Dónde está la verdadera crisis de la Iglesia. Por leonardo Boff

La crisis de la pedofilia en la Iglesia romano-católica no es nada en comparación con la verdadera crisis, esta sí, estructural, crisis que concierne a su institucionalidad histórico-social. No me refiero a la Iglesia como comunidad de fieles. Ésta sigue viva a pesar de la crisis, organizándose de forma comunitaria, y no piramidal como la Iglesia de la Tradición. La cuestión es: ¿que tipo de institución representa a esta comunidad de fe? ¿Cómo se organiza? Actualmente, ella aparece como desfasada de la cultura contemporánea y en fuerte contradicción con el sueño de Jesús, percibido por las comunidades que se acostumbraron a leer los evangelios en grupos y hacer así sus análisis.

Dicho de forma breve pero sin caricatura: la institución-Iglesia se sustenta sobre dos formas de poder: uno secular, organizativo, jurídico y jerárquico, heredado del Imperio Romano y otro espiritual, asentado sobre la teología política de San Agustín acerca de la Ciudad de Dios que él identifica con la institución-Iglesia. En su montaje concreto no cuenta tanto el Evangelio o la fe cristiana, sino estos poderes que reivindican para sí el único «poder sagrado» (potestas sacra), incluso en su forma absolutista de plenitud (plenitudo potestatis), en el estilo imperial romano de la monarquía absolutista. César detentaba todo el poder: político, militar, jurídico y religioso. El Papa, de manera semejante, detenta igual poder: «ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal» (canon 331), atributos que solo caben a Dios. El Papa institucionalmente es un Cesar bautizado.

Ese poder que estructura la institución-Iglesia se fue constituyendo a partir del año 325 con el emperador Constantino y fue oficialmente instaurado en 392 cuando Teodosio, el Grande (+395) impuso el cristianismo como la única religión del Estado. La institución-Iglesia asumió ese poder con todos los títulos, honores y hábitos palaciegos que perduran hasta el día de hoy en el estilo de vida de los obispos, cardenales y papas.

Este poder adquirió, con el tiempo, formas cada vez más totalitarias y hasta tiránicas, especialmente a partir del Papa Gregorio VII que en 1075 se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo. Radicalizando su posición, Inocencio III (+1216) se presentó no sólo como sucesor de Pedro sino como representante de Cristo. Su sucesor, Inocencio IV (+1254), dio el último paso y se anunció como representante de Dios y por eso señor universal de la Tierra, y podía distribuir porciones de ella a quien quisiera, como se hizo después a los reyes de España y Portugal en el siglo XVI. Sólo faltaba proclamar infalible al Papa, lo que ocurrió bajo Pio IX en 1870. Se cerró el círculo.

Ahora bien, este tipo de institución se encuentra hoy en un profundo proceso de erosión. Después de más de 40 años de continuado estudio y meditación sobre la Iglesia (mi campo de especialización) sospecho que ha llegado el momento crucial para ella: o cambia valientemente, encuentra así su lugar en el mundo moderno y metaboliza el proceso acelerado de globalización, y ahí tendrá mucho que decir, o se condena a ser una secta occidental, cada vez más irrelevante y vaciada de fieles.

El proyecto actual de Benedicto XVI de «reconquista» de la visibilidad de la Iglesia contra el mundo secular está destinado al fracaso si no procede a un cambio institucional. Las personas de hoy ya no aceptan una Iglesia autoritaria y triste, como si fuesen a su proprio entierro. Pero están abiertas a la saga de Jesús, a su sueño y a los valores evangélicos.

Este crescendo en la voluntad de poder, imaginando ilusoriamente que viene directamente de Cristo, impide cualquier reforma de la institución-Iglesia pues todo en ella sería divino e intocable. Se realiza plenamente la lógica del poder, descrita por Hobbes en su Leviatán: «el poder quiere siempre más poder, porque el poder sólo se puede asegurar buscando más y más poder». Una institución-Iglesia que busca así un poder absoluto cierra las puertas al amor y se distancia de los sin-poder, de los pobres. La institución pierde el rostro humano y se hace insensible a los problemas existenciales, como los de la familia y la sexualidad.

El Concilio Vaticano II (1965) trató de curar este desvío por medio de los conceptos de Pueblo de Dios, de comunión y de gobierno colegial. Pero el intento fue abortado por Juan Pablo II y Benedicto XVI, que volvieron a insistir en el centralismo romano, agravando la crisis.

Lo que un día fue construido, puede ser deconstruido otro día. La fe cristiana posee fuerza intrínseca para, en esta fase planetaria, encontrar una forma institucional más adecuada al sueño de su Fundador y más en consonancia con nuestro tiempo.

[Traducción de MJG]

Seminarios de Formación Teológica, apoyo al P. Nicolás Alessio

Pronunciamiento de la coordinación de los Seminarios de Formación Teológica, ante la sanción aplicada al padre Nicolás Alessio y el tratamiento de la Ley del Matrimonio Igualitario

Los miembros de la Coordinación Nacional de los Seminarios de Formación Teológica expresamos nuestra profunda indignación por la sanción y las amenazas infringidas al Padre Nicolás Alessio, hermano y compañero nuestro, y miembro desde hace 25 años de este espacio cristiano y ecuménico, más cuando esta sanción es sobre “materia opinable” y no sobre algún dogma de la Iglesia.

Asimismo nos indigna el silencio y las complicidades históricas de cierto sector de la jerarquía de la Iglesia con el terrorismo de Estado, con los poderes económicos, con los opresores de los pobres, con las mentiras y los miedos sociales y sexuales, que muchas veces ocasionan enfermedades como el HIV. Nos indigna la liviandad con que este mismo sector se pronuncia frente a la pobreza que destruye a las familias comparada con la forma taxativa de sancionar a un hermano por expresar su pensamiento y su sentimiento. Nos indigna, en fin, la pretensión totalitaria de una institución que prefiere el silencio o el ocultamiento de sus propios pecados como la pedofilia, pretendiéndose dueña de la verdad, mientras que tira la primera piedra a quienes se permiten manifestarse desde sus genuinos sentimientos de amor al prójimo.

Creemos que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo, y no un objeto que deba ser regulado y disciplinado sobre la base del miedo que promueven algunas autoridades eclesiásticas, creyéndose por sobre las leyes que rigen la vida social. El prejuzgamiento y la sanción del Padre Alessio sin juicio previo, más que el acto del exacerbado Obispo Ñáñez, es una flagrante violación de los preceptos básicos de nuestra Constitución Nacional.

No admitimos en esta Coordinación de los SFT ningún fundamentalismo y mucho menos el que se manifiesta en nombre de Jesucristo, quien es la ternura, la misericordia, el amor de DIOS CON NOSOTROS.

No admitimos en esta Coordinación de los SFT el lenguaje de guerra, más propio del Medioevo y las Cruzadas, o del pensamiento imperialista de la nueva derecha, que de la comunidad de los cristianos. Demasiado se parece el discurso de algunas autoridades de la Iglesia al discurso que opone el bien y el mal basado en el etnocentrismo o en las pretensiones de dominio planetario de la vida, que se deriva luego en la justificación para eliminar al otro, a otros pueblos, a diversas razas, diversas sexualidades, a otras formas de vivir la cultura y la religión, porque se los considera la causa del mal.

Expresamos nuestro apoyo a las opiniones vertidas oportunamente por el Padre Alessio. Las amenazas de excomunión al Padre Nicolás no hacen más que sembrar el terrorismo del pensamiento único y del dogmatismo. La ignorancia, el autoritarismo, el miedo, el oscurantismo que algunas autoridades eclesiásticas exhiben, y que se condicen con una concepción cerrada y purista de una supuesta “comunidad” católica, no hacen más que obturar el diálogo entre la Iglesia y el mundo y crear de hecho una situación de exclusión sobre la base del fundamentalismo. No hacen más que dar la espalda, ignorar y menospreciar los cambios culturales y la existencia de diversas identidades. No hacen más que menospreciar la riqueza que tienen las diferentes identidades étnicas, raciales, de géneros, sexuales, generacionales, etc., que deberían expresarse en climas de reconocimiento, de igualdad y de justicia social.

Creemos, antes que nada, en el mandamiento del Amor, en las formas en que este acontezca y se manifieste. Necesitamos una sociedad basada en el amor y en la no discriminación. Creemos en la posibilidad del reconocimiento mutuo, en la posibilidad de construir una sociedad donde prevalezca el sentido de pertenencia, y no más la exclusión por los motivos que fuere. Nunca más una sociedad basada en lenguajes de guerra. Nunca más una sociedad del miedo o basada en el terror al otro. Nunca más una sociedad cuyas “verdades” se basaran en el desconocimiento y la ignorancia. Nunca más una sociedad que admita el cercenamiento de la libertad.

Después de lo acontecido la madrugada del 15 de julio de 2010, donde los representantes del Pueblo reunidos en el Congreso de la Nación sancionaron como Ley el Matrimonio Igualitario, decimos con Eduardo Galeano: “Pero ellos y ellas, los raros, los despreciados, están generando, ahora, algunas de las mejores noticias que nuestro tiempo transmite a la historia. Armados con la bandera del arcoiris, símbolo de la diversidad humana, ellas y ellos están volteando una de las más siniestras herencias del pasado. Los muros de la intolerancia siguen cayendo”.

15 de julio del 2010

¡A buscar otro ring! Por Guillermo “Quito” Mariani

Había un actor entre bambalinas al que de cuando en cuando se lo veía analizando las reacciones del público y que a último momento, previendo que la obra no iba a resultar un éxito como el esperado, decidió ser también el apuntador y desde la casilla que protegía su anonimato, comenzó a dictar los textos que debían pronunciar los actores bajo su dirección. Finalmente decidió jugarse todo por el todo y comenzó él mismo a sobreactuar llamando a la lucha con todos los medios a disposición. Miró hacia el cielo y supuso que contaba con la aprobación y ayuda de Dios y  comenzó a reclutar soldados para la “guerra de Dios”, sin pensar que toda guerra supone un derrotado y eventualmente el resultado adverso podía ser “la derrota de Dios”.

La aprobación de la Ley de matrimonio entre los hasta hoy discriminados en muchos de sus derechos esenciales, y de modo particular en la necesidad de no reprimir sus tendencias naturales (que si Dios es autor de la naturaleza son absolutamente respetables), calificados como “raros”, homosexuales y lesbianas.

Y con una clara mayoría el senado de la nación aprobó la ley después de un largo debate en que todos pudieron exponer sus razones, apartándose en varios casos de las decisiones partidarias y  haciendo oídos sordos a los diversos apuntadores.

Así el Sr. Cardenal primado perdió una batalla y debe estar seguro de que también Dios la perdió. Pero sobre todo que su prestigio en el Vaticano, logrado a través de pronunciamientos en favor de la permanencia de la Vicaría castrense y su vicario Antonio Basseoto, y en contra de la educación sexual en las escuelas, y de la aprobación de la ley de medios, como al uso de preservativos para evitar la epidemia del SIDA y,  por supuesto del debate sobre un método más eficaz para disminuir los abortos y sus consecuencias fatales, hablando de “legalización” cuando se está pensando en “despenalización”, como  alternativa frente al fracaso de los métodos represivos. Y el conflicto, en muchos casos artificial con el Gobierno, a propósito de la retenciones, de la inseguridad ciudadana, del aumento de la pobreza, de la defensa de los opositores con cruz en el pecho o ligados ideológica y económicamente a la Curia, le conquistó cierto lugar y prestigio sintiéndose autorizado para dictarles, desde la casilla del apuntador, un proyecto para el gobierno futuro.

La oportunidad de la propuesta de igualización de los homo con los heterosexuales le brindó la oportunidad para afirmar su dominio sobre la sociedad argentina. Excelente carta de presentación frente al Vaticano que con Benedicto XVI  ha vuelto a las posiciones más conservadoras para mantener el poder eclesiástico.

Pero, se manchó  la carta. Toda la sumisión temerosa del personal y alumnos de los colegios católicos no alcanzó,  con las agresivas pancartas en la marchas, para hacerlo exitoso en esta empresa. Toda la presión  sobre los Obispos recomendando severidad para enfrentar todas las oposiciones al pensamiento jerárquico dentro de la iglesia, se estrellaron contra una cantidad de adhesiones a esos criterios diferentes de muchos sacerdotes y laicos.

¿Se convencerá el Sr.Cardenal de que ha sido derrotado por la ciudadanía, abierta a una mayor democracia y ansiosa por defender los derechos de todos? O seguirá maquinando argumentos y acciones para obstaculizar la mejor distribución de los bienes, o la actualización de la iglesia?  Es difícil. Ya, desde el nockout puede ir buscando otro ring para probar suerte.

José Guillermo Mariani  (pbro)

Adhesión del Grupo Angelelli al padre Nicolás Alessio

Hace tiempo que caminamos juntos. El “Nico”, como lo llamamos es nuestro amigo con mayúsculas. Sabemos de su claridad de pensamiento, de su valentía para exponerlo, de su compromiso social y de su servicio incondicional a la comunidad y a los mas abandonados. Conocemos su búsqueda de una Iglesia más fiel al Evangelio, y dispuesta a asumir sus errores y pecados, como los escándalos últimamente conocidos y perpetrados por muchos de sus miembros elegidos.

Su delito es ahora pensar, junto con todos nosotros los integrantes del grupo Angelelli y muchos otros en el país y manifestar públicamente criterios que miran al bien común y sin discriminaciones. Decimos simplemente “pensar”, porque parece que para la jerarquía de la Iglesia en Argentina, sólo quien tiene el poder “jerárquico” puede pensar y al Pueblo de Dios, incluidos los sacerdotes, solo nos quedan el silencio, la sumisión y la “obediencia debida”.

Aprendimos que en cada Diócesis el Obispo debe ser el principio de esa comunión para el bien común. Y en cuestiones opinables es necesario integrar la diversidad y atender a un sano pluralismo. En este caso concreto, experimentamos que Ñáñez, Arzobispo de Córdoba, ha desperdiciado esta oportunidad y se ha alineado con la guerra santa proclamada por el cardenal Bergoglio y sus sorprendentes e insólitas propuestas: los que no piensan con la jerarquía son “enemigos” y hay que destruirlos y por eso la guerra. Pero la pretensión va más allá, como “legionarios” de Dios, quieren someter a sus juicios a toda la sociedad.

En la cuestión de una nueva ley de matrimonio, escuchamos las posiciones diversas y las respetamos. Hemos buscado y repasado todos los argumentos. Y hemos decidido un criterio común al margen de la política, del miedo y del dinero. Estamos con Nico y queremos acompañarlo frente a esta presión represiva de la amonestación y la condena cautelar, haciendo caso a su conciencia, al mensaje de Jesús y a su gente, su comunidad.

Comunicado de Grupo de Curas Casados con motivo de la censura al P. Nicolas Alessio

SOLO EN LA CARIDAD ES POSIBLE LA DIVERSIDAD

El arzobispo de Córdoba, Mons. Carlos José Ñáñez, inició juicio canónico al Pbro. José Nicolás Alessio, quien efectuó, y continúa efectuando declaraciones públicas en diversos medios de comunicación a favor del mal llamado “matrimonio” entre personas del mismo sexo. Como medida cautelar, el arzobispo le prohibió el ejercicio público del ministerio sacerdotal, lo que significa que no podrá celebrar públicamente la santa misa ni administrar los sacramentos de la Iglesia, y, por tanto, ejercer como párroco

No se puede traicionar la conciencias negando lo que con toda libertad y responsabilidad hemos afirmado a favor del matrimonio homosexual y más allá del tema puntual en cuestión, que se puede y debe seguir debatiendo, de ninguna manera se puede aceptar el intento de silenciar o censurar la libertad de expresión, la libertad de opinión, la libertad de pensar de acuerdo a las propias convicciones. No aceptamos un discurso único que debe ser acatado por todos. Nos parece una exageración la prohibición al Padre Nicolas Alessio de ejercer el ministerio sacerdotal por pensar diferente a la jerarquía eclesial. Ni siquiera al Padre Grassi, a Mons. Storni, condenados por abusos sexual ni al ex capellán policial Christian Von Wernich condenado por delitos de lesa humanidad se les ha prohibido celebrar los sacramentos. No podemos seguir censurando y expulsando a lo diverso y plural que emergen en nuestras Iglesias. La estructura canónica y eclesiológica,  monárquica y verticalita que sostiene la Iglesia anula toda posibilidad de comprensión y aceptación de la diversidad. Dios se revela sin agotarse en la diversidad de pensamientos, de culturas, de personas. El misterio y la riqueza de la diversidad será siempre un conflicto para todo intento hegemónico por uniformar, que no es mas que la unidad mal entendida. La Iglesia hoy más que nunca debe caminar hacia el diálogo, la colegialidad para asumir con respeto, seriamente los desafíos de las sociedades de hoy. Lo primero en la iglesia debe ser la caridad porque solo en este espíritu es posible la diversidad. La iglesia debe dejar el miedo a perder poder. La Autoridad está en la humildad para buscar la verdad con los hombres  y en el servicio, no en la imposición sin más de una Doctrina Moral estática, basada en una concepción antropológica inadecuada para nuestro tiempo.

Grupo de curas casados

El poder natural. Por Washington Uranga

Las disputas planteadas en torno de la posibilidad de aprobación legislativa del casamiento para personas del mismo sexo pone al descubierto luchas de poder, resistencias y posiciones que estuvieron veladas en otras discusiones. Podría decirse que en este tema también aparece una realidad de la Argentina actual, permanentemente atravesada por las opciones a todo o nada, con un ribete maniqueísta que en la mayor parte de las ocasiones impide pensar.

Es sumamente paradójica la posición de la mayoría de los obispos católicos, acostumbrados a pronunciar homilías a favor del diálogo, la búsqueda de consensos y la tolerancia. En este caso ninguna de esas palabras alcanzó verdadero significado en las acciones que protagonizan y las que están impulsando, mucho más cercanas a la “guerra”, así sea de Dios, y a las cruzadas contra el mal, entendiendo por este último todo aquello que se oponga a sus certezas.

Es entendible que los obispos argumenten a favor de sus propias convicciones. No es aceptable que pretendan imponer al conjunto de la sociedad normas y criterios que ni siquiera pueden hacer cumplir dentro la propia institución eclesiástica. Salvo, claro está, que estén defendiendo en realidad una cuota de poder –real y simbólico– que ellos creen tener y que todavía les reconocen algunos sectores y actores de la sociedad argentina.

Los argumentos que pueden ser aceptables dentro del marco institucional católico carecen de validez para la sociedad actual. Fueron válidos en otro momento histórico, porque entonces la doctrina y los principios católicos estaban engarzados en mecanismos político culturales que los constituían en verdaderos y aceptables para la sociedad de ese tiempo. Lo “católico” era asumido como consenso social, incluso para los que no profesaban el catolicismo. Ya no sucede. No hay motivo para imponer al conjunto ciudadano valores que no le son propios.

Los obispos creen que si la sociedad se ordena sobre la base de criterios “católicos” ellos conservan poder. Y entre quienes se alinean detrás de las sotanas están los que ven todavía en la jerarquía eclesiástica una fuente de resistencia conservadora que expresa con más poder simbólico sus propias miradas, o bien quienes oportunistamente se suman a todas las campañas que se opongan a los cambios. Si es contra el oficialismo, mejor.

Como bien lo cuestionaba días pasados un lúcido documento de un grupo de curas católicos de varias diócesis que se distinguieron de las opiniones de sus jerarcas, es poco defendible el argumento de lo “natural” para oponerse al casamiento de las personas del mismo sexo. Lo “natural”, precisemos, no tiene que ver precisamente con la naturaleza, sino con la cultura y con el poder. Así hoy puede ser “natural” lo que ayer no lo era y a la inversa. Porque en realidad ese tipo de “naturaleza” que se pretende esgrimir está otra vez íntimamente vinculada con valores culturales, con el poder que en determinado momento tienen quienes lo impulsan y con el ámbito de aplicación. De esta manera puede considerarse “natural” el celibato obligatorio para los ministros dentro de la Iglesia Católica porque existen allí cuadros de valores y dispositivos de poder que así lo justifican. En el mismo sentido podría decirse que es “natural” en ese marco institucional que, a pesar de que se sostiene la igualdad entre el varón y la mujer dentro de la Iglesia Católica, sólo los varones pueden acceder al ministerio consagrado. En otro tiempo se afirmaba que la esclavitud era “natural”. Ya no lo es gracias a Dios y a los hombres que lucharon para abolirla.

A sabiendas algunos obispos están embarcados en esta cruzada porque aspiran a reunir detrás de sí a las miradas más conservadoras de la sociedad. No sólo de los católicos. También las de otros credos, como ha quedado en evidencia. No se trata de una cuestión de fe, sino de una mirada sobre el mundo, sobre la manera de entender la sociedad. Los cristianos evangélicos están hoy atravesados por el mismo debate. Los fundamentalismos afloran en todos lados, se unen, se acompañan y se solidarizan entre sí. El cambio aparece como el enemigo común contra el que hay que luchar.

Entre los costos que los obispos embarcados en esta campaña seguramente deberán pagar está el aumento de su pérdida de credibilidad social. La misma que abonaron con las complicidades, los silencios o la falta de compromiso ante tantas violaciones a los derechos humanos, con las actitudes timoratas o directamente cómplices frente a los delitos de Grassi o de Von Wernich y la multiplicación de los casos de pedofilia dentro de sus filas.

Es cierto también que todo esto sirve además para alentar el anticlericalismo ciego de otros. Una actitud, que aunque se ubique en las antípodas ideológicas, es tan sectaria e incapaz de admitir la diversidad como la que esgrimen los obispos a los que critican.

Vale preguntarse por las enseñanzas. Por lo menos se pueden señalar algunas. La primera: ya no es posible hablar de “la” Iglesia. Como ha quedado demostrado a través de muchas manifestaciones de católicos que no suscriben la opinión de sus obispos, la Iglesia Católica en la Argentina está lejos de ser un todo homogéneo. Y, al mismo tiempo, se puede decir que la fe católica no se corresponde, de manera automática, con la institucionalidad católica. Hay católicos y católicas que insisten en serlo más allá de su propia jerarquía.

Y por encima de todo, lo que queda de manifiesto es que como sociedad democrática todavía nos falta mucho para caminar hasta alcanzar un grado de madurez que nos permita admitir la diversidad, discutir en la diferencia y, como resultado de ello, crecer todos y todas, encontrando alternativas superadoras. Nuestros mal titulados diálogos siguen siendo simulacros porque carecen de verdadera vocación para dejarse enriquecer por las miradas diferentes.

Fuente: Página 12.

Preguntas que nos surgen en la situación actual

Ante el surgimiento de temas conflictivos en la sociedad, en medio de los debates, vemos que con mucha frecuencia las voces que se atribuyen a “la Iglesia” aparecen del lado de los que se niegan a “lo nuevo”, los que tienen miedo a la libertad, los que quieren que nada cambie. Es cierto que con mucha frecuencia hay quienes quieren mostrar la “peor cara” de la Iglesia, es cierto que no siempre “lo nuevo” es “lo mejor”, y que caminar caminos de libertad supone andar rumbos que a su vez nos hagan libres. Por eso, como miembros activos y plenos de la Iglesia, un grupo de curas de la diócesis de Quilmes quisiéramos formularnos algunas preguntas. No pretendemos tener todas las respuestas, pero sí creemos que interrogarnos nos ayuda a pensar con libertad y con paz.

1. Ante el clima de intolerancia, y en muchos casos de actitudes verdaderamente dignas de las peores Cruzadas, movidas por preocupantes fundamentalismos bíblicos, filosóficos y antropológicos, nos preguntamos: ¿Se puede seguir afirmando que la homosexualidad es una “enfermedad”, y desde una comprensión prejuiciosa de la misma, condenar tal identidad y sus eventuales derechos civiles? ¿Cuáles serían los argumentos serios, razonables y académicos para sostener semejante afirmación?

2. Ante el planteamiento de que un eventual matrimonio entre parejas del mismo sexo atenta contra la “ley natural”, nos preguntamos: ¿A qué se llama “natural” en estas discusiones? ¿No estará aquí una de las dificultades para poder clarificar este debate? “Ley natural”, “naturaleza”, “orden natural”, ¿no son expresiones a ser revisadas y actualizadas? ¿Pueden entenderse estas expresiones de manera absoluta, fijista y sin la dinámica propia de nuestra condición humana? Si en la historia de la Iglesia se consideraba “natural” el cauce de un río y se impedía canalizarlo, o se consideraba “natural” la esclavitud, ¿no estaremos ante una concepción claramente cultural? La concepción de “ley natural”, ¿no es más propia del helenismo que de la Biblia? Cuando san Pablo afirma que “es natural en el varón el pelo corto” (1 Cor 11) ¿no es esta una concepción evidentemente cultural?

3. En nuestros barrios hay muchos pibes y pibas que nacen y crecen con madres solteras, a cargo de tías y abuelas, de gente sincera que realizando la “función materna y paterna” les garantiza el afecto y el cuidado necesario para la vida. Comedores, hogares o simplemente vecinos y vecinas que hacen gratuitamente más amplia su mesa y su casa, logran que muchos chicos encuentren “familia” (la más de las veces sin su papá biológico y, a veces, hasta sin su mamá biológica). ¿No será necesario revisar el concepto burgués de “familia”, defendido detrás de slogans discriminatorios a la condición homosexual? ¿No han generado los pretendidos “sanos” matrimonios heterosexuales (“sanos” por el mero hecho de ser “hetero”) situaciones disfuncionales, abandono de hijos, abusos y violaciones a la vida?

4. Se ha afirmado que se quiere cambiar “la familia”. ¿No es evidente que “la familia” ha cambiado y sigue cambiando a lo largo de la historia? El modelo que actualmente se defiende, ¿no es propio del s. XVIII y muy diferente de las familias de las comunidades indígenas de América o de África? ¿La familia polígama de “Abraham nuestro padre en la fe” es igual a la familia ampliada en la que convivían no sólo padres, hijos, nietos, sino también esclavos y clientes, como era habitual en el imperio romano? ¿La familia patriarcal en el que la mujer era tenida por “propiedad de” un varón (¿no viene de allí el término “matri monium”?) es igual a la familia en la que una jovencita debe cuidar a sus hermanitos mientras su mamá trabaja porque su papá los abandonó? ¿cuál de todos estos y los muchos otros existentes en la historia sería el término adecuado para hablar de “familia”?

5. Si miramos el Evangelio de Jesús, es evidente que, Reino de Dios y familia son “fidelidades en conflicto” (S. Guijarro). Jesús dedica todas sus energías y entusiasmo a predicar “el reino de Dios”, y relativiza de un modo claro y evidente la familia; ¿no es sorprendente que muchas veces escuchemos y leamos sobre “la familia” como una expresión unívoca y sin relación a la búsqueda de la justicia y la opción por los pobres, propia del Reino? ¿Por qué tantos y tantas “cruzados/as” católicos/as que levantan sus voces y se movilizan no lo hacen para combatir la pobreza, la injusticia, la desocupación, la falta de salud, de vivienda digna, cosas que ciertamente “atentan contra la familia”? Si para Jesús, “el reino es lo único absoluto y todo lo demás es relativo” (Pablo VI), ¿por qué no es “el reino” el grito unánime de los “cristianos” (católicos o no) de hoy?

6. Si la Iglesia en su historia, en su predicación y en sus enseñanzas (Magisterio) enseña que se debe obedecer ciegamente la “conciencia”, y que el ser humano “percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin” (“Dignitatis humanae”, nº 3) ¿Es posible, a esta altura de la historia, pretender condicionar la acción de nuestros legisladores en su labor parlamentaria con concepciones propias de la cristiandad medieval obviando su legítima libertad de conciencia en temas tan controvertidos? Es absolutamente justo y razonable poder decir una palabra y opinar, pero pretender legislar o que los legisladores “deban” seguir dictámenes eclesiásticos, ¿no es más propio de concepciones de “cristiandad” antes que de respeto y tolerancia democráticas?

7. Algunas voces eclesiásticas han reclamado un “plebiscito”. Siguiendo los propios criterios y argumentos que han enarbolado, ¿se podría plebiscitar la “ley natural”? La apariencia es que consideran que en ese supuesto plebiscito saldría ganadora su posición, ¿lo propondrían de no creerlo? ¿aceptarían un triunfo de la posición opuesta? Si se trata de reconocimiento de “derechos de las minorías”, ¿es sensato o justo proponer semejante plebiscito? ¿Se puede plebiscitar lo que es justo?

8. Si para Jesús el Reino de misericordia, justicia, e inclusión de los desplazados de su pueblo estaba por encima de toda otra concepción y valores culturales de su tiempo (la familia incluida); a la luz del evangelio del Buen Samaritano (cf. Lc 10,25-37) nos preguntamos, ¿cómo podríamos considerarnos discípulos de Jesús sin conmovernos con entrañas de misericordia ante los hermanos y hermanas excluidos del camino de la vida y la igualdad ante la ley? ¿podemos seguir “de largo” sin detenernos a escuchar lo que Dios nos está queriendo decir a través de tantos y tantas que se sienten “explotados y deprimidos” bajo un sistema discriminatorio?

En conciencia, queremos ser pastores según los sentimientos de Jesús, y estas preguntas son las que nos surgen en estos días.

Queremos ser Iglesia servidora del Reino, siempre del lado de los más pobres y sufrientes.

Florencio Varela, 6 de julio de 2010

Presbítero Ignacio Blanco, Marcelo Ciaramella, Eduardo de la Serna

Fuente Pagina 12

¿A qué llama ‘familia’ la Iglesia?. Por Jorge Jinkis

Hay una suposición: que existen expertos, especialistas científicos, de la psicología, de la biología, de la genética, de la jurisprudencia, que son llamados a decir sus ocurrencias con los vestidos de la ciencia. Cierta ingenuidad y también un poco de impostura alientan esta especie de bullicio democrático que la pobreza y mediocridad teológica que domina en nuestro medio confunde con un aquelarre.

No voy a apelar a documentos etnográficos ni recordar las múltiples estructuras de parentesco que existían y que persisten para subrayar el carácter social e histórico de algunas instituciones de las culturas, entre ellas el llamado matrimonio. Esta idea romana que adquirió un estatuto jurídico en nuestro Occidente, facilitaba que una mujer pasara de la tutela, protección o servidumbre respecto de su padre a la obediencia a un marido que garantizaba el carácter “legítimo” de sus hijos. Hay todavía huellas de este modo de dominación, pero también es cierto que existen muchas otras formas de convivencia social, también familiares, que no se reducen al matrimonio y están hoy reconocidas por el derecho.

No es imprescindible el matrimonio para “conyugarse”, para establecer un “enlace” o para “contraerlo”, como ocurre a veces con un resfrío. Hay innumerables palabras que hablan de aquellas huellas a las que hemos aludido. Por lo demás, el “matrimonio entre personas del mismo sexo” es una denominación poco feliz. En primer lugar porque suele ocurrir que cada una de las personas tiene el suyo y obligarlas a compartir “el mismo” me parece una extralimitación abusiva. Se agrega a ello que cualquier ojeada histórica sobre el matrimonio entre personas –como se decía hasta hace poco– de “sexo opuesto” deja ver que se trata de uno de los escenarios preferidos de la famosa disputa o guerra entre los sexos, gente extraña que muchas veces se encapricha, precisamente, en compartir el mismo sexo.

Es fácil advertir que no soy un fanático del matrimonio, del matrimonio a secas, aunque esa falta de humedad atenta contra institución tan respetable. Y como en nuestro país existe un casamiento civil, tampoco me parece conveniente instalar alguna instancia jurídica que supervise la fe, la buena fe como condición de un casamiento religioso, cualquiera sea la religión. Eso se conoce con el nombre de separación del Estado y la Iglesia.

La cuestión que se discute puede pasar desapercibida entre tanto ruido. No se trata de saber si hay formas psicopatológicas de la sexualidad, como de la injerencia de las autoridades de la Iglesia Católica argentina, que pretende legislar sobre nuestros amores y goces sexuales. Tiene todo el derecho a sostener su posición sobre esos asuntos y tratar de incidir sobre su grey; ningún derecho sobre esa pretensión.

Es difícil hablar de esto sin historiar las complejísimas relaciones que existieron entre la Iglesia y los gobiernos de Perón, en algún momento idílicas, en otros ásperas y hasta incandescentes. No hay lugar aquí para recordar esos antecedentes. Pero hay que decir que en aquellos tiempos la Iglesia acentuó su milenaria tendencia (que se remonta a los años 300) a recostarse en el Estado, en el poder secular, perdiendo confianza en su influencia espiritual para alcanzar sus fines. También es cierto que en nuestro país esto lleva el sello de estilo de la Iglesia española, que colocó la tarea de evangelización bajo el paraguas de lo que era el imperio nacional.

En febrero de 1929, Mussolini, por Italia, y el cardenal Gasbarri, en representación de Pío XI, firmaron un tratado político y un acuerdo económico por el cual quedó establecido el Estado soberano de la Ciudad del Vaticano. Más pequeño que la República de San Marino, pero con más predicamento, fue reconocido por la legislación internacional y mantiene relaciones diplomáticas con otras naciones. El jefe de ese Estado es el Sumo Pontífice, quien reúne en su persona funciones ejecutivas, legislativas y judiciales. Algo más efectivo que un mero DNU, lo que ahorra varios inconvenientes. Para ocupar ese cargo no se requiere haber nacido en ningún lugar específico: todos los cardenales que tienen residencia en el Vaticano tienen nacionalidad vaticana sin perder la de origen. Por dar un ejemplo, si Francisco de Narváez tuviera la vocación y aptitud adecuada, no encontraría en su nacionalidad un obstáculo para su candidatura. Se trata de un Estado propiamente dicho, que acuña su moneda, que dispone de sus servicios económicos, sanitarios, educativos, y como se le reconoce una misión espiritual, sus dignatarios intervienen en la política de otros Estados sin las trabas que encuentran o la prudencia que se espera de los diplomáticos de otros países. Gozan de una inmunidad ecuménica de límites insondables, como fue el caso, por dar otro ejemplo, del obispo castrense monseñor Baseotto, quien proponía medidas apocalípticas para proteger la salud pública.

Hace ya siete años circula en lengua italiana un Lexicón de la Iglesia Católica, que define a la homosexualidad como un “problema psíquico”, “contrario al vínculo social”. Fidelísima con la doctrina de Estado de la Santa Sede, la Conferencia Episcopal Argentina emitió en abril de este año un documento que declara: “La unión de personas del mismo sexo carece de los elementos biológicos y antropológicos propios del matrimonio y de la familia”.

Es difícil (pero ocurre) que un psicoanalista se haga el sordo a estas afirmaciones presentadas como consideraciones espirituales sobre instituciones sociales e históricas. Cuando los psicoanalistas escuchamos a sacerdotes homosexuales, no nos encontramos con una circunstancia clínica que no sea política. Resulta que llegan a la consulta por su condición de sacerdotes y no por su homosexualidad, convencidos de que la Iglesia no tiene la menor idea de cuáles son “los elementos biológicos y antropológicos propios de la familia”. Es cierto, como dice Juan B. Ritvo (Página/12, 3 de junio de 2010), que el inconsciente se presta poco a las discusiones parlamentarias, “a lo mejor porque conmueve las bases mismas de la sociedad civil en el particular ligamen del erotismo con la muerte”. Estoy de acuerdo, y ese plano no es ajeno a la política, así como la política no se reduce a las discusiones parlamentarias. Como el inconsciente, ella entra cada tanto a los consultorios de los psicoanalistas.

El cardenal Jorge Bergoglio no dejó pasar la oportunidad del Tedeum del Bicentenario para rechazar el matrimonio entre personas homosexuales durante su homilía. Y ya antes, el Arzobispado había declarado que: “Dado que el Poder Ejecutivo de la Ciudad de Buenos Aires es el garante de la legalidad en la ciudad, el jefe de Gobierno, a través del Ministerio Público, tiene la obligación de apelar el fallo”. Esta intervención de un argentino, y que es legítima para cualquier argentino sea o no jesuita, resultaría inadmisible para cualquiera que tuviese una investidura concedida por otro Estado, aunque fuera nativo de estas tierras y tuviera motivos espirituales análogos.

Pero, ¿a qué cosa llama “familia” la Iglesia? ¿Qué entiende por “matrimonio”? ¿Recordará que Israel fue la Esposa de Dios (antes de que se prostituyera)? ¿Tiene en cuenta que ella es “Esposa” de Cristo aunque Jesucristo tiene miles de “Esposas”? ¿Por qué llama “hermanos” y “hermanas” a personas que no están unidas por ningún lazo jurídico o de sangre? ¿No hay en la Iglesia “Padres”, “Madres”, “Hijos”? ¿Tendríamos que pedirles que concurran a los tribunales terrenales a legitimar esos títulos? Me disculpo, pero la pregunta me resulta irresistible: ¿no faltan abuelos y nietos? ¿O todo esto es un modo de hablar sin consecuencias? No lo creo.

Todo es más pobre. La Iglesia acepta más o menos llamar “familia” a la unidad de consumo burguesa compuesta por mamá y papá casados con hijos concebidos (no sólo pensados) dentro de un matrimonio consagrado (y extiende su benevolencia a formas cercanas). El problema es que quiere hacer pasar esta forma de la familia como la forma “natural”, base de la estructura social (también natural) y condición de la reproducción de la especie (aunque la especie se las arreglaba bastante bien antes de la existencia de la Iglesia).

El problema lo enunciamos al comienzo. Que una forma histórica (de cualquier institución) sea presentada como natural de la especie humana es plantear una exigencia de uniformar, de homogeneizar, de universalizar, una especie de “globalización” avant la lettre. Y para ello, ¿qué mejor recurso que apelar a una legislación que imponga o prohíba? Es por eso, entre otras razones –pero ésta es una razón un poco descuidada–, que las jerarquías eclesiásticas de la Iglesia Católica Argentina se han adaptado mejor al orden que impusieron los gobiernos dictatoriales en nuestro país que a los desórdenes democráticos.

Debe ser penoso para los cristianos convencidos que una de sus iglesias crea que la ley perfecciona al creyente mejor que la gracia.

Jorge Jinkis: Psicoanalista. Director de la revista Conjetural. Autor del libro Indagaciones, de reciente aparición (ed. Edhasa).

Fuente: Página 12

¿Una Iglesia de Laicos? Por José Ma Castillo

Con frecuencia se habla de la crisis del clero: cada día hay menos sacerdotes, y los que van quedando, envejecen, se enferman….; además, las vocaciones descienden más y más. Otro tanto hay que decir de los religiosos y religiosas, de forma que las órdenes y congregaciones religiosas se van reduciendo y muchas de ellas están abocadas a desaparecer. Por otra parte, es comprensible que, en una situación de crisis como la actual, los clérigos que van quedando, resulta inevitable que, de día en día, se sientan menos motivados, con menos inciativas y con menos fuerzas. Es ley de vida.

Pero, tal como están las cosas en la Iglesia, más que de crisis del clero, tendríamos que hablar de fracaso del clero. Porque el problema más serio no está en el “futuro del clero”, sino en el “pasado de clero”. Digo que el problema más serio está en el pasado del clero porque, en este momento, los países en los que secularmente ha habido más vocaciones, más sacerdotes, más religiosos/as, son ahora precisamente los países en los que la crisis del cristianismo es más profunda. Mientras que los países que, durante siglos, tenían que mantenerse gracias a los misioneros/as que, iban de los países de más larga tradición cristiana, son en este momento los países que tienen diócesis, parroquias y comunidades cristianas con más esperanzadora vitalidad. Por eso abundan las personas que están persuadidas de que el futuro del cristianismo está en los países que, hasta hace dos o tres décadas, eran los llamados “países de misión”. Es decir, los países que necesitaban importar clero de Europa y de Estados Unidos.

Dando un paso más, creo que hay datos suficientes para pensar que la raíz de este problema no está en la “falta de generosidad” de los jóvenes. Si este asunto se piensa despacio, pronto se da uno cuenta de que la raíz de la crisis está en que el clero es una institución inadaptada. Y que, además, no es fácil que se pueda adaptar a la cultura y a la sociedad en que vivimos. Si pensamos en la formación intelectual, que reciben los clérigos, y en la espiritualidad que tienen que asumir, pronto se comprende que, ni la mentalidad de los hombres de Iglesia, ni los compromisos que tienen que vivir, los capacitan para poder ser un colectivo de personas que tengan una posibilidad (real y concreta) para influir en la gran mayoría de la gente. El clero es, y será, una institución cada día más marginal en la sociedad del presente y del futuro. Los contenidos básicos de la teología de la Iglesia, tal como eso se sigue enseñando obligatoriamente en los seminarios, interesan cada día menos a la gran mayoría de la población que todavía se relaciona con las parroquias y conventos. Por otra parte, a los clérigos se les obliga a contraer unos compromisos (obediencia al obispo, celibato, votos de castidad, pobreza y obediencia) que, sin que sean plenamente conscientes los mismos clérigos, el hecho es que esa forma de pensar y esa forma de vivir les aleja del común de los mortales. De ahí que las ideas y el lenguaje de la Iglesia están cada día más ausentes de los problemas que vive la gente. Y de ahí también que por algo será que la forma clerical de vivir, si es asumida ahora por algunos jóvenes, resulta que se trata de jóvenes que, sin saber exactamente por qué, pero el hecho es que se trata de hombres que son más integristas, conservadores y hasta más fundamentalistas que los clérigos de edad.

Por supuesto, que en todo esto hay excepciones y sería una falsedad y una injusticia generalizar y aplicar a todos los cléricos (jóvenes y mayores) este modelo de clérigo del que aquí estoy hablando. Eso no se puede hacer. Y no se puede hacer porque son muchos los hombres y mujeres que están dando lo mejor de sí mismos para que este mundo sea más habitable. Pero nadie me puede negar que, al decir estas cosas, estoy retratando una situación que es bastante real.

Pues bien, con todos los matices que haya que ponerle a lo que digo aquí, una cosa me parece evidente: o pronto se produce un cambio milagroso, o podemos decir que la institución clerical ha enfilado el camino de su desaparición. Pero, ¡atención!, la Iglesia no es el clero. La Iglesia seguirá adelante. Pero será una Iglesia de laicos. Una Iglesia, por tanto, en la que los laicos asuman sus responsabilidades y vean como suya esta Iglesia que tiene su origen en un laico, Jesús. Y que nació, no como un clero dirigente de laicos, sino como un pueblo, una comunidad de comunidades en las que todos se veían como hermanos. Y todos corresponsables de anunciar y de vivir el mensaje de Jesucristo. Las formas concretas de organización y de gestión de esta “Iglesia de laicos” no estaban claras cuando nació la Iglesia. Tampoco lo están hoy. Pero, si en sus orígenes salió adelante, también saldrá ahora y en el futuro: a corto, medio y largo plazo.

Fuente: Teología sin censura