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Ante la crisis eclesial. Por Juan Antonio Estrada, Imanol Zubero y 290
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Somos conscientes de que este escrito es un procedimiento extraordinario,
pero nos parece que también es extraordinaria la causa que lo motiva: la pérdida
de credibilidad de la institución católica que, en buena parte, es justificada y
que los medios de comunicación han convertido ya en oficial, está alcanzando
cotas preocupantes. Este descrédito puede servir de excusa a muchos que no
quieren creer, pero es también causa de dolor y desconcierto para muchos
creyentes. A ellos nos dirigimos principalmente.
1.- La Iglesia fue definida desde antiguo como santa y pecadora, “casta
prostituta”. Crisis graves no han faltado nunca en su historia, y la actual
puede dolernos pero no sorprendernos. Toda crisis es siempre una oportunidad de
crecimiento, si sabemos en estos momentos “no avergonzarnos del Evangelio” y
amar a nuestra madre. Sabiendo que el amor a una madre enferma no consiste en
negar o disimular su enfermedad sino en sufrir con ella y por ella. Si deseamos
una Iglesia mejor no es para militar en el club de los mejores, sino porque el
evangelio de Dios en Jesucristo se la merece.
2.- No hay aquí espacio para largos análisis, pero parece claro que la causa
principal de la crisis es la infidelidad al Vaticano II y el miedo ante las
reformas que exigía a la Iglesia. Ya durante el Concilio se hicieron durísimas
críticas a la curia romana. Más tarde Pablo VI intentó poner en marcha una
reforma de esa curia, que ésta misma bloqueó. Es muy fácil después convertir a
un papa concreto en cabeza de turco de los fallos de la Curia.
Por eso preferimos expresar desde aquí nuestra solidaridad con Benedicto XVI, a
nivel personal y a pesar de las diferencias que puedan existir a niveles
ideológicos: porque sabemos que los papas no son más que pobres hombres como
todos nosotros, que no deben ser divinizados. Y que si algún error grave se
cometió en todos los pontificados anteriores fue precisamente el dejar bloqueada
esa urgente reforma del entorno papal.
3.- Una de las consecuencias de ese bloqueo es el injusto poder de la curia
romana sobre el colegio episcopal, que deriva en una serie de nombramientos de
obispos al margen de las iglesias locales, y que busca no los pastores que cada
iglesia necesita, sino peones fieles que defiendan los intereses del poder
central y no los del pueblo de Dios.
Ello tiene dos consecuencias cada vez más perceptibles: una es la doble actitud
de mano tendida hacia posturas lindantes con la extrema derecha autoritaria (aunque
sean infieles al evangelio e incluso ateas), y de golpes inmisericordes contra
todas las posturas afines a la libertad evangélica, a la fraternidad cristiana y
a la igualdad entre todos los hijos e hijas de Dios, tan clamorosamente negada
hoy.
Otra consecuencia es la incapacidad para escuchar, que hace que la institución
esté cometiendo ridículos mayores que los del caso Galileo (pues éste, aunque
tenía razón en su intuición sobre el movimiento de los astros, no la tenía en
sus argumentos; mientras que hoy la ciencia parece suministrar datos que la
Curia prefiere desconocer: por ejemplo en problemas referentes al inicio y al
fin de la vida). La proclamada síntesis entre fe y razón se ve así puesta en
entredicho.
4.- Pero más allá de los diagnósticos, quisiéramos ayudar a actitudes de fe
animosa y paciente para estas horas negras del catolicismo romano. Dios es más
grande que la institución eclesial, y la alegría que brota del Evangelio
capacita hasta para cargar con esos pesos muertos. No vamos a romper con la
Iglesia, ni aunque hayamos de soportar las iras de parte de su jerarquía. Pero
tememos la lección que nos dejó la historia: las dos veces en que el clamor por
una reforma de la Iglesia fue universal y desoído por Roma, están relacionadas
con las dos grandes rupturas del cristianismo: la de Focio y la de Lutero.
Ello no significa que la ruptura fuese legítima: sólo queremos decir que no
pueden tensarse las cuerdas demasiado. Tampoco vamos a romper, porque la Iglesia
a la que amamos es mucho más que la curia romana: sabemos bien que apenas hay
infiernos en esta tierra donde no destaque la presencia callada de misioneros, o
de cristianos que dan al mundo el verdadero rostro de la Iglesia.
5.- Durante gran parte de su historia, la Iglesia fue una plataforma de palabra
libre. Hoy nadie creerá que un santo tan amable como Antonio de Padua pudiera
predicar públicamente que mientras Cristo había dicho “apacienta mis ovejas”,
los obispos de su época se dedicaban a ordeñarlas o trasquilarlas. Ni que el
místico san Bernardo escribiera al papa que no parecía sucesor de Pedro sino de
Constantino, para seguir peguntando: “¿hacían eso san Pedro o San Pablo? Pero ya
ves cómo se pone a hervir el celo de los eclesiásticos para defender su dignidad”.
Y terminar diciendo: “se indignan contra mí y me mandan cerrar la boca diciendo
que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. Más preferiría cerrar los
ojos para no ver lo que veo”… Precisamente comentando este tipo de palabras,
escribía en 1962 el papa actual (en un artículo titulado “libertad de espíritu y
obediencia”): “¿es señal de que han mejorado los tiempos si los teólogos de hoy
no se atreven a hablar de esa forma? ¿O es una señal de que ha disminuido el
amor, que se ha vuelto apático y ya no se atreve a correr el riesgo del dolor
por la amada y para ella?”.
Así quisiéramos hablar: no nos sentimos superiores, pues conocemos bien, en
nosotros mismos, cuál es la hondura del pecado humano.
La Escritura, hablando de los grandes profetas, enseña que su destino no es el
protagonismo sino la incomprensión; y ante eso nos obligan las palabras del
apóstol Pablo: “si nos ultrajan bendeciremos, si nos persiguen aguantaremos, si
nos difaman rogaremos”. Pero nos sentimos llamados a gritar porque también hay
allí una imprecación impresionante que tememos tenga aplicación a nuestro
momento actual: “¡por vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios entre las
gentes!”.
“Fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe” sabemos que podemos
superar estos momentos duros sin perder la paciencia ni el buen humor ni el amor
hacia todos, incluidos aquellos cuyo gobierno pastoral nos sentimos obligados a
criticar. Este es el testimonio que quisiéramos dar con estas líneas.
Fuente: Atrio
*Juan Antonio Estrada, es sacerdote jesuita. Doctor en Filosofía y doctor en
teología. Recomendamos entre su excelente obra, El
cristianismo en una sociedad laica. También, La espiritualidad de los laicos.
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