escrita con el fin de entretenernos, sino para
edificarnos. Para que estemos alertas, para ayudarnos a discernir. Para
revelarnos que no alcanza con admitir la existencia de Dios, ser deísta, ser
religioso, frecuentar actos de culto a determinadas horas y en locales
considerados sagrados, para que seamos automáticamente varones y mujeres
humanos, humanizados, fraternos, en una palabra: cristianos. Podemos hacer todo
eso y mucho más, como por ejemplo: contribuir con holgadas ofrendas para la
construcción de templos y de santuarios, hacer difíciles y dolorosas promesas, y
cumplirlas escrupulosamente, tener hasta una buena relación con los sacerdotes
de las múltiples religiones que entre nosotros existen y, al mismo tiempo,
alimentar sentimientos de odio y de venganza, de celos y de muerte contra el
otro, y contra los otros. Y lo que es aún peor , podemos hasta pasar de los
sentimientos a los hechos, y matar al otro, a “los enemigos”, a los que no
piensan como nosotros, los que no son de nuestra religión, los que no aceptan
“jugar nuestro juego”... Y todo esto, sin la necesidad de inquietar nuestra
conciencia; al contrario, con todo el sentimiento del deber cumplido, con la
calma de quien piensa que es así como se es verdaderamente una persona
religiosa.
Escribir y decir estas cosas, puede ser eventualmente impactante para mucha
personas, sean éstas creyentes en dios, o ateas. Pero no debería serlo, por lo
menos, para los cristianos y las cristianas y sus respectivas iglesias. El
cristianismo, que en sus inicios, nunca quiso ser una religión más, entre las
múltiples existentes en el imperio romano, sino un camino hacia al encuentro del
otro, de los otros, incluso de aquellos que una cierta educación cívica y
religiosa los define como enemigos nuestros, para que con todos y con todas
hagamos juntos el descubrimiento y la experiencia de la fraternidad y de la
comunión cada vez mayor, el cristianismo nació, como se sabe, de la revelación
definitiva y más radicalmente liberadora de la humanidad, y también de la
revelación más humanizante y fraternizadora.
Jesús de Nazaret, reconocido y proclamado por los primeros adherentes y
seguidores como el Cristo, lo fue por fuerza de la resurrección que
inesperadamente para ellos sucedió. El había sido, hasta la resurrección, el más
odiado de los hombres; condenado a muerte como blasfemo y subversivo y ejecutado
en la cruz. Ahora bien, quien está por detrás del crimen mayor de la historia de
la humanidad, quienes conducen el proceso hasta su consumación, son hombres
religiosos, profundamente creyentes en Dios, puestos al frente de la institución
religiosa más sagrada. Y cuando los príncipes de los sacerdotes y el sanedrín
procedieron, junto a los teólogos del templo, lo hicieron con la convicción de
que, de esa manera daban gloria a Dios, al Dios que rendían culto y adoraban en
el grandioso templo de Jerusalén. Tal es así, que después de cometer tan
horrendo crimen, continuaron, con sus conciencias tranquilas, frecuentando el
templo y promoviendo el culto en honor a su Dios, en los días y a las horas
exactas.
¿Pero que paso con Jesús de Nazaret, llamado el Cristo? Se convirtió, por lo
menos para los cristianos y las cristianas, y para sus respectivas iglesias, en
el acontecimiento más revelador de la Historia, la Luz que ilumina a todo ser
humano que nace en este mundo. Es el nuevo y definitivo Big-Bang de la creación
de la humanidad y del mundo nuevo. Lo nuevo y definitivo comenzó. En Él y con Él
la Humanidad nació de nuevo, nació definitivamente fraterna y solidaria.
Sabemos por esto, y de manera definitiva a partir de Jesús crucificado a
quien el Padre resucitó, que de hecho, Dios nunca fue una realidad unívoca. Hay
muchos dioses. Está Dios y están los dioses. Y hay una lucha de los dioses
contra Dios. Hay dioses altamente peligrosos, asesinos y opresores, que no se
sienten bien sin víctimas inocentes, cuya sangre reclaman insaciablemente.
Dioses sádicos que devoran a sus adoradores esclavizándolos y degradándolos. En
una palabra dioses que hacen que las personas se deshumanicen y que lleguen
incluso a matar. Así es como ellos son, y como hacen que sean sus adoradores,
que suelen ser muy religiosos, como Caín, pero también asesinos como él. Suelen
ser a imagen y semejanza de los dioses que invocan y rinden culto.
Y está el Dios de las víctimas, él mismo víctima de los dioses todo poderosos
y asesinos, El que resucitó a Jesús de entre los muertos; éste es el Dios de
Jesús y el Dios de los hombres y de las mujeres que prosiguen su Causa
(cristianos, cristianas, y todas las personas de buena voluntad), el Dios vivo
que vive y que hace vivir. El Dios que no quiere otro culto que no sea la
promoción de la vida, y la vida en abundancia para todos, El Dios que no sólo no
quiere víctimas ni genera víctimas, sino que además trabaja siempre para
bajarlas de la cruz. El Dios que se manifiesta en el mirar y en el cuerpo de las
víctimas de la historia, a partir de las cuales lanza la pregunta más
perturbadora y desafiante, también la pregunta que potencialmente genera más
fraternidad, dirigida a todos los que lo invocan como lo hizo Caín, pero que al
mismo tiempo matan a sus hermanos: ¿Dónde está tu hermano?, ¿qué hiciste con tu
hermano?, o esta actualización de la misma pregunta: ¿Por qué me persigues? (Hch
9,4).
II. Del Dios de Fátima, líbranos, Señor
Dos niños que mueren y una tercera que sobrevive pero es separada de su
tierra e impedida para siempre de llevar una vida como las de otras personas
(primero, la internaron, secretamente, en el Asilo de Vilar, en Oporto y,
después, la mandaron a España y la convirtieron en una monja enclaustrada para
el resto de su vida, situación que, luego de 76 años de los acontecimientos de
1917, ¡aún continúa!), he ahí el principal balance de las llamadas "apariciones
de Fátima". Probablemente, nunca nadie en la Iglesia Católica se atrevió a mirar
las apariciones desde este ángulo.
Que no piense nadie que escribimos esto para unirnos a los llamados
“enemigos” de Fátima. Lo que nos mueve es la fidelidad al Evangelio y al Dios de
Jesús, a quien María de Nazaret, cantó mejor que nadie como libertador y
salvador de la humanidad, particularmente, de los pobres y excluidos. La lectura
que hicimos del libro más importante sobre Fátima, Memorias de la hermana Lucía,
nos obliga a ello. Porque el Dios que allí se anuncia y revela no tiene nada que
ver con el Dios revelado en Jesús de Nazaret. Se relaciona más bien con un Dios
sanguinario, que se complace en el sufrimiento de inocentes, un Dios creador de
infiernos para castigar a quienes dejan de ir a misa los domingos, o dicen
palabras desagradables, un Dios incluso peor que algunas de sus criaturas.
A los lectores y lectoras les pedimos que, en vez de escandalizarse, traten
de leer también el libro de la Hermana Lucía. Porque, si lo hacen, a la luz del
Evangelio de Jesús, acabarán, probablemente, orando junto con nosotros: “Del
Dios de Fátima, ¡líbranos, Señor!”.
Ambiente de terror
El libro de Lucía nos hace retroceder en el tiempo y sumergirnos en el
ambiente religioso y eclesiástico en que tuvieron que vivir los niños de Fátima,
alrededor de 1917. Eran los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Pero el terror
que se respiraba, sobre todo en los medios populares y rurales, no venía de ahí.
La catequesis familiar y parroquial, así como las predicaciones dominicales y
otras, entonces muy recurrentes, constituían un género de terror no menos
intenso y, también, no menos nefasto y criminal. Porque incidía sobre la
conciencia de las personas, especialmente de los niños, pequeños seres
indefensos y cargados de sensibilidad, dispuestos a creer en todo lo que les
dicen los adultos, padres y madres, y también obispos y párrocos, cuya palabra
era, míticamente, escuchada y atendida, como si fuese la voluntad de Dios
presente en medio del pueblo. (El libro de Lucía muestra hasta la saciedad, que
ella misma, incluso hoy, tantos años después, se mantiene en esta visión mítica
de la realidad, también de la realidad eclesial, aunque tal visión sea
totalmente ajena al mensaje liberador del Evangelio).
Jacinta y Francisco, además de Lucía, respiraron un ambiente así. El libro no
deja dudas, para quien sepa leer entre líneas, críticamente, sin dejarse
envolver por el misticismo religioso, casi patológico, en que está escrito.
Se percibe muy bien que el terror es una constante en las vidas de estos tres
niños. Vivían atribulados por el pecado, con el infierno y con los pecadores que
se van, por montones, al infierno. Todo era pecado para ellos. Hasta darle un
beso a otro niño en el juego de las prendas. Dar un beso, para Jacinta, por
ejemplo, sólo es posible a Nuestro Señor, en la imagen del Crucificado. Como si
otro niño o niña, compañero de juegos, no fuese mucho más imagen de él, sino
sólo ocasión de pecado. (¿Quién instigó una visión tan moralista en la pequeña y
angelical Jacinta? ¿Qué satánica catequesis le distorsionó tan gravemente la
mirada? ¿Quién le arrebató, tan tempranamente, la naturalidad?).
En ese contexto, todo puede llevar al infierno. Dios, a los ojos de estos
niños, está tan cansado de los pecados de sus criaturas humanas, que su ira está
a punto de rebasar los límites, lo cual no sucederá si ellas aceptan
sufrir-sufrir-sufrir, hacer toda clase de sacrificios por amor a Él y por la
conversión de los pecadores y, al mismo tiempo, rezar muchos rosarios.
Como no podía ser de otro modo, los niños que reciben toda esta información
(sensibles e indefensos como sólo ellos son) sufren, lloran, tienen dolor por
Nuestro Señor. Y comienzan a pensar en ofrecerse como víctimas, hasta la muerte,
para desagraviar a Dios y, de alguna manera, forzarlo a perdonar a los
pecadores. Quedan completamente poseídos por una mística de la muerte, una
mística sacrificial, que habla más bien de un Dios que se alimenta de gente, en
vez de una mística de vida, la única que el Dios de Jesús puede inspirar a sus
hijos e hijas, ya que Él mismo es un Dios que trabaja continuamente para que
todos tengamos vida y vida en abundancia. Verdadera tortura Vivir en un clima de
una religiosidad así se volvió una verdadera tortura. Por lo menos, para estos
niños aterrorizados, que siempre toman todo en serio. Se volvió también un
riesgo terrible. El riesgo de llegar a ser condenados al infierno. Bastaba con
cometer algún pecado. Y el pecado, para ellos era, por ejemplo, decir palabras
feas o hacer pequeñas travesuras. Lo suficiente para ser condenados al infierno,
descrito por ellos mismos con imágenes sumamente terroríficas. Nunca más,
entonces, estos niños pudieron sentir la voluntad y la disposición de hacer
sacrificios por los pecadores. El infierno era, finalmente, la gran amenaza para
todos y lo que con mayor probabilidad podía sucederle a cualquiera. Y, para los
pecadores, más que amenaza era ya una certeza. En un clima así, de religiosidad
verdaderamente despojada de Evangelio, peor aún, contra el Evangelio, no es de
extrañar que el deseo mayor de estos niños fuese el de ir al cielo porque ésa
sería la única manera de no caer en el infierno, donde quien cae queda, para
siempre, ardiendo en el inmenso horno de fuego en compañía de los animales más
asquerosos y horrendos. Por lo que cuenta Lucía, en este libro, los dos
hermanos, Jacinta y Francisco, vivían aterrorizados por el infierno. Era lo más
natural. La madre, en las frecuentes catequesis familiares que les administraba,
exageraba bien los colores del terror. Y los predicadores de las misiones
parroquiales que seguían, con fidelidad, el libro Misión Abreviada, no se
quedaban atrás. Por eso es que, en un ambiente así, de verdadero terror
teológico, lo que más espanta y escandaliza a quien hoy busca ser discípulo de
Jesús y dejarse conducir por los valores de su Evangelio liberador, es que
aquella Señora la que los niños dicen que vieron y escucharon los días 13 de los
meses de mayo octubre de 1917, a pesar de decir que venía del cielo, es decir,
de Dios, no haya aparecido para liberarlos del miedo y convidarles la alegría de
vivir. Por el contrario, comienza por anunciarles, a los dos más pequeños y
también más aterrorizados, que en breve les llevaría al cielo, una manera
eufemística de decirles que iban a morir antes de tiempo.
Catequesis terrorista
En lugar de la buena noticia liberadora de que Dios quiere que ellos vivan y
vivan en abundancia, les anuncia que pronto van a morir. En el fondo, se limita
a reproducir y legitimar la catequesis terrorista y negadora del Evangelio que
los niños constantemente escuchaban en su casa y en la parroquia.
Pero lo más chocante todavía estaba por venir: la aparición en la que, en
julio, durante el diálogo que mantiene con ellos, les muestra a los tres niños
el infierno y la impresión que les causa es tal, sobre todo en Jacinta y
Francisco, que bien podría decirse que los dos hermanitos, de tierna edad y de
salud manifiestamente debilitada, nunca se repusieron de esta visión terrorífica
y acabaron por morirse del susto, además de la fragilidad que, por otra parte,
se apoderó irreversiblemente de sus cuerpos, una vez que tanto ella como él,
desde entonces, nunca más consiguieron ser niños como los demás, ni lograron
jugar relajadamente, ni encararon la vida como niños saludables (Francisco, por
ejemplo, hasta dejó de ir a la escuela, y en vez de eso, prefería esconderse en
la iglesia ¡a rezar por los pecadores!) y nunca más se alimentaron bien.
En todos los momentos, a partir de aquel día, la visión del infierno
persiguió a los dos niños, aterrorizándolos, obligándolos a rezar por los
pecadores, y forzándolos a hacer sacrificios por la conversión de los pecadores.
El libro de las Memorias de Lucía da testimonio de que los dos hermanitos eran
capaces de pasar días enteros sin comer, daban su merienda a las ovejas, no
bebían ni gota de agua en pleno mes de agosto, andaban todo el día, e incluso
durante la noche, con una cuerda amarrada permanentemente a la cintura, hasta
sangrarse.
Masoquismo religioso
Con estas actitudes, cargadas de masoquismo religioso y sacrificial,
pretendían -con una ingenuidad e inocencia sobrecogedoras y de las que
personalmente no eran responsables sino víctimas- consolar a Nuestro Señor y al
Papa (la preocupación por el Papa surgió después de que, en cierta ocasión, un
sacerdote les habló de él y les informó que estaba siendo perseguido por los
“enemigos” de la Iglesia).
Se llegó, así, a la inversión total de la Buena Noticia que es la revelación
de Dios en la Historia de la Humanidad y que culminó en Jesús de Nazaret, la
mayor y más liberadora Buena Noticia que los empobrecidos del mundo y todos los
que, oficialmente, son tenidos como pecadores, alguna vez pudieron oír.
En este caso de Fátima, en vez de que Dios sea aquel que viene como compañero
y padre con corazón de madre, a consolar a los niños y liberarlos del terror y
del sufrimiento en que una catequesis sacrificial y sádica los había condenado a
vivir, son los niños quienes lo consuelan y se autoinmolan para conseguir que
Él, a la vista del sufrimiento de ellos, víctimas inocentes, contenga su ira y
desista de llegar actuar contra las criaturas humanas y pecadoras. En otras
palabras: ellos se reducen para que Él crezca, en una liturgia típicamente
sacrificial, pero también verdaderamente repugnante, que, cuando sucede, es
siempre un insulto al Dios de Jesús y, simultáneamente, una de las causas
principales que explican el crecimiento del ateísmo en el mundo.
Urge evangelizar a Fátima
Puede, pues, decirse que el libro Las memorias de la Hermana Lucía -donde
ella escribe todo lo que recuerda de sus tiempos infantiles, en Fátima, escrito
por obediencia a algunos hombres de la Iglesia que, extrañamente, se atribuyen
una tal autoridad sobre ella, porque incluso le dieron órdenes terminantes-
contiene y vehicula una teología (reflexión sobre Dios) en las antípodas de la
teología cristiana.
Se trata de una teología sobre un Dios que sigue siendo el Dios de mucha
gente, pero que tiene que ver más bien con un ídolo devorador de pobres,
bastante peor que algunas de sus criaturas, un Dios a imagen y semejanza de los
verdugos que sólo calma su ira castigadora y destructiva con sangre, mucha
sangre, de víctimas inocentes, un Dios justiciero, verdugo, sanguinario, un Dios
contra el hombre y la mujer y sin entrañas de misericordia, tirano y déspota, un
Dios intrínsecamente perverso, a quien es preciso apaciguar y cuyo brazo
justiciero está presto a caer sobre la humanidad, cosa que no sucede aún porque,
felizmente, tenemos junto a Él a una criatura, la más santa de todas y, por lo
que parece, más misericordiosa que Él, la Señora del Rosario que ha conseguido
calmarlo.
Pero ella misma está a punto de no poder soportar más la ira y el odio de Él
contra la humanidad y, por eso, decidió bajar del cielo a la tierra, más
concretamente a Portugal, donde algunos años antes, por coincidencia, se
instauró una República masónica y atea, para pedir a tres niños inocentes que la
ayuden en esta ingente tarea.
“¿Queréis (les dijo, en su primera aparición) ofreceros a Dios, para soportar
todos los sufrimientos que Él quiera enviaros, en acto de reparación por los
pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?”
Los niños, educados en una catequesis sacrificial y terrorista, dijeron que sí.
Y, como ellos, mucha gente aún hoy le sigue diciendo lo mismo a ese Dios. Sólo
quien no quiera ver puede ignorar que, en Fátima, el Dios más buscado por las
personas que sufren dolencias y aflicciones de todo tipo, es un Dios así. Un
Dios que nos espanta, que inspira miedo, que nos castiga, nos da y quita la
vida, según el humor del momento. Un Dios que exige sacrificios humanos, que se
complace en ver autoflagelarse a los pobres, en una inmolación que puede llegar
hasta el límite de las fuerzas y de la vida. Un Dios en rebeldía hacia el
Evangelio, con más de demonio que de Dios, quien desde los albores de la
humanidad ha vivido en nuestro inconsciente colectivo, en donde,
manifiestamente, aún no ha llegado la buena nueva liberadora de todo miedo, que
es el Evangelio de Jesús.
La Iglesia Católica, que desde el principio ha administrado a Fátima, no ha
sido capaz aún de evangelizarla. ¡Y vaya que es necesario! Por el contrario, se
ha mostrado más interesada en aprovecharse sacrílegamente del fenómeno. Tal vez
porque él, como dice la publicidad de la lotería, es fácil, barato y da
millones. Y garantiza elevadas estadísticas, a la hora de contabilizar a los
católicos portugueses, lo que da mucho más poder reivindicativo a la respectiva
jerarquía, frente al poder establecido.
Ha llegado la hora de cambiar. Desde la raíz. ¿Es arriesgado? Sin duda. Pero
también es imperioso y urgente. Está en juego el Nombre de Dios, del Dios
revelado en Jesús de Nazaret. Está en juego la fe cristiana. Y, sobre todo, está
en juego la humanidad, particularmente, la mayoría empobrecida y oprimida,
también en nombre de un cierto Dios que, en Fátima, continúa dictando,
impunemente, su ley sacrificial.
Los teólogos cristianos tienen, pues, una palabra que decir. Con lucidez y
valor. Con discernimiento. En la lucha de los dioses en que vive la humanidad,
la palabra de los teólogos es insustituible. Puede ser, para algunos, martirial,
como ha sido para otros compañeros nuestros en América Latina. Pero no pueden
dejar de hablar los teólogos. Tampoco las comunidades cristianas donde ellos se
encuentran. Pactar, aunque sea con el silencio, es un pecado contra los pobres y
contra el Espíritu Santo.
Y es que Dios, el Dios de Jesús, en vez de crear infiernos para los pecadores
(¿y quién no lo es?), los acoge y come con ellos. Por pura gracia. En vez de
hacer víctimas, las baja de la cruz. Y está empeñado, como creador que es, en
hacer de esta tierra, aún con mucho de infierno, una nueva tierra, donde Él viva
con nosotros y entre nosotros, para siempre, como Emmanuel. Y María, la madre de
Jesús, lejos de andar por ahí pidiendo sacrificios y el rezo de muchos rosarios
por la conversión de los pecadores, es la mayor poeta de este Dios totalmente
ocupado en la liberación y salvación de la humanidad y empeñado en llevar a su
término la creación del mundo, iniciada hace muchos millones de años. Una
creación demorada, porque Él no la quiere hacer sin nosotros, sino junto con
nosotros. Y también porque respeta infinitamente nuestra libertad sin jamás
perder la paciencia, a pesar de los innumerables disparates que cometemos contra
nosotros mismos, contra los demás y contra la Naturaleza que nos sirve de cuna.
Y es así porque nos ama infinitamente. Pues ni siquiera puede hacer otra cosa.
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