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Oligarquía agrícola-ganadera
¿Cuánto tiempo escuchamos ese sonsonete de una oligarquía que desde el campo dominaba al país, como explicación del retraso y de las imposibilidades de sacar adelante una reforma social? Prácticamente, con sensación de impotencia, desde fines del siglo XIX hasta el “Estatuto del peón” en la primera década del 40. Desde luego que una cantidad de movimientos desestabilizantes fueron animados por esa oligarquía hasta entonces todopoderosa. Así el campo, la gran riqueza argentina, resultaba acaparada por los estancieros, sobre todo porteños. Desde 1866 en que la Sociedad rural eligió como su primer presidente a José Martínez de Hoz pasando por el famoso tratado Roca–Runciman de 1933 los intereses de los propietarios de tierras y de hacienda no se detuvieron en las presiones sobre el gobierno nacional para hacer prevalecer sus intereses. También entonces llegaron hasta al asesinato de quienes se oponían a sus políticas. Así fue eliminado en pleno recinto legislativo el senador santafecino E. Bordabehere que se interpuso entre los asesinos y Lisandro de la Torre que era la víctima señalada. La industrialización posterior, frenó o postergó el avance de esa oligarquía que hoy aparece con nuevas pretensiones. Ahora es “oligarquía sojera”. No han cambiado mucho las condiciones de los peones de campo. El argumento de que la suba de las retenciones perjudica a los pequeños propietarios no puede atribuirse sino a una estructura vigente en la misma organización. También existe estadística confiable de la evasión de toda clase de impuestos por una gran cantidad de propietarios. La excusa del mal uso que se hace del dinero obtenido para aumentar el presupuesto nacional, destinándolo preferentemente a la solución de los problemas porteños, o simplemente malversándolo, no pasa de una generalización que nunca podrá ser negada del todo entre nosotros. La excepcional muestra de fortaleza con el paro y los tractorazos exigiendo un diálogo que vuelva las cosas a su estado anterior, recuerda aquellas circunstancias históricas en que “el campo” ambicionaba volver a las condiciones ventajosas que se daban antes de la crisis del 30. El diálogo no puede consistir en dar la razón a una de las partes porque demuestra y amenaza con mayor agresividad para lograr sus objetivos. En un tiempo en que a pesar de todos los inconvenientes ecológicos y el empobrecimiento de la tierra que produce el cultivo de la soja, el empeño de un monopolio con características globalizadas sigue seduciendo con el rendimiento y la demanda mundial del cereal. Y esa demanda, no se puede negar porque está a la vista, ha producido un crecimiento y concentración de riqueza excepcional en el sector. Sería hermoso que reconociendo la importancia y grandeza del país que se brinda con la amplitud y riqueza de su tierra y su clima, hubiera un pequeño gesto de generosidad para colaborar a una más justa distribución de los bienes. No es fácil contagiar con ese modo de ver a quienes han obtenido múltiples beneficios merced a un trabajo y preocupación mantenidos con esfuerzo e inteligencia. Considerar la influencia que tiene el precio de la soja de exportación en el costo de los alimentos en general, sería motivo plausible para sensibilizar en la obligación de colaborar para una mayor justicia distributiva en ese rubro de importancia primaria que es la alimentación. José Guillermo Mariani |
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