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A los huérfanos de la Iglesia. Por Leonardo Boff
El largo pontificado de Juan Pablo II y los 23 años del entonces cardenal Joseph Ratzinger, al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, han impuesto en la Iglesia un curso claramente restaurador. Se han desarrollado estrategias de contención de la Reforma Católica con medidas duras y algunas de ellas hasta altamente represivas, como fue el desmantelamiento de la Iglesia de la liberación en Recife, por un despiadado canonista que vino a sustituir al mayor Profeta del Tercer Mundo, Dom Hélder Câmara. De éste y de otros muchos procesos han surgido heridas, decepciones, amarguras, críticas e incontables exilios interiores de cristianos, que se han replegado a su fe personal, cuando no han abandonado, con tristeza, la Iglesia. El sentido de fraternidad dentro de la Iglesia se ha roto, y se ha creado un ambiente de desconfianza generalizado. Lo más lastimoso ha sido el escándalo y el sufrimiento de los pobres, que no podían entender que el Papa y muchos obispos trabajasen del mismo lado que sus opresores y asistiesen impasibles a la difamación y persecución de aquellos que los animaban a vivir el evangelio de forma liberadora, comprometidos en los cambios sociales en favor de la dignidad y la justicia, sin dejar de rezar, bautizar, celebrar misa, dar catequesis, bendecir matrimonios y enterrar a sus muertos. ¿Algún marxista hace eso? La iglesia puede enemistarse con los poderosos, pero no puede escandalizar y hacer sufrir a los pobres, porque entonces estará traicionando directamente la herencia de Jesús. Y quien haga eso -poco importa su pretendida aura de santidad– tendrá que rendir cuentas ante el juicio de Dios. Pero, no obstante el sufrimiento y la tristeza, la gran mayoría ha permanecido en la Iglesia. Sin embargo, no la vivían ya como hogar espiritual. La Iglesia se vive como un hogar espiritual cuando el cristiano goza al frecuentar la comunidad, vive una experiencia de encuentro con Dios (espiritualidad), siente los llamados del evangelio en favor de los más necesitados, se da cuenta de que los líderes de la comunidad le aman más que controlarlo, incitan al valor y combaten el miedo, y cuando ve que en Roma gobierna un Papa que lo llena de orgullo por lo que enseña y declara a los ojos del mundo entero. Por razones conocidas, todo esto se deterioró. ¿Cómo consolar a los huérfanos de la Iglesia y pedir que regresen a su seno? Creo que la primera tarea del actual Papa es realizar este gesto de magnanimidad. Y yo, por mi parte, diría: lo primero que hay que hacer es «relativizar» las cosas –por más que Benedicto XVI tenga horror a esa palabra–, comenzando por la Iglesia. Más importante que ella es la humanidad y el Reino de Dios. El Reino es la utopía de Jesús, utopía de un mundo que tiene un fin bueno, en el que se concretarán los ideales de todos los revolucionarios: la justicia y el derecho para todos, y la vida sin fin, el verdadero hogar y la patria de la identidad humana, con Dios. Dentro del Reino están, en primer lugar los pobres y sus aliados, todos los que son sensibles a los que padecen hambre, sed, están desnudos o encarcelados. Después viene la fe, la esperanza y el amor, virtudes que todo ser humano puede cultivar y que son lo que en verdad lo salva. Y sólo después viene la comunidad de los que creen en Jesús, eso que llamamos Iglesia. Ésta se institucionaliza, pero no consigue contener al Resucitado y al Espíritu, que ahora tienen dimensiones cósmicas y alcanzan a todos respetando sus propios caminos. Aquí no hay huérfanos. Todos somos de la Casa de Dios. Sabiendo esto, no tenemos por qué sentirnos tristes, exiliados ni huérfanos. |
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