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Silencios....

Miércoles 23 de Junio de 2004

Por el Pbro. José Guillermo Mariani


El silencio es salud. El hombre es dueño de las palabras que calla y esclavo de las que pronuncia. El que calla otorga. El silencio es la profundidad de las almas grandes. Hay silencios que matan. El silencio de los inocentes. Quien aprende a callar aprende también a hablar con prudencia. La ciudad de los muertos, la mansión del silencio.

Todas estas sentencias, que se escuchan con frecuencia, muestran con claridad la ambigüedad del silencio. Puede servir para engendrar las palabras o para matarlas. Para profundizar la investigación o para dejarnos vacíos. Para tolerar las ofensas o para guardar resentimientos. Para aprobar conductas o para condenarlas. Para resignación de los humildes o para sordera y desprecio desde los grandes. Para respeto de la fama o para impunidad de los delincuentes. Para sustraerse a la violencia o para hacerse cómplice de los genocidios.

En la Iglesia, el culto del silencio se liga con la oración, con la virtud de la humildad, con la búsqueda de la paz, con la sumisión de la obediencia, con la necesidad de evitar el desorden, con la prudencia propia de los sabios. La Palabra de Dios que es al decir de Pablo, como una espada de dos filos que penetra hasta lo más profundo, se ha detenido se ha mellado, en los silencios de la complicidad, del miedo o de la simulación.

Así tradicionalmente se ha propiciado una gran consigna de silencio. Un silencio que aparece como misericordia hacia los que pecan y que se convierte en sagrado en el sacramento que antes llamábamos de la Confesión. Un silencio que se procura extender hacia todo lo que, por encima de los individuos que se reconocen débiles y culpables, tiene que ver con la Institución que, ella sí, debe aparecer impoluta, sin el menor deterioro de su prestigio. Esa consigna de silencio es la que producía que cuando algunos feligreses se acusaban de haber “hablado mal contra la Iglesia o sus miembros”, aunque se tratara de hechos claramente verificados, recibieran una “penitencia tremenda” y una amonestación severísima.

Así se fue estableciendo la costumbre de callar, y de ascender a puestos importantes y directivos a los que eran maestros de silencio. Esto me hace recordar la novela “Desde el Jardín” en que el modo de mantener el prestigio era, para el protagonista, refugiarse en el silencio.

Mientras los que blandían la palabra en las denuncias de las injusticias caían como mártires, los que guardaban silencio ascendían hacia las púrpuras y los honores.

Pero esa gran consigna del silencio, afirmada en el Código de Derecho canónico con graves penas para quienes se atreven a violarla, ha sido violada hoy, con absoluta soltura por el periodismo. Quedan sólo reclamos e intentos dispersos, exigiéndola a veces como limosna o como chantaje, cuando se trata de casos muy graves o que tengan como protagonistas a miembros de la Jerarquía. Pero es absolutamente objetivo que ya no se puede, a pesar de todos los intentos, ocultar las realidades que se mueven bajo las apariencias de santidad y prestigio de la Institución.

Y esto tiene que alegrarnos. Porque la única manera de convertirnos, es ponernos frente al espejo para mirarnos los defectos. Los personales y los institucionales. La única manera de ser testigos ante un mundo que, gracias a la juventud y al periodismo ha recuperado la sinceridad hasta la crudeza, consiste en desandar los caminos del engaño y la hipocresía

Pbro. José Guillermo Mariani


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