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Lo que queremos, lo que tenemos y lo que nos debemos
“El país que queremos” o “El país que tenemos” son frases muy usadas en estos
tiempos de proximidad a la celebración del bicentenario. Ellas contienen un
sentido oculto que podríamos calificar como crítico, que supone que “el que
queremos” no tiene nada que ver con el presente o lo que es lo mismo, que “el
que tenemos” es horrible. Pero, en realidad, la clave más profunda del sentido
de estas frases está en el singular “el país”. Lo que queremos en efecto, no es
“un” país, sino que hay una gran diversidad de países que preferimos, si hacemos
referencia no a la tierra y a la geografía argentinas, sino a la clase de país
que queremos.
Un país encajado en el capitalismo más ortodoxo? O un país socialista?
Un país integrado al mundo como dependiente de uno de sus grandes bloques? O un
país que, desde sus propias posibilidades rompa todos los lazos de la
dependencia para reemplazarlos por los de la interrelación?
Un país unido comercial, política y culturalmente a los de América latina con
interrelaciones fortalecientes? O uno que tenga la vista y la admiración en el
gran país del Norte o en Europa?
-Un país en que las relaciones con la Iglesia no atemoricen a los representantes
del pueblo cuando quieran elaborar leyes beneficiosas para todos? O un país que
siga atado a las influencias corporativas eclesiásticas? -Un país en que las
riquezas queden concentradas en los niveles más altos, los monopolios
internacionales y nacionales y acuse exclusivamente al estado por la situación
de pobreza creciente? O uno en que la distribución de la riqueza se haga más
justa, exigiendo a quienes obtienen mayores y a veces exorbitantes ganancias una
mayor colaboración para la educación y las oportunidades laborales? -Un país en
que la influencia de los medios de información produzca un pensamiento común que
se conforme a los intereses de la empresas que los mantienen? O un país de gente
pensante por sí misma que con libertad y responsabilidad pueda pesar y criticar
la diversidad de informaciones y medios escritos, orales y visuales? -Un país
ordenado por la represión que conduce siempre el enriquecimiento y acaparamiento
por parte de las oligarquías? O un país en que un nivel fundamental de respeto a
la dignidad de la persona humana se pueda vivir en libertad? -Un país que
defienda sus bosques y sus glaciares, sus tierras y su petróleo, sus ríos y sus
acuíferos, con generosidad de compartir, pero no con la justificación del robo y
la limosna de las ventas? O un país que enajene sus tierras, las empobrezca con
cultivos transgénicos, permita su exploración, y enriquezca con el deterioro
ecológico, la ambición de los extraños?
Esta enumeración, que podría y quizás tendría que ser mucho más larga y
detallista, hace ver por lo menos dos clases de país que se anhelan entre
nosotros para el futuro. Uno que tiene como ideal la llamada “generación del
ochenta”, elitista, europeizante, capitalista, exclusionista, con la conquista
de un orden y progreso descalificantes de la mano de obra nativa desplazada por
la de la inmigración, la radicación de capitales extranjeros y la eliminación de
las comunidades originarias.
Otro que intentó plasmarse en los setenta, armando una resistencia
antioligárquica para remediar la injusticia social, y que llegó a la conclusión
de que frente a la opresión de mano blanca y frac, no era posible otro recurso
definitivo que el de la violencia armada, y fracasó Irremediablemente con la
imposición de la doctrina norteamericana de la seguridad nacional, que condujo
al terrorismo de estado en que sin ningún escrúpulo se eliminó a toda una
generación juvenil. Proceder fanático y cruento que no logró apagar los ideales
ni suprimir las semillas de justicia e inquietud sembradas en la historia
nacional.
Se trata de dos proyectos absolutamente distintos y contrapuestos. Uno querido y
propiciado por el sector más poderoso económica y socialmente. El otro ansiado y
apoyado por los más débiles y quienes son sensibles a la injusticia del sistema.
No es posible entonces hablar del país que queremos, ni tampoco del que tenemos,
porque juegan los mismos criterios de juicio. Sería más objetivo hablar del país
que nos debemos a nosotros y a las generaciones venideras.
Creo que es evidente que vivimos una época de transición. Dejarse enceguecer por
el encandilamiento de un cambio absoluto es una propuesta imposible. No aceptar
los gestos y medidas imperfectas y transitorias pero que debilitan al sistema,
es cerrarse a soluciones más perfectas. No mirar y valorar las experiencias
latinoamericanas que se van dando a nuestro alrededor es renunciar a todo cambio
positivo. Nos debemos un país que vaya creciendo en una línea de igualdad,
libertad, independencia y cuidado de sus riquezas naturales y humanas,
manteniendo la lucha y el esfuerzo para debilitar a este al sistema ya en
situación agónica con el estruendoso fracaso del capitalismo reinante, que hoy
señala a Grecia, e irá marcando con su lápiz de dólares y euros a muchos otros
países.
José G. Mariani (pbro)
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