La Cripta Virtual: Un espacio para hablar Sin Tapujos

"Donde la Iglesia no engendre una fe liberadora, sino que difunda opresión, sea esta moral, política o religiosa, habrá que oponerle resistencia por amor a Cristo".
Jürgen Moltmann

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Firme por un nuevo Concilio!

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La idea de un nuevo Concilio. Por Giancarlo Zizola*

I. De la crisis puede surgir algo nuevo.

En la historia de la Iglesia no es raro que las fases de emergencia espiritual se revelen como épocas de cambios espirituales que antes parecían Imposibles. Se trata de una paradójica aplicación del principio de redención aplicado al proceso histórico. Si en la crisis por la que pasa la Iglesia contemporánea vuelve a aflorar la propuesta de un nuevo Concilio Ecuménico, no hay duda de que, más allá de la figura canónica de una asamblea tan compleja (esencialmente jerárquica), se tiende a despertar en un conjunto eclesial demasiado esclerotizado un acontecimiento simbólico con el que catalizar las esperanzas de un «nuevo resurgimiento», aunque un enfoque realista haría temer más bien lo contrario. Es una actitud mental en la que se proyectan las reflexiones difusas sobre la gravedad de los procesos restauracionistas que se están produciendo en la Iglesia universal y el peligro de que podría estarse produciendo un verdadero cisma de hecho, como ha dicho con razón Han Küng en una entrevista a Le Monde.

El carácter utópico de propuestas de este tipo no es un argumento válido para no tomarlas en consideración. También el Concilio Vaticano II se estuvo gestando en la base, subterráneamente, — con numerosos fermentos, llamamientos, aspiraciones, exigencias y experiencias– durante muchos años antes de que Juan XXIII decidiese inesperadamente convocarlo hace medio siglo. No nos olvidemos que en la Iglesia antigua fue normal reaccionar ante los peligros, las crisis y los desafíos del tiempo con los Concilios, es decir, con el repensamiento colectivo de la fe, devolviendo la palabra a los Pastores reunidos. El Concilio de Constanza, con el decreto «Frequens» de 1417, ordenó una convocatoria del Concilio cada diez años. La iniciativa fue saboteada por Roma y cayó en desuso. En el punto en el que se encuentra la Iglesia, parece que no hay alternativa: o se mantiene una crisis autodestructiva, cuya evidencia es ya muy preocupante, o se toma una decisión de cambio.

Entre todas las malas secuelas que se han atribuido al hecho del Concilio Vaticano II, ciertamente la peor fue y continúa siendo la indolencia en la recepción de sus reformas, llegando incluso a vaciarlo de sentido desde dentro. Se quejaba de ello el mismo Juan Pablo II, que en su testamento encomendó inequívocamente al sucesor el legado de continuar el cumplimiento del Concilio, que él no había podido o querido terminar.

En efecto, la Iglesia siempre ha vivido a contrapelo las rupturas y continúa cultivando una memoria integradora. Pero la historia de la cultura es también una historia de rupturas, de cambios traumáticos en las mentalidades y en las estructuras institucionales. Con frecuencia, por amor de la memoria, de una cierta memoria, la Iglesia se ha defendido de los cambios que se impuso a sí misma, invocando una pseudo continuidad. Y prefirió encerrarse tras las barricadas, en una verdadera fortaleza fortificada, sumergida en la psicosis del estado de sitio. No obstante, la Tradición no existiría sin cambio, como un cuerpo no está vivo sin el flujo de sangre en sus venas.

A quien tenga miedo de la discontinuidad que aquel Concilio pudo provocar habría que recordarle en qué consistieron en rupturas positivas que le permitieron a la Iglesia una mejor inteligencia del “depósito de la fe” y una fidelidad más profunda al espíritu de su fundador para salvar la fe de muchos católicos. Sin estas rupturas la Iglesia se hubiera quedado en lo que pretendía Lefèbvre, un modelo de falsa conservación que habría preservado el Sílabo, el deicidio, el antimodernismo, el latín en la misa, el rechazo al diálogo ecuménico e interconfesional, las santas alianzas y el espíritu de cruzada; pero habría puesto en peligro la fe de un gran número de católicos.

Sólo gracias al Vaticano II la Iglesia pudo salir de lo que el historiador norteamericano John O’Malley definió como «un prolongado siglo XIX», hecho de luchas traumáticas contra la revolución francesa y contra las amenazas políticas e ideológicas del mundo que de ella se siguió. En su sabiduría, bajo el influjo del Espíritu, la Iglesia continuó adelante, siguiendo una tradición más profunda que las formas y normas establecidas con la restauración del siglo XIX, indebidamente absolutizadas.

No hay duda de que nueva cultura contemporánea constituye, junto a la crisis de la Iglesia, una circunstancia clásica que justificaría, por su excepcionalidad, el retorno al acontecimiento conciliar o, al menos, un «nuevo aliento» de resurgimiento en la comunidad cristiana para liberarse de todo lo que la hace de nuevo pesado y lento el caminar de la Iglesia.

Adelanto antes que nada unas precauciones del método. Una «exageración» utópica como ésta es peligrosa en sí misma y no debe ser propuesta como un antidepresivo para las frustraciones o una pía ilusión romántica. El peligro es transferir sobre un imaginario que no es verdadero la necesidad de un cambio que incida en el presente, deslizándose en el feroz debate que arrecia en la Iglesia sobre la interpretación del Concilio Vaticano II. Proyectar sobre un posible concilio futuro todos los problemas y límites, que no se resolvieron o se complicaron tras el intento más audaz de reforma realizado por la Iglesia católica en los cuatro siglos posteriores al Concilio de Trento, significaría colaborar a cerrar definitivamente aquel capítulo, consolándose con los sueños intransitivos de una renovación futura dichosa pero inalcanzable.

Me parece preferible luchar por una agenda concreta y posible, de dos o tres puntos estratégicos y durante un tiempo limitado. Si el tema crucial de la crisis actual es purificar las mentes de las teologías restrictivas y centradas en el cristianismo occidental, un nuevo concilio no podría dejar de plantearse, como núcleo central, un anuncio evangélico que «hable» a la gente contemporánea globalizada, desprendiéndose del bloqueo de la infraestructura cultural grecorromana, lo mismo que al principio se desprendió de su envoltura mosaica.

La aceleración de la historia, empujada por el proceso de globalización, ha sido tal que dejó en suspenso las concepciones universales todavía dominantes en el clima del Concilio y del postconcilio en la Iglesia católica. El «credo» que profesamos a partir de las categorías filosóficas grecorromanas tiene el mismo derecho de profesarlo un chino o un indio a partir de sus propias categorías culturales. Este derecho al evangelio impone un esfuerzo coherente de salir de la aculturación única occidental de la fe para encontrar abiertamente a las culturas asiáticas y africanas en sí mismas.

II. ¿Un nuevo Concilio?. Pero verdaderamente universal y colegial

El motivo principal por el cual el Vaticano II se había revelado como inadecuado para el contexto asiático, y por lo tanto también mundial, era haber sido un Concilio estrictamente euro-americano. Muchos obispos del Tercer Mundo no estaban todavía bastante seguros de sí mismos para tener una influencia significativa sobre la asamblea. El orden del día del Concilio se había hecho en base a los debates teológicos europeos de los años cincuenta y los primeros sesentas. Las preocupaciones fundamentales eran todavía intraeclesiales y ecuménicas, ancladas en la teología de la misión geográfica, aunque se ocupasen tangencialmente de las religiones no cristianas. Sin embargo, las orientaciones promovidas por el Concilio dieron lugar a procesos identitarios extraeuropeos. Así, en esto como en otros temas, el dinamismo del Vaticano II levaba más allá de lo tratado en el mismo.
La irrupción en el escenario global de gigantes demográficos y económicos como China e India ha planteado al cristianismo un desafío radical, tanto en lo que se refiere a la inculturación del mensaje cristiano en las formas cognitivas de las diferentes tradiciones culturales y religiosas de la humanidad, como en términos de una «teología coherente de la subalternidad». Ésta, no se preocupa primeramente de la presentación del mensaje, sino de la manera como la comunidad cristiana encarna el mensaje, identificándose con la humanidad excluida, solidarizándose con sus sufrimientos y ayudándola a asumir un papel activo en el proceso social de los marginados.

Se trata de desarrollos históricos y teológicos que defienden la actualidad de la «Iglesia de los pobres», una de las discontinuidades perdidas en el Vaticano II. El paso a un escenario universal concreto y sufriente podría ayudar a liberar a la Iglesia de un exceso de concentración sobre sus propios problemas internos. Se corre el riesgo de ignorar que el eclesiocentrismo es un síntoma patológico que muestra la carencia de circuitos que hagan posible la comunión solidaria a todos los niveles. Sería necesario aclarar que una sana hermenéutica de la continuidad consistiría en restablecer la continuidad de la Iglesia con las decisiones emanadas del Concilio Vaticano II sobre la participación de todos los miembros de la Iglesia y sobre la colegialidad de su gobierno: una reforma (también de valor ecuménico) sin la cual el peso del papado sería insostenible para un solo hombre. La reforma del primado había sido aceptada por Wojtyla en la encíclica Ut unum sint (1955), pero allí se ha quedado. Convocar un Concilio ecuménico conllevaría a una apología de la colegialidad para que no termine como el decreto «Frequens». También en otros frentes hay que reconocer que grupos poderosos han logrado bloquear la esperanza de una Iglesia de comunión, con un sínodo deliberativo, un laicado protagonista, una mayor confianza y descentramiento en las Iglesias locales, un papel ministerial de la mujer.

Me parece necesario finalmente intentar una clarificación preliminar del significado permanente de «la nueva orientación» impulsada por el Vaticano II. Ya que el catolicismo contemporáneo no se puede concebir sin referencia a este Concilio sería engañoso suponer un nuevo concilio sin haber alcanzado una conciencia histórica compartida del significado de aquel momento decisivo. Como sostiene el padre O’Malley, la acusación principal de que el Concilio Vaticano II ha sido mal interpretado y que esta «hermenéutica de la discontinuidad» es la responsable de la mayor parte de los males del catolicismo contemporáneo, aunque ahora tenga un status de semioficilidad en los ambientes vaticanos, no resiste sin embargo un serio análisis histórico: demuestra lo vano y engañoso de todos los intentos de mezclar las cartas de la continuidad y de la discontinuidad, igual que el esfuerzo por minimizar la reorientación profunda expresada por el Concilio Vaticano II. [Ese empeño en oponer continuidad y discontinuidad en la interpretación del Vaticano II al que alude el autor con frecuencia proviene del discurso papal en la Navidad de 2006. aunque por respeto no quiera polemizar. Nota del traductor]

Se mantiene en todo su incuestionable valor la pregunta planteada por Kart Rahner a una jerarquía titubeante y más bien inclinada al contrarreformismo: ¿El Concilio Vaticano II tiene o no tiene un valor permanente? La historia muestra que los concilios han obrado, no tanto lentamente sino a lo largo de mucho tiempo, con fases de difícil recepción y también con rechazos. El caso del Vaticano II es muy especiañ porque al Concilio le sucedió un cambio de la sociedad, el del año 68, sin precedentes en la historia, al menos de movimientos tan radicales, rápidos y universales. Este giro antropológico dejó inservible el lenguaje y las categorías antropológicas en las que se había expresado el Concilio solamente tres años antes.

Precisamente por reconocerle sus límites históricos, podemos aceptar que el Concilio Vaticano II ha sido un paso decisivo, que debe tener un desarrollo, un porvenir. Su función ha sido la de pasar página más que ofrecer un marco o un modelo de reforma, valió más el impulso que los contenidos. Y la Iglesia católica parece sentir la necesidad de este impulso una vez más. No han faltado recientemente las intervenciones de eminentes exponentes de la jerarquía eclesiástica que, al indicar con franqueza evangélica las consecuencias de la falta de reforma en la vida eclesial, han avanzado al mismo tiempo propuestas de cambio para desbloquear el retraso de la Iglesia de cara a las exigencias de fidelidad a la inspiración de los orígenes evangélicos por un lado, y a las exigencias de las rápidas transformaciones históricas, por el otro. A pesar de la contención prolongada del proceso innovador, parece que la Iglesia no tiene otra salida visible para salir de la crisis que la de volver al espíritu y también a las orientaciones promovidas por el Concilio.

Pero si la lógica autorreferencial del sistema ha trabajado para contener el impulso (universal y espiritual) dentro de un marco (eclesiocéntrico y diplomático) demasiado prudente, es fácil comprender que se engrosen las filas de quienes consideran que relanzarlo de nuevo, para cumplir la reforma espiritual del Vaticano II, no puede proporcionar más que una nueva y mas profunda reflexión sobre el significado del misterio cristiano hoy, en particular sobre la verdad en torno a la figura de Cristo, como en los antiguos concilios cristológicos, exigencia que podría requerir la convocatoria de un Concilio Ecuménico Vaticano III.

Fuente Atrio

*Giancarlo Zizola es un periodista y analista de la situación de la Iglesia desde los tiempos de Juan XXIII. Con sus crónicas y libros se ha convertido en una fuente de opinión muy escuchada por grandes estratos de responsables en la Iglesia universal. Recomendamos el excelente libro La otra cara de Wojtyla.


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Última modificación: 30 de July de 2010