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1° DOMINGO DE CUARESMA. Por Victor Acha
Génesis 9, 8-15; I Pedro 3, 18-22; Marcos 1, 12-15
Cada año la Cuaresma se abre con la presentación de Jesús “tentado” en el
desierto e iniciando su misión mesiánica. Es interesante rescatar los elementos
que en pocos renglones presenta el Evangelio de Marcos que leemos esta vez:
* El Espíritu “empuja” a Jesús al desierto. Tiene que animarse a habitar en el
desierto que es el lugar del hambre, del desamparo sin contención, de la
impotencia y el descubrimiento de la contingencia, pero también y tal como lo
vivió el pueblo de Israel, el lugar donde se madura la esperanza de una tierra
nueva, fértil y abundante.
* Es necesario que el Mesías muestre su temple, su talante, ante la misión que
le aguarda. De hecho asume el desafío y vive la experiencia del desierto. Marcos
solo dice que Jesús permanece allí cuarenta días “dejándose tentar por Satanás”
sin dar más detalles. En el relato las alimañas y los ángeles conviven con
Jesús, así el texto actualiza los mensajes proféticos que anuncian el tiempo de
la salvación como un tiempo de plena armonía en el que pacerán juntos el lobo y
el cordero y la serpiente jugará con el recién nacido. Con Jesús ese tiempo ha
llegado.
* Jesús vuelve fortalecido a iniciar su misión. Juan ha sido arrestado,
insinuándose ya el contexto dramático que acompañará la presencia del Mesías en
la historia humana. Y en ese marco comienza Jesús su misión proclamando la
presencia del Reino de Dios y la urgencia de convertirse y creer en el
Evangelio.
La experiencia del desierto vivida por Israel en camino hacia la tierra de
abundancia prometida por Dios, quedará como un modelo de experiencia espiritual.
El desierto no es un lugar definitivo, es lugar de paso. Su aridez, su
desolación, su precariedad no lo hacen habitable, pero al otro lado del desierto
se encuentra la tierra que mana leche y miel, el territorio donde se ha de vivir
definitivamente.
Jesús vive esta experiencia en el comienzo de su misión y la repetirá otras
veces como espacios de oración, de encuentro consigo mismo y con el Padre. Al
regreso del desierto comenzará a transitar su historia con destino de cruz, pero
con final de resurrección.
No podemos evadirnos de lo adverso, de lo dificultoso de la experiencia humana,
no hay otro mundo, solo este con sus desiertos es nuestro lugar. Este mundo
donde tantos viven la desolación y el desamparo porque no hay equidad en la
distribución de los recursos naturales, porque las políticas locales e
internacionales están viciadas de injusticia estructural. Este mundo rico y
fecundo en recursos que está siendo día a día desertificado porque no hay un uso
racional de esos recursos, que además son arrebatados y acaparados por unos
pocos.
En estos “desiertos” las pruebas son muchas y también las tentaciones: para unos
porque la pobreza cruel en que viven los empuja a la violencia o la
delincuencia; para otros porque el temor o el peligro de perder lo poco que
tienen les lleva a renunciar a criterios y valores esenciales; para algunos
pocos que pueden y tienen mucho, el afán de tener más aún los instala en la
corrupción y en las diversas formas de abuso del poder y del tener y son los
responsables de la proliferación de las armas y las drogas, de la concentración
del dinero y los recursos y del sometimiento de los pueblos más pobres. Esta
sociedad neoliberal del consumismo y la globalización económica, amplía estos
desiertos de humanidad y ciega a unos y a otros en los diversos estratos de la
sociedad.
Como Israel, como Jesús, no podemos evadir la experiencia del desierto, este es
nuestro mundo, pero esta imagen de carencias y desolaciones no es su figura
definitiva. La esperanza de una tierra nueva, de un mundo enriquecido por la
creatividad de sus habitantes y no destruido por la inconsciencia o la
improvisación; de una humanidad renovada por el esfuerzo solidario y la
socialización de sus posibilidades y recursos; esa esperanza es cierta y debe
ser el motor de todos los que reconocen que un mundo mejor es posible.
Como Jesús, quienes adherimos a su proyecto del Reino de la justicia, la paz, la
verdad y la libertad, debemos aceptar y anunciar la conversión. Esa conversión
no puede ser solo un valor religioso-moral, ni un gesto puntual, sino un proceso
personal y comunitario de transformación en el cual comprometamos nuestros
esfuerzos y que siendo nuestro lo hagamos propuesta para todo el que quiera
sumarse a el.
La Iglesia toda esta “siempre necesitada de purificación”, como también lo está
cada creyente. Es lamentable que una mezcla de soberbia y de miopía parece cegar
a veces a quienes debiéramos aportar luz y coherencia al conjunto de la vida
social, llevándonos a actitudes y acciones que entorpecen o clausuran los
caminos hacia un mundo nuevo: las complicidades con el poder, el anti testimonio
de la acumulación de riquezas y privilegios, el silencio culpable ante las
injusticias o abusos de cualquier signo, los intentos integristas que son
siempre un estancamiento en el pasado o un imposible sueño de retroceder el
reloj de la historia.
Por eso es necesario que quienes decimos creer y adherir al Evangelio, seamos
los primeros destinatarios del llamado a la conversión. Una conversión que
siendo gesto religioso, no puede dejar de ser gesto de compromiso con las
urgencias de cambio de este tiempo. Una conversión que debe nacer en cada
corazón y en el seno de nuestras comunidades, pero que necesariamente debe
traducirse en acciones concretas, generando espacios de comunión y de diálogo
para gestar, junto con otros actores sociales, ámbitos de participación para el
desarrollo de nuevas formas de vida y convivencia social.
En el mismo mundo generador de vicios y maldades, están las semillas de un
futuro donde todo puede ser nuevo. Solo la humanidad puede ser garantía de nueva
humanidad.
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