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Sobre la crisis actual del sacerdocio en la Iglesia Católica. Por Herbert
Haag*
Es bien conocida la actual crisis del sacerdocio en la Iglesia católica.
Cuantos esfuerzos se han hecho hasta ahora en círculos oficiales para intentar
superarla han resultado ineficaces. Los problemas relativos a la escasez de
sacerdotes, las comunidades sin eucaristía, el celibato, la ordenación de
mujeres, etc., determinan en gran medida, aunque no exclusivamente, la grave
situación a la que nos referimos.
Cada vez con mayor frecuencia vemos asumir el papel de guías o líderes
parroquiales a seglares que, por no estar "ordenados", no pueden celebrar la
eucaristía con sus feligreses, como sería su obligación. Esto no planteaba
problema alguno en la Iglesia primitiva, donde la celebración de la Eucaristía
dependía sólo de la comunidad. Los encargados de presidir la eucaristía, de
acuerdo con la comunidad, no eran "sacerdotes ordenados", sino feligreses
absolutamente normales. En la actualidad los llamaríamos seglares, es decir,
hombres e incluso mujeres, por lo común casados, aunque también los había
solteros. Lo importante era su nombramiento por la comunidad. ¿Por qué lo que
antaño fue posible no habría de serlo también hoy?
Si Jesús, como se afirma, fundó el sacerdocio de la Nueva Alianza, ¿por qué no
hay de ello la menor mención durante los primeros cuatro cientos años de vida de
la Iglesia? Se dice también que Jesús fundó los siete sacramentos administrados
en la Iglesia católica. En más de un caso es difícil probarlo, pero en lo que
atañe al sacramento del orden resulta totalmente imposible. Más bien mostró
Jesús, con palabras y hechos, que no quería sacerdotes. Ni él mismo era
sacerdote ni lo fue ninguno de los "Doce", como tampoco Pablo.
De igual manera es imposible atribuir a Jesús la creación del orden episcopal.
Nada permite sostener que los Apóstoles, para garantizar la permanencia de su
función, constituyeron a sus sucesores en obispos. El oficio de obispo es, como
todos los demás oficios en la Iglesia, creación
de esta última, con el desarrollo histórico que conocemos. Y así la Iglesia ha
podido en todo tiempo y sigue pudiendo disponer libremente de ambas funciones,
episcopal y sacerdotal, manteniéndolas, modificándolas o suprimiéndolas.
La crisis de la Iglesia perdurará mientras ésta no decida darse una nueva
constitución que acabe de una vez para siempre con los dos estamentos actuales:
sacerdotes y seglares, ordenados y no ordenados. Habrá de limitarse a un único
"oficio", el de guiar a la comunidad y celebrar con ella la eucaristía, función
que podrán desempeñar hombre o mujeres, casados o solteros. Quedarían así
resueltos de un plumazo el problema de la ordenación de las mujeres y la
cuestión del celibato.
A la pretensión de acabar con las "dos clases" existentes en la Iglesia suele
objetarse, sobre todo, que siempre se han dado evoluciones estructurales
fundantes -aunque indirectamente- en el Nuevo Testamento. El ejemplo aducido más
a menudo es el del bautismo de los niños, que naparece expresamente en el Nuevo
Testamento, pero que tampoco lo contradice. Ahora bien, esa referencia a las
"evoluciones estructurales" sólo puede tenerse por válida mientras tales
evoluciones sean conformes a los enunciados básicos del Evangelio. Si se ponen a
éste en puntos esenciales, han de
considerarse ilegítimas, insostenibles y nocivas.
Esto se aplica sin duda alguna a la Iglesia "sacerdotal" o clerical.
Interrogando a los testigos de los tiempos bíblicos y del cristianismo
primitivo, llegamos a la conclusión clara y convincente de que episcopado y
sacerdocio se desarrollaron en la Iglesia al margen de la Escritura y fueron más
adelante justificados como parte del dogma. Todo parece hoy indicar que ha
llegado la hora, para la Iglesia, de regresar a su ser propio y original.
FORMACION PROGRESIVA DE LA JERARQUÍA (págs. 98-156)
1. Comunidad y oficios en las cartas del Nuevo Testamento
El modo concreto en que la Iglesia evolucionó hacia el establecimiento de una
jerarquía ha sido ya ampliamente explicado por especialistas más competentes que
el autor de este libro. El concepto de «autoridad» era ajeno a las primitivas
comunidades cristianas. Cierto que Pablo no vacilaba en zanjar con una palabra
«autoritaria» algunas discusiones sobre aspectos secundarios (1Cor 11,16)
Tampoco le repugnaba proponerse él mismo como ejemplo digno de imitación (1Cor
4, 16; cf. 11,1; Flp 4,9) a los ojos de sus «queridos hijos», a quienes «había
engendrado por el Evangelio» (1Cor 4,14 s.; cf. Film 10), e incluso, en el peor
de los casos, amenazarlos con «el palo» (1Cor 4,21). Sin embargo, por cuanto
cada comunidad encarnaba como tal la relación con Cristo, para Pablo toda la
comunidad cristiana, es decir, todo el Cuerpo de Cristo, estaba obligada a un
obrar común, y no a una obediencia pasiva. Así lo comprobamos con motivo de la
«cena del Señor» (1Cor 11,17-34), y de la disciplina que debía reinar en la
comunidad (1Cor 5,1-13). Por eso a Pablo le parecía también evidente que, junto
con los apóstoles (¡no a las órdenes de ellos!), actuaran como guías
comunitarios los profetas y doctores (1Cor 12,28; cf. Efe 4,11), quienes a veces
llegaron a desempeñar un papel decisivo en ciertas comunidades, por ejemplo en
la de Antioquía (Act 13,1) y, como ya hemos visto (cf. supra, p. 73), en la
comunidad destinataria de la Didakhé, donde a obispos y diáconos les costaba
trabajo imponerse frente a los profetas y doctores. En las comunidades paulinas,
también otros miembros ponían al servicio de los demás los dones que habían
recibido del Espíritu, como curar, profetizar, consolar y ayudar de diversas
maneras (Rom 12; 1Cor 12). Todos los bautizados «deben estar bien persuadidos de
que cada miembro del Cuerpo
De Cristo tiene una especial dignidad y comparte la responsabilidad común de
construir una comunidad fraterna bajo la guía del Espíritu Santo; quedan
excluidos, pues, cualesquiera privilegios y discriminaciones, ya que los
distintos carismas y "oficios" no entrañan en la comunidad ningún tipo de
dominio, siendo en definitiva cosa de todos y controlada por todos, y
entendiéndose además como "servicio" (diakonía) prestado al Señor y a los
hermanos». En la carta a los Efesios, de fines del siglo I, topamos con una
enumeración algo curiosa de los «dones» de Cristo: apóstoles, profetas,
evangelistas, pastores y maestros (Ef 4,11). La mirada se dirige tanto al pasado
como al presente. La mención de los «pastores» indica que «a los dirigentes de
la comunidad se les atribuía ya un papel de creciente importancia».
Cuanto con mayor claridad iba perfilándose el final de la era apostólica, tanto
más parecía imponerse, casi por fuerza, una permanente estructura jerárquica. De
ésta creemos percibir ya ciertos signos cuando en una de las últimas cartas de
Pablo, la dirigida a los Filipenses, el Apóstol habla de «obispos» (epíscopoi =
guardianes, inspectores) y «diáconos» (= servidores), aun si los cita después de
los «santos», o sea de los fieles. En modo alguno, sin embargo, se trata aquí de
oficios con carácter sagrado y menos de una jerarquía o de un orden sacerdotal.
Tal era también el caso de los «ancianos» (o «presbíteros») que en las
comunidades judeocristianas dirigían la Iglesia local (en Jerusalén: Act 11,30;
15,2.4.6; en Éfeso: Act 20,17). Aquellos «ancianos», que también lo eran por su
edad &endash;al menos en los comienzos &endash;mantenían idealmente en las
comunidades paulinas y joánicas la continuidad de la Iglesia postapostólica con
la generación de los fundadores. Ambas «instituciones» tenían un punto en común:
la condición de dirigente entrañaba el ejercicio de ciertas funciones
importantes para la comunidad, .
Desde luego, era inevitable que las dos «instituciones» (obispos/diáconos y
presbíteros) se entremezclaran en la práctica, hasta el punto de que se hablara
de «ancianos» o de «obispos» dando a esas palabras el mismo sentido (Tit 1,5-7).
«De ahí podemos inferir que el autor de la carta equipara voluntariamente a los
ancianos, cuya presencia al menos parcial presupone en las comunidades
destinatarias, con los "obispos", para luego interpretar ambas funciones de la
misma manera. No se trata sólo de sustituir un concepto por otro. La institución
de los ancianos, según los modelos judaicos, se basaba en el natural respeto
debido a una persona por su avanzada edad, su experiencia y su posición social.
El oficio de "anciano" era, pues, un cargo honorífico con rasgos netamente
significativos. A ese grupo pertenecían los miembros de la comunidad que gozaban
de consideración pública. Esto, sin embargo, se oponía al aprecio de la persona
en razón de un carisma, ya que en las comunidades paulinas surgieron algunos
servicios concretos por el hecho de reconocerse y utilizarse en beneficio de la
Iglesia determinados carismas, talentos y dones particulares (1Cor 12,28-31).
Precisamente en ese principio descansaba la función de "obispo", que se definía
por un cometido específico para el cual eran necesarias ciertas aptitudes y
cualidades. Las cartas pastorales reflejan bien la tendencia paulina a favorecer
este aspecto. En concreto parecen representarse el paso del orden de los
"ancianos" al de los "obispos" de tal manera que, en cada caso, del grupo de los
ancianos sale uno especialmente encargado de la predicación y de dirigir la
comunidad, es decir, alguien apto para la función de "obispo" (1Tim 5,17). El
presupuesto
tácito es que cada comunidad debe tener un solo obispo como jefe responsable de
la misma. Esto se desprende de la noción de la comunidad como una gran familia
con un solo padre o responsable a la cabeza. Da así comienzo una evolución que
necesariamente habrá de desembocar en el monoepiscopado.»
En tal sentido se expresa también Pablo en Mileto, al despedirse de los
presbíteros de Éfeso: (Act 20,28).
La institución de los ancianos implicaba, por otra parte, que el «episcopado»
era cosa de varones, mientras que al diaconado se admitían igualmente mujeres
(1Tim 3,11), esclavas inclusive; en cuanto a la «diaconisa» Febe, en cuya casa
se reunía sin duda la comunidad de Céncreas (Rom 16,1 s.), es probable que
también presidiera allí la eucaristía. Lo mismo puede decirse de Prisca y
Aquilas con «la comunidad que se reúne en su casa» (Rom 16,3-5), de Junia (Rom
16,7) y de Ninfa «con la comunidad de su casa» (Col 4,15). Llama la atención, en
cambio, que en las cartas pastorales (1 y 2Tim; Tit) no se atribuya ninguna
función cultual al obispo y a los presbíteros &endash;entre aquél y éstos no
había ninguna diferencia de «grado»- cuya responsabilidad, . Otro tanto sucede
con la carta de Santiago (finales del siglo 1), en la que los presbíteros se
mencionan &endash;casi podríamos decirlo&endash; como una extensión incidental
de la comunidad, justo aptos para visitar a los enfermos y orar sobre ellos
(Sant 5,14). Quienes parecen llevar la voz cantante son más bien los «doctores»
(o «maestros»).
Si por una parte nadie pone en duda que el «Pastor de Hermas» desconocía el
episcopado monárquico, por otra difieren las opiniones sobre el modo de
interpretar, en las cartas pastorales, el papel del obispo único como jefe de la
comunidad, y tampoco se sabe con certeza si Policarpo era o no obispo monárquico
de Esmirna.
Aún más importante que la cuestión de los cargos eclesiásticos es para nuestro
tema esta otra: en las cartas pastorales se echa ya de ver cierto
distanciamiento entre los dirigentes comunitarios y la comunidad misma. , una
comunidad que ha dejado también de participar en la elección e investidura de
sus jefes.
2. Ignacio de Antioquía
Las cartas del obispo y mártir Ignacio de Antioquía, que la investigación
moderna sitúa entre los años 160 y 170, reflejan un cambio decisivo en esa
evolución. Por vez primera encontramos en ellas el episcopado monárquico y la
jerarquía . Esto parece ser ya entonces el orden vigente en la Iglesia. Ignacio,
como obispo de Antioquía, no es caso único; según él, hay otros obispos ya
«establecidos hasta en los confines [de la tierra]» (ad kph. 3, 2). «No hagáis
nada sin el obispo)), sigue diciendo. El obispo representa a Cristo. Por eso los
fieles han de estarle sometidos, como lo están a Cristo (Trall. 2, 1). (Esm. 9,
1). La queja de Ignacio es ésta: (Magn. 4).
El obispo, uno solo, dirige la comunidad junto con los presbíteros y diáconos.
Honrarlos y someterse a ellos es igualmente un deber para los fieles. (Magn. 7,
1). El que obra sin contar con el obispo, los presbíteros y los diáconos, se
encuentra «fuera del santuario» (Trall. 7,2).
En esa triple gradación &endash;obispo, presbíteros y diáconos&endash; se
percibe ya netamente el papel del clero y la jerarquía frente al resto de la
comunidad. El círculo no tardará en cerrarse: la eucaristía determinará en gran
medida el puesto singular del obispo. Obispo y eucaristía se funden en un todo.
El obispo es garante de la unidad simbolizada y realizada por la eucaristía: (Philad.
4). Cierto que, al dar por legítima una sola celebración eucarística presidida
por el obispo o un representante suyo (Esm. 8, 1), únicamente se afirma la
autoridad del obispo, sin que esto implique una consagración u «ordenación»
sacramental. La jerarquía de obispo, presbíteros y diáconos se opone, sí, a los
fieles, pero todavía no como dos «clases» separadas: laicado y clero. Los
dirigentes eclesiásticos no son «clérigos».
Este cambio de que estamos hablando se produjo a principios del siglo III, como
quien dice «de la noche a la mañana». (Tales cambios «repentinos» han sido
frecuentes en la historia, simplemente porque los tiempos estaban ya maduros
para ello.) También es verdad que no descubrimos nada de esto en los escritos de
Ireneo de Lyón (ca. 200). Como lo subraya von Campenhausen, Ireneo no alude a .
Con todo, no se detendría ya el proceso hacia una Iglesia en dos estamentos,
ordo y plebs, clero y laicado. Así lo atestiguan Tertuliano en la Iglesia de
Cartago, Hipólito en la de Roma, Clemente y Orígenes en la de Alejandría.
3. La Iglesia se vuelve clerical
En el transcurso del siglo III se consuma definitivamente la división entre
clero y seglares. La Iglesia se vuelve clerical en el pleno sentido de la
palabra. Por una parte existe el «presbiterado», presidido por el obispo (que
puede o ser un presbítero como los demás o estar por encima de ellos),
y por otra los fieles.79
Ya en el primer cuarto de siglo, san Hipólito, en su Tradición apostólica (no
hace aquí al caso que Hipólito sea o no el autor original de esta obra), nos
presenta la siguiente organización de la Iglesia: el obispo es sumo sacerdote,
pastor, maestro y responsable de las decisiones en la comunidad. Le rodean y
secundan los presbíteros. Éstos y los diáconos constituyen el clero (lat. ordo,
clerus; gr. proedría). Lo que separa a todo este clero de los seglares es la
celebración de la liturgia. Hay también otras categorías, pero sólo las
determina su respectiva función.
El clero, en cambio, es ordenado mediante la imposición de manos en razón del
papel que desempeña en la liturgia, la cual exigía una ordenación. Ésta no puede
todavía compararse con la ordenación sacerdotal que hoy conocemos y que sólo
aparecería en el siglo V. Tratábase no de una ordenación ad personam, o sea
vinculada personalmente al que la recibía, sino ad officium, es decir, de la
habilitación para ejercer un cargo u oficio específico, y duraba lo que duraba
éste. La ordenación, pues, estaba estrictamente condicionada por el «cargo» y
ligada a él. No era un sacramento, sino la encomienda de un oficio.
4 Sacrificio, luego sacerdote
No es fruto del azar que el sacerdocio surgiera como institución desde
principios del siglo III: . En efecto, la noción de la eucaristía como
sacrificio estaba ya en aquel entonces firmemente arraigada, para lo cual habían
bastado unos cien años. En la Iglesia primitiva, comenzando por los relatos
neotestamentarios de la Ultima Cena, la celebración del ágape «con el Señor
resucitado» se interpretaba obligatoriamente como memoria, es decir, a la vez
recuerdo y actualización de su Pasión. A partir del siglo II, topamos ya cada
vez más a menudo con la idea de que la comunidad ofrece su Señor al Padre como
víctima. Cristo queda así transformado en el «sacrificio» de la Iglesia. Al
desarrollo de este concepto contribuyó no poco, como antes veíamos (cf. supra,
p. 96), la acusación de ateísmo de que fueron objeto los cristianos por parte
del Estado romano.
Ya en la primera carta de san Clemente, se dice de los presbíteros obligados a
renunciar a su ministerio (leiturgía), que habían (44, 3) y (dora, 44, 4). Se
admite sin discusión que leiturgía no tiene aquí un significado cultual y que
sólo se refiere al ejercicio de una función. Lo contrario sucede con la palabra
«ofrendas», en la que algunos ven también o principalmente una alusión a la
eucaristía.
San Justino, como hemos visto (cf. supra, p. 73), hace a su vez ciertas
declaraciones que casi es forzoso interpretar en el sentido de la ulterior
doctrina católica. San Ignacio de Antioquía no dice explícitamente que la
eucaristía tenga carácter de sacrificio, «pero lo da bien a entender». Él mismo
quisiera ser inmolado a Dios, si hubiese todavía un «altar» (thusiasterion), con
lo cual presupone que la comunidad se reúne en torno a un sacrificio. En cuanto
a san Clemente de Alejandría, en ninguna parte trata temáticamente de los
sacramentos, incluida la eucaristía, pero de sus comentarios ocasionales se
desprende que consideraba la eucaristía a un tiempo como oración, comida y
sacrificio. «Queda [...] por señalar que también Clemente relaciona con la
eucaristía la idea de sacrificio.»
La misma doctrina nos transmiten, por último, Tertuliano y san Cipriano, ambos
de Cartago. Es curioso que Tertuliano escribiera todo un tratado sobre el
bautismo y otro sobre la penitencia, pero ninguno acerca de la eucaristía. Sin
embargo, a él debemos el vocabulario eucarístico más rico de la literatura
cristiana, por ejemplo la expresión dominica sollemnia y en especial el nombre,
ya clásico en la Iglesia, de «sacramento de la eucaristía» (eucharistiae
sacramentum). La presencia real de Cristo y el sacrificio son para Tertuliano
los rasgos esenciales de la eucaristía. Notemos también que, según este autor,
los que presiden la eucaristía son «ancianos estimados» (probati seniores).
San Cipriano, obispo de Cartago, nos ocupará un poco más en las páginas que
siguen. En lo que atañe a la eucaristía, tiene fama de ser quien subrayó con
mayor fuerza su carácter de sacrificio. Mas aquí se impone cierta cautela. Como
lo muestra sobre todo su LXIII carta, escrita en el año 253, la eucaristía es
para él sacrificium, passio y oblatio («sacrificio», «pasión», «ofrenda»), pero
siempre en el antiguo sentido de memoria o commemoratio («recuerdo»,
«conmemoración»). Es también dominicae passionis et nostrae redemptionis
sacramentum (). La palabra sacramentum tiene aquí el significado de
actualización sacramental.
Eso no nos impide reconocer, claro está, que el concepto dominante en el siglo
III acerca de la eucaristía era no el de una actualización, sino el de una
ofrenda del sacrificio de Jesús. Y, conforme a la mentalidad de la época, donde
hay sacrificio hay sacerdote. «Primero surge la idea de una celebración
típicamente cristiana del culto y sacrificio, y luego, naturalmente, la de una
función y condición sacerdotal exigida por ese ministerio [...]. Así, la noción
del sacerdocio se sigue, como hemos dicho, de la del sacrificio cultual.» En
aquellos tiempos, sin embargo, el sacerdocio continuaba teniéndose únicamente
por un «oficio» o cargo.
5. Gran viraje con Cipriano
Tampoco para san Cipriano es un sacramento la ordenación sacerdotal. No
obstante, tanto él como toda su época &endash;mediados del siglo III&endash;
representan un importante viraje en lo relativo a las estructuras del clero. El
cambio se da en tres niveles.
1. Al principio se integran en la jerarquía, junto con los obispos y
presbíteros, oficios exteriores al clero propiamente dicho, como el de los
«doctores» o «maestros». Éstos quedan así sometidos a la vigilancia y control
del obispo,
2. En adelante es posible el «ascenso» jerárquico, pasando de un oficio inferior
que antes era permanente, por ejemplo el de lector, a otro superior como el de
presbítero y hasta el de obispo. La asignación provisional de un rango inferior
podía obedecer a distintos motivos: edad insuficiente, tiempo de prueba,
compensación económica, etcétera. El presbítero estaba en otra «categoría
salarial» .
3. Esto nos lleva al tercer punto. El cargo eclesiástico se convierte en una
verdadera profesión que permite ganarse el pan, dejando ya de ser, como en
épocas anteriores, un oficio «paralelo», añadido a otro profano. De esta suerte
la Iglesia evolucionaba hacia una organización seudoestatal
No es pues de extrañar que Cipriano nos presente un panorama totalmente cambiado
del clero y su relación con los laicos. En el clero queda firmemente implantado
el orden jerárquico . De cara a la «tradición apostólica», hay que señalar dos
transformaciones de graves consecuencias:
a) En primer lugar, la posición del obispo es revalorizada al máximo. Con la
palabra sacerdos, Cipriano designa siempre al obispo, es decir, al «sacerdote
por excelencia», que ocupa el lugar de Cristo (sacerdos vice Christi). Como tal,
es responsable de sus actos sólo ante Dios. Los obispos son los sucesores de los
Apóstoles, primeros «obispos». Cipriano independiza también el estado de los
presbíteros. Éstos presiden ya la eucaristía con pleno derecho, personificando
así el sacerdocio levítico del Templo. El obispo transmite a los presbíteros sus
rerrogativas (gracia de la elección, posesión del Espíritu, perdón de los
pecados, eucaristía) y distribuye los «lotes» (kleroi) de la herencia, cuyos
beneficiarios reciben por ello el nombre de «clérigos» (clerici) y,
colectivamente, el de «clero» (clerus). Del clero forman parte no sólo los
ministros de rango superior (obispo, presbíteros, diáconos), sino también los de
grados inferiores (acólitos, lectores). Esta pertenencia no está ya determinada
por la liturgia; clérigo es sin más el titular de un oficio eclesiástico.
b) Con ello se ahonda todavía más el foso existente entre clero y pueblo.
El binomio clerus-plebs es frecuente en los escritos de Cipriano. Hay una neta
división entre clérigos y laicos. Cuando el obispo &endash;o el presbítero que
lo representa&endash; hace su entrada en la iglesia, el pueblo ha de ponerse en
pie. De un «pueblo sacerdotal» se ha dado por fin el paso hacia un «pueblo de
los sacerdotes».
En consecuencia, los seglares se verían condenados a una pasividad cada vez
mayor. De esto nos brindan una buena ilustración las Seudoclementinas, novela
del cristianismo primitivo &endash;la primera «novela» cristiana, podemos decir&endash;
que data de la primera mitad del siglo lII. En ella Pedro da a Clemente, su
sucesor (!), instrucciones sobre el modo de ejercer su función y sobre las
respectivas obligaciones de presbíteros, diáconos, catequistas y fieles. la
Iglesia se compara a un navío cuyo timonel es Cristo. El obispo es el segundo
timonel, los presbíteros constituyen la tripulación propiamente dicha, los
diáconos son los remeros, y los catequistas los comisarios de a bordo. La
«multitud de los hermanos», o sea los fieles, son los pasajeros. Éstos no
conducen la nave, sino que son conducidos en ella; venga lo que viniere, el
éxito de su viaje depende enteramente de lo que la tripulación pueda o no pueda
hacer. He ahí el cuadro de la Iglesia clerical que había de perdurar a través de
los siglos hasta los tiempos actuales.
Para completarlo, sólo faltaba el siguiente aviso: "Los viajeros deben
mantenerse tranquilos y bien sentados en su spuestos, ya que un comportamiento
desordenado pordía desequilibrar peligrosamente la nave y hacerla escorar".
6. Carácter indeleble del sacerdocio
Con san Agustín (354-430) se da un nuevo paso en el modo de entender el
sacerdocio, que adquiere una connotación personal. En efecto, Agustín . Aun si
el sacerdote deja de serlo en cuanto a su función, subsiste el carácter impreso
en él por el sacramento del orden. acaso alguien, por faltas cometidas, es
depuesto de su oficio, conserva a pesar de todo el Sacramento del Señor, que
recibió de una vez para siempre. Por eso la ordenación, según san Agustín, no
puede repetirse. Le ha sido conferida indeleblemente al sacerdote y pertenece ya
a su «carácter». Es como la marca (character) que se imprime en la carne de
esclavos, soldados y animales para denotar una inalienable relación de propiedad
(esclavo - amo, soldado - emperador, ganado - pastor). ."'
Antes del siglo V, pues, no es posible hablar de un sacerdocio tal y como hoy se
concibe. «De todas maneras, en los escritos de los anteriores Padres de la
Iglesia no aparece el menor rastro de un "carácter indeleble" ni de un
"sacramento" del orden, y quien crea haberlo encontrado es víctima de un
malentendido [...] El cambio decisivo hacia esa noción absolutamente nueva del
sacerdocio se produjo entre fines del siglo IV y principios del V».
Queda así demostrado que todos los cargos u «oficios» eclesiásticos son hechura
de la Iglesia. Ninguno de ellos se remonta a Jesús, ni siquiera el de obispo y
menos todavía el de sacerdote. La Iglesia, por tanto, sigue siendo también hoy
libre de disponer de esos oficios a su guisa. La máxima
diversidad se encuentra en la celebración de la eucaristía. Según las épocas y
lugares, estuvo a cargo de la comunidad en bloque, de padres de familia, amas de
casa, profetas, maestros, ancianos, obispos (en el sentido antiguo de la
palabra), presbíteros y, a partir del siglo V, sacerdotes sacramentalmente
ordenados. Durante casi cuatrocientos años no se requirió una «ordenación
sacerdotal» para celebrar la eucaristía. ¿Por qué ha de ser hoy indispensable?
CONCLUSION
Resumiendo lo dicho en los capítulos que preceden, podemos retener lo siguiente:
1. En la Iglesia católica hay dos estamentos, clero y laicado, con distintos
privilegios, derechos y deberes. Esta estructura eclesial no corresponde a lo
que Jesús hizo y enseñó. Sus efectos, por tanto, no han sido beneficiosos para
la Iglesia en el transcurso de la historia.
2. El concilio Vaticano II intentó, sí, salvar el foso existente entre clérigos
y laicos, mas no logró suprimirlo. También en los documentos conciliares, los
seglares aparecen como asistentes de la jerarquía, sin ninguna posibilidad de
reivindicar sus derechos con eficacia.
3. Jesús rechazó el sacerdocio judío y los sacrificios cruentos de su época.
Rompió las relaciones con el Templo y su culto. celebrado por sacerdotes.
Anunció la ruina del Templo de Jerusalén y dio a entender que en su lugar no
imaginaba ningún otro templo. Por eso fueron los sacerdotes judíos quienes le
llevaron a la cruz.
4. Ni una sola palabra de Jesús permite deducir que deseara ver entre sus
seguidores un nuevo sacerdocio y un nuevo culto con carácter de sacrificio. Él
mismo no era sacerdote, como no lo fue ninguno de los doce apóstoles, ni Pablo.
Tampoco en los restantes escritos neotestamentarios se percibe huella alguna de
un nuevo sacerdocio.
5. Jesús no quiso que hubiera entre sus discípulos distintas clases o estados.
«Todos sois hermanos», declara (Mt 23,8). Por ello los primeros cristianos se
daban unos a otros el nombre de «hermanos» y «hermanas», teniéndose por tales.
6. En contradicción con esa consigna de Jesús, se constituyó a partir del siglo
III una «jerarquía» o «autoridad sagrada», de resultas de la cual los fieles
quedaron divididos en dos estamentos: clero y laicado, «ordenados» y «pueblo».
La jerarquía reivindicó para sí la dirección de las comunidades y, sobre todo,
la liturgia. Acrecentó más y más sus poderes hasta que el papel de los seglares
quedó reducido al de meros servidores obligados a obedecer.
7. La extensión de la Iglesia por el mundo exigió cargos oficiales que, como
demuestra la historia, tomaron formas muy diversas. Todos esos oficios, incluido
el de obispo, son creaciones de la Iglesia misma. En su mano está, pues,
conservarlos, modificarlos o suprimirlos, según lo requieran las circunstancias.
8. A partir del siglo V se hizo necesaria, para celebrar la eucaristía, la
intervención de un sacerdote sacramentalmente ordenado. Desde entonces se abrió
también camino la idea de que la ordenación sacerdotal imprime un «carácter»
indeleble en quien la recibe. Esta doctrina, reelaborada por la teología
medieval, sería elevada al rango de dogma de fe por el concilio de Trento, en el
siglo XVI.
9. Durante cuatrocientos años, los «seglares» -según el término hoy utilizado-
estuvieron presidiendo la eucaristía. Esto prueba que para ello no es necesario
el concurso de un sacerdote que haya recibido el sacramento del orden, idea
imposible de fundamentar tanto bíblica como dogmáticamente.
10. El requisito previo para presidir la eucaristía debe ser, pues, no una
consagración u ordenación sacramental, sino un encargo. Este cometido puede
confiarse a un hombre o a una mujer, casados o célibes. Ambos por igual tienen
derecho a postular cualquier oficio eclesiástico, lo que incluye automáticamente
la facultad para celebrar la eucaristía.
(Fuente: ReLat - www.uca.edu.ni/koinonia/relat/)
Herbert HAAG (1915-2001) Biblista suizo especializado en Antiguo Testamento.
Consultor durante el concilio Vaticano II.
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