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El sacrificio del cuerpo femenino en la Biblia hebrea: Jueces 11 (la hija de Jefté) y 19 (la mujer del Levita). Por Mercedes Navarro Puerto, MC*El análisis narrativo feminista de las historias de la hija de Jefté y de la mujer del levita en el libro de los Jueces muestra distintas formas de violencia (física, simbólica, religiosa y narrativa) ejercida sobre los cuerpos de las mujeres, sus vidas, historias y palabras. Esta perspectiva permite descubrir algunas de las resistencias inscritas en los mismos textos patriarcales: resistencias narrativas y resistencias de las protagonistas, destacando, además, la violencia hermenéutica ejercida sobre los textos por los agentes sacrificiales y rituales en el marco religioso. IntroducciónLa violencia recorre la Biblia. Entre sus formas destaca la violencia sacrificial en sus diferentes manifestaciones. Los sacrificios cruentos tienen lugar mediante la inmolación de los cuerpos, generalmente de animales. Los sacrificios incruentos son tipológicamente más variados y no siempre fáciles de captar y valorar. Muchos de ellos recaen sobre el cuerpo y se manifiestan a través de la corporalidad. Aquí hablaremos del sacrificio del cuerpo femenino a partir de dos ejemplos textuales, que ni agotan el tema ni representan toda la diversidad sacrificial bíblica sobre los cuerpos de las mujeres, generalmente a través de la idea de la feminidad en contraposición a la de masculinidad en el marco del patriarcado. Procederé en tres momentos. El primero, introductorio y panorámico, sitúa en su contexto narrativo e histórico los textos que se van a analizar. En el segundo llevaremos a cabo, como en un focus, el estudio de narraciones del libro de los Jueces, centrándonos de modo especial en la historia de la hija de Jefté (Jue 11) y la del crimen de Gibeah o de la mujer del levita (Jue 19). En el tercer momento ampliaremos el zoom hasta salirnos del cuadro y mirar desde fuera la violencia ejercida sobre los relatos, sus protagonistas y sus interpretaciones, muchas de ellas rituales. El libro de los Jueces, uno de los más violentos de la Biblia Hebrea, ha sido considerado un libro de varones, masculino. Se han estudiado sus personajes masculinos y las acciones de varones, cuando es un libro poblado de mujeres, muchas y diversas, de principio a final. La mayoría de ellas no son convencionales: Acsá, la mujer que lucha por su herencia (Jue 1); Débora, protesisa, juez y sabia (Jue 4-5); Ya’el, guerrera y asesina (Jue 4); la madre de Sísara, Sansón y Micah (Jue 5.13.17); la mujer de Tebas, instrumento de humillación para un guerrero (Jue 9,50-57); la hija de Jefté y la esposa del levita, asesinadas ritualmente (Jue 11.19); la timnita, la prostituta y Dalila, tenidas por mujeres fatales para Sansón (Jue 14-16), las hijas de Siloh (Jue 21), las mujeres sabias que atienden a la madre de Sísara y las compañeras de la hija de Jefté (Jue 5.11). Todas ellas, aun cuando permanecen en el marco patriarcal y pretenden ser reconducidas a él por las estrategias del narrador, desafían las expectativas de género entendidas desde los patrones sexistas habituales. Algunas son descritas por su lugar de origen, su profesión o sus acciones. Unas aparecen subordinadas y sometidas y otras, en cambio, realizan acciones independientes por las que pagarán un elevado precio. Acsah es asertiva y pragmática, la madre de Micah dedica una estatua votiva a Dios, la mujer de Manoah maneja información privilegiada del mensajero divino, la hija de Jefté realiza un acto por cuenta propia antes de morir, la esposa del levita deja a su marido y se vuelve a la casa de su padre, la timnita y Dalila obtienen información secreta para sus propios intereses. En el mundo duro y violento de las historias de este libro hay mujeres de violencia brutal y otras violentadas y torturadas hasta la muerte. Para situar el marco histórico-literario es preciso tener en cuenta dos niveles, el nivel de los hechos o acontecimientos narrados, situados entre el 1200 y el 1000 a.n.e. (antes de nuestra era), y el nivel del discurso [1], procedente del segundo redactor deuteronomista (Dtr2) [2], del tiempo del Exilio, y responsable del marco teológico literario que introduce y une los diferentes episodios del libro, según el esquema: pecado, castigo, arrepentimiento y salvación. La repetición cíclica de dicho marco es monótona, pero las narraciones episódicas son ágiles, diversas y la mayoría de gran maestría narrativa y belleza literaria. Una de las pretensiones del narrador deuteronista, responsable de la edición final, es poner de relieve el estado de anarquía y desorden moral que precedió a la época monárquica, en un intento, también, de justificar esta forma de gobierno.
Es conveniente establecer el contrapunto de la violencia de las mujeres, que podemos calificar de violencia de género porque, ejercida sobre varones en contextos masculinos, está marcada por la condición femenina. Esta violencia no es estereotipada ni esquemática, sino diferenciada en rasgos y matices. En las historias encontramos víctimas de ambos géneros, pero su estatuto no es el mismo según de qué género se trate. La ira de las mujeres recorre el libro. Las mujeres asesinadas en algunas de sus historias, son, además, torturadas por los asesinos. El fuego tiene una importancia real y simbólica importante y, en especial, el sacrificio. Los asesinatos no cumplen fines militares o políticos. Me fijaré brevemente en Débora, Ya’el y Dalila, para mostrar algunos datos sobre la diversidad de las formas de violencia femenina que servirán de contrapunto al análisis de la violencia de los varones sobre ellas.
Débora y Ya’el aparecen en la misma historia (Jue 4-5) Débora es caracterizada [3] como una mujer sabia, profetisa y juez [4], en principio no vinculada a la guerra. Ella convoca a Baraq, general del ejército, para que vaya a luchar contra el enemigo Yabin, al mando de cuyo ejército se encuentra Sísara. Baraq responde que sólo irá si ella lo acompaña. Débora le dice que por su cobardía Dios le dará la victoria por mano de una mujer. Baraq lucha contra el enemigo y lo derrota. Sísara huye, perseguido por Baraq, y se refugia en la tienda de Héber el qenita, aliado de Yabin. Ya’el, la mujer de Héber, le sale al paso y lo invita a entrar en la tienda. Desarrolla con él todo un ritual sexual y materno hasta que lo deja dormido. Pero Ya’el se ha colocado ahora de la parte de los vencedores, de modo que mata a Sísara clavándolo con una estaca en el suelo de su tienda. Baraq se encuentra con Ya’el que le enseña, muerto, al hombre que busca. De esta manera se cumple la profecía de Débora, pues ha sido Ya’el la que, decapitando a la cabeza del ejército enemigo, y por tanto, al mismo ejército, se adueña de la gloria militar de Baraq. Las dos protagonistas se encuentran en ámbito de violencia y guerra. En principio son enemigas, hasta que el oportunismo superviviente de Ya’el las convierte en aliadas y cómplices. Las dos mujeres comparten protagonismo, son poderosas y una de ellas asesina con premeditación. Su contexto, no obstante, es público, la guerra. El cántico de Débora que ocupa el capítulo 5, es un cántico muy antiguo que habla de ella como madre de Israel. Ambas mujeres han pasado a la memoria del pueblo a través del tamiz de los roles aceptables por el patriarcado israelita. Una, Débora, convertida en madre y la otra, Ya’el, matando mediante ritos sexuales. Por ser poderosas son, también, peligrosas. Que lo sea Ya’el parece claro ¿pero por qué Débora? Débora, recordemos, convoca a la batalla, pero no se hace presente en ella. Cuando Baraq suplica su presencia es ella misma quien profetiza su humillación al decirle que su éxito le vendrá de la mano de una mujer. ¿A qué viene esta especie de castigo? ¿qué pide Baraq que justifique su humillación? ¿por qué parece mal la presencia de Débora en la batalla? La respuesta la encontramos siguiendo la pista a los personajes presentes en ella. En el lugar de Débora el narrador coloca a Yahveh, verdadero guerrero y protagonista de la victoria israelita. Esto nos conduce al trasfondo analéptico del relato, pues la figura de Débora está calcada de Anat, la diosa guerrera cananea del panteón de Ba’al. El narrador, bajo la apariencia de reconocimiento del rol y autoridad de Débora, quiere dejar claro que ella no es una diosa guerrera, pues sólo Yahveh puede serlo. La simbología de la palmera de Débora lo confirma, pues aparece en la iconografía de Aserah, madre de Anat. De esta forma, sin caer en la idolatría ni proponer una diosa guerrera, el narrador incorpora a su narración toda la imaginería de uso religioso, vinculada a una diosa cananea y, con ello, la desmitifica haciéndola formar parte de las historias del pueblo y de sus gestas. Las relaciones entre violencia, muerte y sexualidad, parecen reforzar la plausibilidad de esta explicación [5]. La escena de Ya’el, por su parte, está estrechamente vinculada al deber de la hospitalidad. Ya’el rompe el imperativo sagrado de la misma y asesina al general indefenso y fugitivo atrayéndole como aliada cuando ya se ha pasado al otro bando. Ella rompe con el derecho de asilo y escandaliza al lector. El relato centra enfáticamente la atención del lector en la tienda, símbolo de hospitalidad. Propone esta historia al comienzo del libro en donde, por metonimia, aparecen vinculadas muchas cosas sin que se sepa con certeza cuáles son sus dependencias. Ya’el convierte la tienda en lugar de peligro y de engaño. El narrador se sirve de la sexualidad de las mujeres, como amantes y como madres, para alertar y advertir a los hombres sobre su peligrosidad. Ya’el logra decapitar al jefe, que es una forma de castración. Con ello atenta directamente contra el sistema y su liderazgo, a modo de protesta.
Dalila es una de las mujeres de la saga de Sansón. En dicha saga encontramos otras tres. A primera vista parecen episodios simples y repetitivos y sin embargo están creados narrativamente con unas estrategias pensadas al milímetro entre las que destaca el arte de los huecos o vacíos del texto [7], las ambigüedades y los enigmas que pueblan las escenas. Son historias sutiles, complejas de elaborada estructura literaria y teológica. En ellas puede verse toda la problemática del androcentrismo dentro del patriarcado. En los distintos episodios aparece el miedo masculino a la sexualidad de las mujeres a través de cuatro imágenes femeninas. Toda la saga plantea la necesidad de presentar a las mujeres poderosas, sus cuerpos y su sexualidad como peligrosas, a fin de apropiarse de ese poder con propósitos androcéntricos y de control Parece una variación de motivos folclóricos sobre mujeres fatales para los hombres y las trampas del amor, y sin embargo los relatos contienen rupturas narrativas que permiten a lectoras y lectores decidir por sí mismos. La primera mujer es la madre del héroe, presentada como esposa de aparente independencia ante su marido. Una mujer que controla la información del mensajero de Yahveh empeñado en hablar con ella, en lugar del marido, y hacerla a ella objeto de su revelación: la concepción del héroe y su futuro destino de juez. Ella, única presentada de forma positiva, es punto de partida, referencia y contrapunto de todas las demás: es madre y es buena; las otras tres no son madres y son malas. Es anónima, no se describe su contexto o problemática, de forma que queda reducida a su rol. Se trata, en frase de Cheryl Exum, de una mujer fragmentada, pues su historia es incompleta con el fin de que los oyentes y lectores puedan completarla fácilmente, es decir, en conformidad con los estereotipos, convenciones y supuestos. Sansón se relaciona con tres mujeres. Se casa con una extranjera de Timná que pretende obtener de él información presionada por los filisteos bajo amenaza de prenderle fuego a ella y a su familia. Los hechos se precipitan en la misma ceremonia de la boda, una vez que ella ha conseguido su propósito. Utilizada por los mismos filisteos, su logro no consigue evitarle la muerte. A esta historia yuxtapone el narrador la relación de Sansón con una prostituta, utilizada nuevamente por los filisteos para hacerle caer en una emboscada. Ambos se salvan por muy poco. Y por último es narrada la relación de Dalila con el héroe, la única que consigue desvelar el secreto de la fuerza de Sansón, al que conduce a la muerte a la vez que mata a los filisteos, entre quienes posiblemente esté incluida la misma Dalila. El narrador yuxtapone estas historias de manera que el lector las perciba a través de un mismo patrón evaluativo: las mujeres hacen las mismas cosas, todas son prostitutas, seducen sexualmente al héroe, pretenden traicionarlo... olvidando que la timnita era su mujer legal y que de Dalila no se dice en ningún lugar que sea prostituta. Olvidando, sobre todo, que dos de ellas mueren y la prostituta se salva de milagro. El héroe es un perdedor porque no responde a las claras divisiones ideológicas del texto: endogamia-exogamia, casa paterna-casa de mujeres, los propios-los otros, mujeres buenas-mujeres malas, etc. Las historias colocan a los personajes en las dos orillas de estas fronteras, en peligro y crisis continua, vinculando el sexo al conocimiento y al poder. Las únicas que tienen acceso a ese conocimiento poderoso y prohibido son la mujer timnita y Dalila, pero, parece decir el narrador, pagando por ello un elevado precio, el precio de sus vidas. La clave de los enigmas que recorren estas historias se encuentra en el término amor. Sansón y Dalila son presentados como una variación del motivo folclórico popular del miedo masculino a las mujeres. Dalila es un personaje independiente, y actúa como una caza recompensas (posiblemente por ser independiente y para seguir siéndolo) sin engaño ni camuflajes mal llamados femeninos, sin esconder lo que pretende hacer con la información que obtenga. Dalila castra simbólicamente a Sansón, como indica el corte de los cabellos que, a su vez, debilita su potencia. Con Dalila Sansón pierde poder, información, potencia sexual, la vista y la vida. Es una lección para los hombres que, como Sansón, se prendan de extranjeras, pues cuando desvela su secreto, queda convertido simbólicamente en una mujer. Poder con cien hombres, no le libra de la humillación de no haber podido con una mujer. La conclusión no se hace esperar: las mujeres son poderosas y peligrosas. Lo que el texto no dice explícitamente es que esta peligrosidad de su poder sigue estando bajo el control de los hombres, pues los filisteos controlan a las mujeres que se atreven con Sansón, las utilizan para sus propósitos y luego las matan. Los lectores/as suelen olvidarse, además, de que Sansón también es traicionado por sus propios compatriotas israelitas, tal vez porque el narrador no califica tales actos expresamente de traición, reservando el término para las mujeres y los extranjeros. Estas mujeres son víctimas y verdugos. Son cómplices del sistema si aceptamos la narración en su superficie, pero no lo son si entramos en sus huecos, pues ellas, sus acciones y sus relaciones pueden ser problematizadas. El narrador, por ejemplo, fragmenta narrativamente a Dalila al no informar sobre sus motivos para obtener información y pasarla a los filisteos, o para obtener dinero, algo que valoramos en nuestro contexto, pero que no obedece a los mismos criterios hace 3000 años. Junto a los miedos de los varones acerca del poder y peligro de las mujeres, estas historias dan cuenta de otra estrategia androcéntrica del patriarcado: el miedo femenino a la agresión masculina. La amenaza de muerte a la mujer timnita es un buen ejemplo, e incluso la presión de los filisteos sobre Dalila. En el texto aparecen, en efecto, tres estrategias androcéntricas de control patriarcal sobre las mujeres, sus cuerpos y su peligroso poder: la primera, la amenaza de agresión física, la segunda la recompensa y la tercera, más sutil, la división dicotómica entre mujeres buenas (la madre de Sansón), y mujeres malas (todas las demás) La saga opone la madre a la mujer timnita y a Dalila. Lógicamente no se opone a la prostituta porque ella, al encontrarse fuera del sistema, no es percibida como amenaza. La conclusión es que las mujeres no son fiables, pueden ser fácilmente intimidadas y manipuladas y, además, se convierten en depravadas morales. 2. Focus: Violencia y Sacrificio femenino en los TextosLa llamaré Re’ah, compañera en hebreo, pues el acto de darle nombre, como pide Mieke Bal [8], es un primer compromiso con quien en el relato es sólo la hija de Jefté. Resumo la historia. Asediados los israelitas van a buscar a Jefté, un valeroso guerrero al que habían expulsado por ser hijo bastardo de una prostituta, prometiendo hacerle capitán del ejército. Jefté acepta luchar contra los amonitas y el espíritu de Yahveh viene sobre él, un tópico narrativo que implica garantía de victoria. Jefté, sin embargo, hace un voto: si Yahveh le da la victoria ofrecerá en sacrificio a quien [9] primero salga a su encuentro a la vuelta de la batalla. Vence a los amonitas y al volver le sale al encuentro su única hija, soltera, con cantos y danzas, como era habitual en estos casos. Jefté hace una larga lamentación en la que culpa a la hija de ser su desgracia. La hija se muestra conforme con el cumplimiento del voto y, antes de su ejecución, pide irse dos meses al monte con sus amigas a llorar su virginidad.
La composición narrativa va yuxtaponiendo lo público y lo privado en cada una de sus escenas [10]: la crisis pública de la enemistad entre las naciones con la crisis privada de la enemistad entre hermanos (10,17-11-3), la crisis privada en Israel y la pública con Ammon (11,4-28), el asesinato público de Amón por Israel y el asesinato privado de su hija por Jefté (11,29-40) Privado y público aparecen, así, estrechamente relacionados, con implicaciones mutuas que, miradas en la perspectiva feminista no hacen más que corroborar el principio de que lo personal es político, pues muchos indicios de la narración inducen sospechas sobre las coincidencias y el azar de las circunstancias. La muerte de la hija es, en otro sentido, la muerte del padre que se ve privado del único futuro posible, el de su descendencia. Sacrificando a la hija se sacrifica Jefté, pero, como en la historia de Sansón, el narrador parece culpar de la ruina de Jeefté a las mujeres, la madre extranjera [11] (considerada prostituta) y la hija. El voto de Jefté es superfluo e impropio, pero es legal y debe cumplirlo. Lo importante, sin embargo, no es el voto en sí, sino su objeto humano, y su poderosa palabra [12] capaz de matar, una palabra a la que se une la poderosa y letal palabra del narrador aliado con el personaje. El poder de la palabra no toca techo en la muerte, sino que, pronunciada por Re’ah, crea un verdadero acto lingüístico, un rito verbal que desafía a la muerte y el olvido.
En el encuentro a la vuelta de la batalla Jefté lanza a su hija un discurso egocéntrico, victimista y trágico acusándola de su desgracia. La hija, que nada sabía del voto, contrapone un discurso sereno y de aceptación, distante, sin victimismo ni autocompasión. Tanto, que induce sospechas. Éstas se confirman cuando los comentaristas, predicadores y exegetas, siguiendo al narrador, alaban la postura de la muchacha que acepta y se somete, y cuando muchas de las estudiosas feministas pretenden encontrar resquicios salvables entrando, por ejemplo, en la perspectiva del narrador que presenta a Re’ah con enorme dignidad al aceptar la inevitabilidad del cumplimiento del voto, cuando lo cierto es que el padre podría haber conmutado su objeto. Re’ah está muerta nada más salir de la seguridad de la casa para encontrarse con el hombre instrumento de su muerte. Quedarse en casa, parece decir el narrador, salva a las mujeres. Salir, incluso a recibir al padre y encabezar la danza de la victoria, es peligroso y mortal. El narrador propone una combinación de factores en la acción narrativa que exculpa al padre (aunque no lo consigue del todo) y condena a la hija. Y puesto que ella ha salido de la casa ha de someterse al voto pronunciado. De esta manera la subordinación de la hija mediante el cumplimiento del sacrificio preserva la autoridad paterna. Los hombres realizan acciones, las mujeres responden a ellas de modo que quedan atrapadas por fuerzas que parecen escaparse de su control, pero en realidad sólo se trata de acciones que están bajo el control de los hombres y que pueden (podrían) ser cambiadas. La hija pronuncia, además, un segundo discurso en el que consciente de su destino transforma su muerte en muerte prematura, sacrificio inadecuado e injusto y muerte violenta sin memorial, pues el fuego sacrificial impide su sepultura y su virginidad la descendencia. Elige para sus últimos días a otras mujeres, sus amigas o compañeras hicra’ttinî, hijas de Israel que serán las encargadas del memorial, mujeres que recuerdan a mujeres. Así la historia cambia su foco del padre a la hija, del voto a la víctima, de la muerte a la vida, del olvido al recuerdo. Pero esto, si no mantenemos la perspectiva crítica, se convierte en un peligroso instrumento destinado a perpetuar la condición de víctima de esta hija a favor de los intereses androcéntricos del patriarcado.
La decisión adoptada por Re’ah de irse dos meses a las montañas con sus amigas a lamentarse (traducción dudosa) no tiene parangón en la Biblia. Tampoco lo tiene el memorial por el que las muchachas se juntan allí de año en año a recordar a Re’ah. La interpretación habitual entiende el lamento de Re’ah con las amigas por su virginidad como el pesar por su maternidad frustrada, una interpretación patriarcal a todas luces. Los hombres sí se preocupan (como lo hizo Jefté) por su descendencia. Las mujeres del sistema se ocupan de la descendencia de los varones, pues ellas eran consideradas los únicos humanos que morían de verdad al no reconocérseles descendencia ni futuro propios. Esto indica hasta qué punto el texto patriarcal y el sistema desde el que se lee identifican a las mujeres con su función procreadora, negándoles todo lo que constituye su identidad de personas. Por esta razón no se puede aceptar que llorar su virginidad sea lamentar su maternidad imposible. Una segunda interpretación de su lamento es que llora porque va a morir sin conocer la sexualidad. Para el texto y lectura patriarcales, que identifican sexualidad con heterosexualidad y ésta con penetración, no cabe (en un texto abierto como este) la posibilidad de un rito de iniciación erótico y sexual de mujeres. Pero nada impide entender los escasos datos como una grieta en el sistema patriarcal ni, tampoco, dejar abierta la posibilidad de que se trate de una versión masculina de un ritual de mujeres. Nunca lo sabremos, aunque podemos especular y formular nuestras preguntas problematizando las interpretaciones convencionales. No deja de ser sospechoso y alarmante, decíamos, que Re’ah acepte su destino de forma tan serena. Lo cierto es que en el lugar de su carne queda la palabra ritual de las mujeres, el memorial por la muerte de una virgen, entendiendo virgen no en referencia a la ausencia de relaciones sexuales con un hombre, sino al tiempo liminal de la betulah y la posibilidad de tener un proyecto propio. Es sospechoso y alarmante que se quiera hacer de ella una hija perenne, como indica el hecho de su anonimato. Aceptando su estatuto de víctima, celebrando el ritual de muerte de una virgen condenada al estatuto permanente de menor, sujeta a la autoridad paterna, subordinada e hija, intérpretes, exegetas, lectores y lectoras, recordamos y celebramos la sumisión, sirviendo perfectamente a las intenciones y propósitos del patriarcado. Las mujeres que celebran el rito, en esta perspectiva, tienen la función de perpetuar la condición de víctima sometida de Re’ah. Por eso, Cheryl Exum y otras autoras como Mieke Bal, animan a las exegetas y lectoras a ponerle nombre resistiendo a la estrategia patriarcal. Es significativo que el último acto de esta muchacha antes de morir se encuentre tan explícitamente alejado de su padre, prolongando su cuerpo en la palabra de otras mujeres. Resistirse es también negarse a reconocer la dicotomía entre víctima y verdugo, que libra a la víctima de toda complicidad en su sacrificio. Negándonos a reconocer que la línea que separa la inocencia de la culpa no es clara y nítida, resistimos al patriarcado androcéntrico. Ya sabemos que el patriarcado es un logro común de varones y mujeres. No podemos permitir que ella hable a través del sistema sacrifical y de la autoridad patriarcal, absolviéndola de toda responsabilidad.
Resistencia al patriarcado del rito y de la narración es también la deconstrucción del concepto masculino de virginidad. El narrador deja que sea la misma Re’ah quien utilice el término [13] delegando en el lector/a la interpretación. Negándonos a definirla en términos patriarcales nos colocamos en un lugar adecuado para entender a Re’ah en su misma resistencia. El libro de los Jueces, veíamos, introduce mujeres de diverso estatus civil y sexual, pero sorprende el número de vírgenes e induce la sospecha sobre su sentido y su función (Aksah en Jue 1; las compañeras de la hija de Jefté, Jue 11; la timnita de Sansón en su primer matrimonio no consumado, y consumida luego por el fuego Jue15,6; la hija virgen del hospedero del levita, Jue 19; las vírgenes de Jabesh-Gilead y de Silo en Jue 21) El estatuto de las vírgenes en este libro aparece estrechamente vinculado a sacrificio, violación, muerte, secuestro... y el concepto mismo de virginidad está en una nebulosa de confusión. La historia de Jefté es, en ello, paradigmática. No debería sorprendernos encontrarse con vírgenes, cuando en las historias de este libro abundan el fuego y el sacrificio [14]. La razón de que Re’ah sea virgen es, en parte, de pureza ritual, pues para ser sacrificada una víctima ha de ser virgen. Pero la virginidad se refiere, sobre todo, a un tiempo, a un estado de transición de las mujeres israelitas, un momento crítico y único, una brecha en el patriarcado entre la condición de hija, propiedad del padre y la condición de esposa, propiedad del marido Un momento de posible autonomía femenina, que es percibida por el patriarcado en toda su peligrosidad. La virgen núbil no pertenece a nadie. En parte no es nadie ya que las mujeres en su contexto definían su identidad sobre la base de su pertenencia a un hombre y su familia. Las vírgenes están para ser dadas, rompiendo así la ambigüedad de su estado transitorio. Dentro del marco de Jueces el único modo de romper el tabú de la virginidad es la sustitución del ritual ocasionado por el tabú por otro rito. Lo curioso es que el narrador al hablar de las amigas, hijas de Israel, no utiliza betulah, término usual para este estatus, sino el plural de re’ah, compañeras [15]. Si seguimos creyendo que Re’ah se lamenta por su virginidad y no por su muerte prematura, seguiremos perpetuándola como víctima adecuada para el sacrificio. No es casual que la primera palabra de su discurso de despedida sea padre mío y la última mis compañeras. No es casual, en un texto pensado narrativamente al milímetro. Debemos encontrar en su discurso las huellas de su resistencia. De la primera a la última palabra Re’ah realiza todo un recorrido psicológico. En la primera palabra señala la autoridad del padre como responsable máximo. En la última reconocemos su desplazamiento a la solidaridad de las amigas, otras hijas, las hijas de Israel que impiden el olvido, las compañeras. El ritual de recuerdo, así, es conducido por mujeres solas. La identidad de la joven ya no es la de hija sino la de compañera. El rito redesigna y redefine el momento mismo de transición resistiendo al concepto patriarcal de virginidad. Queda inaugurado, celebrado y perpetuado por el rito un momento autónomo y de identidad propia definido por las mismas mujeres bajo la relación de compañeras o amigas. La lectura feminista del texto puede, así, hacer dos cosas: a) destacar los mecanismos del patriarcado, lógicamente para resistirse a él, y b) destacar las resistencias de las mujeres al patriarcado en sus discursos.
Jueces 19 cuenta otra historia de sacrificio femenino. Un levita estaba casado con una mujer forastera. A raíz de una pelea, la mujer abandona al marido y vuelve a la casa de su padre. El marido va a buscarla. El suegro lo retiene retrasando la vuelta y en el viaje, al hacerse de noche, deciden pernoctar en Gibeah, una aldea de la tribu de Benjamín. Un forastero, que vuelve de su trabajo en el campo les ofrece hospedaje. Al rato se presentan unos hombres del pueblo pidiendo que le entreguen al levita para abusar sexualmente de él. El hospedero, horrorizado, les dice que dispongan de su mujer; o de su hija virgen. Los hombres rechazan el cambio y siguen requiriendo al levita. Éste, entonces, toma a su mujer y la entrega a los hombres para que hagan con ella lo que quieran. Ellos abusan de la mujer durante toda la noche. Al alba, cuando el levita va a continuar su viaje, abre la puerta y encuentra a su mujer en el suelo y con una mano en el umbral. Le dice ¡vamos! instándola a que se levante, pero al ver que no se mueve la coge y la carga en el burro. Cuando llega a su casa toma un cuchillo y descuartiza el cuerpo [16] en 12 partes que envía a las tribus con un mensaje de reclamo a la venganza. Las tribus responden y declaran la guerra santa al clan de Benjamín. Puesto que el narrador deja a la mujer en el anonimato, la llamaremos, como hace Cheryl Exum, Sheber que en hebreo significa ruptura.
El narrador califica a Sheber como zonah que se traduce habitualmente por prostituta, pero se aplica a toda mujer israelita cuya conducta sexual se desvía de la norma [17]. Este calificativo se debe al acto de autonomía (relativa) que supone dejar al marido y volver a la casa de su padre, autonomía que ofende el orden social y, por ello debe ser castigada. Sheber sufre en la historia una degradación progresiva y total, pues de ser una mujer activa que realiza un acto propio e independiente pasa a ser una mujer forzada a volver, entregada por su marido a unos hombres que buscan humillarle, violada y torturada hasta casi la muerte, rematada por el marido en su casa, descuartizada y dispersada por las distintas tribus israelitas. Los hombres utilizan a Sheber para humillar al levita. El cuerpo y la sexualidad de ella son el medio y soporte del mensaje a través del cual puede entenderse el funcionamiento ideológico del poder-sometimiento de un género al otro a partir del deseo y aversión de los varones a la homosexualidad. Los hombres de Gibeah no son homosexuales, pero para humillar al levita utilizan la violación homosexual, pues la homosexualidad se considera un atentado a la rígida jerarquía entre los sexos, sobre cuya base el mayor insulto es decir a un hombre que actúa como una mujer, especialmente en el ámbito sexual. En las relaciones homosexuales masculinas uno de los dos hombres (pasivo) es el objeto sexual y el otro (activo) el sujeto. El hombre pasivo es reducido a mujer y se queda sin honor, que es como decir sin identidad. La homosexualidad masculina en la Biblia implica sumisión social, humillación y mancha. Los hombres que mantienen relaciones sexuales con otros hombres se consideran simbólicamente manchados e impuros, pues la homosexualidad masculina confunde las categorías e identidades de género. Esta impureza explicaría el sacrificio encubierto de la mujer por el levita. Los ciudadanos de Gibeah, en efecto, aceptan a la mujer al final porque cuanto hacen con ella simboliza el trato que el levita les merece. Puesto que ella es de su propiedad, la conducta contra la mujer repercute en su honor masculino. Los hombres del pueblo desafían el honor del levita a través de su mujer. Las acciones contra su propio honor se reflejan no sólo en el individuo sino en el pueblo, la tribu y todo el resto de Israel. El levita matará ritualmente a la mujer y, ya en su casa, con los trozos de su cuerpo, convocará a las tribus a una guerra para lavar su deshonra. En Jue 20,5 el levita cuenta su versión de los hechos al resto de las tribus en la asamblea de Mizpah. Esta narración muestra al lector/a un punto de vista diferente al del narrador en Jue 19. Al narrar que los hombres de Gibeah quisieron matarle a él, el levita evita implicarse en el asesinato de su mujer, que, a esta luz, deja clara su culpabilidad. Su discurso reduce (y simplifica) una situación de complicidad y culpabilidad múltiples, a un escenario en donde él es la víctima y los hombres de Gibeah los únicos culpables. El lector/a, sin embargo, conoce la versión de los hechos dada por el narrador. Las diferencias en el punto de vista sobrepasan el nivel del texto hasta alcanzar la traducción. La tensión narrativa producida por la ambigüedad de la muerte de la mujer según el texto hebreo (Texto Masorético), es resuelta en la versión griega de los Setenta que deja claro en Jue 19,28 que la mujer estaba muerta, adoptando el punto de vista del levita en su versión de los hechos en Jue 20,5.
La conducta del levita expresa, además, el ancestral código de honor según el cual si su mujer no es para él no lo será para ninguno. Convierte el cuerpo de la mujer en sexo y el sexo femenino en propiedad y símbolo de poder. La amenaza ha sido tal que descuartizando el cuerpo femenino lo desexualiza. Los trozos enviados a las tribus han dejado de ser peligrosos. Ya no son carne, no son nada. Este mensaje dirigido a las mujeres se traduce en que todo acto de autonomía sexual puede resultar castigado hasta la muerte y, refuerza el leit motiv del narrador en el libro al referirse a las mujeres, señalando las consecuencias que conlleva para ellas abandonar sus casas, que es decir salir de las normas del patriarcado. Mucho antes de que la historia reciente y la crónica actual nos informara de la estrategia patriarcal de la culpabilización de las víctimas, esta historia bíblica ya lo testimoniaba, pues el narrador, que no siente simpatía alguna por el levita, es cómplice en la tarea culpabilizadora de Sheber. De la historia se desprende que el uso de la violencia sobre el cuerpo de las mujeres, entonces (como ahora) resulta un eficaz instrumento de control de la sexualidad femenina. Nadie en la historia la defiende. No hay juicio ni condena ni intervención de Yaveh.
La narración de Jue 19 no concede nunca la palabra a Sheber. Primero, en la información del narrador, habla su acción, y más tarde su mismo cuerpo objeto de violaciones y violencia cruenta. Al final del relato su cuerpo sacrificado al honor patriarcal es su palabra y como palabra fragmentada es enviado a las tribus. Como indica Cheryl Exum, es un cuerpo creado semióticamente para convocar la asamblea de tribus, pero cuando ésta se lleva a cabo (Jue 20), no se deja hablar al cuerpo pues el levita toma la palabra en su lugar. Paradójicamente, destruyendo la evidencia del crimen al descuartizar el cuerpo, el levita se autoacusa. Traicionado por una conciencia narrativa culpable el texto critica su propia ideología mostrando una de las grietas del patriarcado [18]. Los últimos capítulos del libro muestran la guerra de las tribus contra Benjamín ilustrando la ideología teológica deuteronomista del caos que precedió a la época monárquica en Israel, de forma que el crimen de Guibeah, con sus propias consecuencias para las tribus y la unidad del pueblo, son incluidas en el mal estado general de las cosas sin platearse en ningún momento las implicaciones de género de muchas de sus historias. No en vano la casi totalidad de los comentaristas de todas las épocas han leído esta narración desde ese estado general de maldad y desde la transgresión del sagrado deber de hospitalidad oriental, mostrando de este modo su complicidad con el narrador e incluso con el levita protagonista.
Las exegetas feministas que utilizamos el análisis narrativo lo sabemos bien. La mayoría de las estudiosas prefiere acercarse a ellas mediante la reconstrucción histórica, filológica, antropológico cultural, o a través de las evidencias arqueológicas... Con tal esfuerzo de honesta objetividad, no obstante, se pretende eludir, a menudo, el campo minado de las mismas narraciones. Todas las perspectivas se vuelven necesarias para lograr un acercamiento crítico, pero si se eluden las historias los otros intentos resultan insuficientes, pues no sólo deberían iluminar las historias. También deberían problematizarlas. Con frecuencia, sin embargo, las justifican adaptando su sentido al marco. La impregnación religiosa de las mismas dificulta más la tarea. El caso bíblico es especial, porque impregna la cultura occidental y ejerce todavía una enorme fascinación, pues por algo se encuentra en la base de nuestra literatura realista. Sus historias son, además, magistrales desde el punto de vista narrativo. Numerosos relatos, como la mayoría del libro de los Jueces, han sido sistemáticamente silenciados. Otros, sin embargo, se siguen narrando acríticamente, asumiendo los puntos de vista patriarcales en los que nacieron y se transmitieron, y reforzando las estructuras del patriarcado. Realizar una lectura narrativa deconstructiva y reconstructiva, accesible al público medio parece una tarea de titanes. La narrativa asusta a las exegetas feministas. Con frecuencia el problema se plantea en los términos en que solemos plantear otros problemas narrativos actuales, como por ejemplo la narrativización fílmica de la violencia en el cine y en la televisión. La perspectiva de la polémica es la misma, una perspectiva dicotómica falsa: ¿contamos o no contamos? ¿ocultamos o mostramos? A mi modo de ver preguntas de este tipo indican la pasividad y la tranquilidad con que dejamos las historias en manos de los y las narradores del patriarcado. Siempre que dejamos las historias a otros/as estamos siendo cómplices. Las historias son siempre armas poderosas. Cambiarlas no es cosa fácil, identificar sus puntos de vista y modificarlos requiere lucidez y arte.
Los textos bíblicos, es verdad, nos han sido contados bajo la perspectiva eclesiástica que ha ejercido violencia sobre ellos, especialmente cuando se trata de textos referentes al orden social construido sobre los géneros y la primacía patriarcal del varón y lo masculino sobre la mujer y lo femenino. Sin embargo, como han apuntado exegetas y teólogas feministas desde hace décadas, estos textos han servido a las mujeres tanto para su opresión como para su liberación. Son textos universales y no por el hecho de que hayan sido transmitidos por todo el orbe a lo largo de la historia, sino por su condición y su trasfondo antropológico. No hay textos ni narraciones externas o fuera del patriarcado, porque no tenemos evidencia de tiempo, época o situación que no sea patriarcal. A la par, los textos, como la historia, los personajes, las ciencias... son construcciones históricas y humanas. Como tales, en lugar de permitir su esencialización, podemos devolverlos a sus condiciones históricas y mirarlos desde la violencia hermenéutica de que han sido objeto, tanto por los hombres como por las mujeres, de ayer y de hoy. Las historias a las que me he referido son historias que testimonian otras narraciones de otras culturas: las conversiones de las diosas en dioses (Débora), la mujer independiente convertida en mujer fatal (Dalila), la legitimación sacrificial de las víctimas y la culpabilización de las mujeres autónomas sexualmente (Sheber) Son historias permanentes, que remiten a contenidos arquetípicos en el sentido junguiano de la palabra. Por eso siguen estando a nuestra disposición. En nuestras manos está luchar contra la violencia hermenéutica, recuperar la carne de las mujeres, la carne de sus cuerpos, la carne histórica narrativa, la carne que las rescata de los sepulcros del silencio y el olvido.
No es casualidad que en el libro de los Jueces las mujeres que matan sean independientes y en cambio las matadas sean propiedad de alguien: padre, marido o ambos a la vez. Tampoco es casual que los asesinatos de los hombres se encuentren en ámbitos de justificación (la guerra, el honor, la lealtad...) y los de las mujeres, a excepción de Ya’el, en ámbitos de culpabilidad y que los primeros respondan al área que consideramos pública y los segundos a la considerada privada y doméstica. Leyendo estas historias he recordado otras muchas, entre ellas la novela de Nicci French llamada A flor de piel [19] en la que un asesino mata a dos mujeres de un determinado perfil psicosocial, que deja la investigación en manos de las instituciones policiales y sociales y fracasa, en cambio, en el caso de la única que asume hacerse cargo de sí misma y de su autodefensa. Pero también me vienen a la mente letras de canciones heavy que hablan de sacrificios cruentos femeninos, videoclips, anuncios televisivos, películas, literatura [20]... que nos ha familiarizado con rituales truculentos de asesinos en serie de mujeres, que culpabilizan el poder de seducción femenino como poder peligroso. Y me vienen a la memoria las noticias de la prensa diaria o a través de internet sobre los crímenes que tienen lugar contra las mujeres en éste y el resto de los países del mundo a manos de sus maridos, amantes, hijos... asesinando a las mujeres a las que dicen amar. El mensaje de fondo no es muy distinto del mensaje del narrador deuteronomista de Jueces: esto le pasa a las mujeres por atreverse a ser autónomas, por sus actos de independencia, por salir a la arena pública dejando sus casas, por querer hacer sus vidas por sí y para sí. Y las víctimas, de nuevo, son convertidas en culpables. Nos despojan, así, no sólo de la carne, de la vida, de la energía, sino del derecho a la responsabilidad. Es peligroso el manejo victimista que se percibe con frecuencia en nuestros ambientes como un giro de tuerca del patriarcado. Sigue siendo peligroso el miedo que infunde en las mujeres la amenaza de la agresión física. ConclusiónDe cuanto queda dicho concluyo lo siguiente: Referencias Bibliográficas[1] Cf CHATMAN,S., Historia y discurso, (Madrid, Taurus 1990). [2] Cf. BOLING, R.G., “Judges, Book of” en D.N. FREEDMAN (ed.), ABD, vol 3, Doubladay, New York, 1992, 115-11. También puede verse MOORE, G.F., Judges, (Edimburgh, T&T, 1989) SICRE, J.L., Introducción al Antiguo Testamento, (Estella, Navarra EVD 1992) 148ss, piensa que los autores deuteronomistas datan de la época del rey Ezequías, hacia el s. VIII a.n.e. [3] Es descrita, enfáticamente, como una mujer profeta, porque nebiah (forma femenina de profeta) es ya inequívocamente femenino. Esset lapiddot, se suele traducir como mujer de Lapidot como si éste fuera su marido. Es narrativamente más coherente, traducir mujer relámpago en paralelismo con mujer profeta. Así lo entiende, por ejemplo, ALTER, R., The World of Biblical Literature, (London, SPCK 1992), 41. [4] Los Jueces son personajes suscitados por Yahveh como líderes carismáticos para asumir el mando de Israel, salvar al pueblo y administrar justicia. Débora es la única mujer a la que se atribuye el rango de juez. [5] Puede verse por extenso ACKERMAN, S. Warrior, Dancer, Seductress, Queen.Women in Judges and Biblical Israel, (New York, Doubleday, 1998). [6] Seguiré en buena medida a EXUM, J. Ch., Fragmented Women. Feminist (Sub)versions of Biblical Narratives (Sheffield, Sheffield Press, JSOT,1993). [7] Cf STERNBERG, M., The Poetics of Biblical Narrative (Bloomington, Indiana U.Press, 1987). [8] Cf BAL, M., Death and Dissimmetry. The Politics of Coherence in the Boook of Judges, (London-Chicago, The U.Chicago Press,1988) La autora la llama Bath, hija, pero yo prefiero, por coherencia, cambiarle el nombre por el término que expresa la identidad derivada de su decisión final, Re’ah, compañera. [9] No todos los autores están de acuerdo en que el narrador se refiera a un sacrificio humano. ALONSO SCHÖKEL, L., Josué y Jueces, (Madrid, Cristiandad 1973), 201 cree que sí, porque era costumbre en aquel tiempo ofrecer sacrificios humanos a los dioses, aunque Israel lo tenía prohibido: cf Dt 12,31; Lv 18,21; 20,2; 2Re 3,27; 17,21; Sl 107,38. [10] Según la composición propuesta por TRIBLE, Ph., Texts of Terror, (Philadelphia, Fortres Press 1984), 110 que, aunque un tanto forzada, responde a ciertos momentos de la narración. [11] Según HAMLIN, E.J., Judges. At Risk in the Promised Land, ITC, (Grand Rapids 1990), 113 y ERLANDSON, S., znh, TDOT, 4,101,.zanâh es una esposa menor, amante o mujer extranjera (cf Neh 13,23), por ello debe ser excluída de la participación en la vida religiosa y política de la comunidad (cf Dt 23,6). = [12] Se trata de palabras performativas, de gran poder psicológico y social. La antigüedad demuestra en casos suficientemente numerosos el poder de la palabra dentro y fuera de la Biblia. Hoy, pensamos, eso ya no es así y sin embargo, aunque sea de manera más mediada, sigue siendo mortífera (por ejemplo los pronuciamientos y sentencias legales...) Sobre la seriedad e importancia del voto en Israel y en el Antiguo Oriente Próximo puede verse PARKER, S. B., “The Vow in Ugarit and Israelite Literature” Unagrit-Forschungen 11, (1979) 693-700 y también The Prebiblical Narrative Tradition, (Atlanta, Scholars Press,1989). [13] Jue 11,37. El narrador no menciona en la presentación de la hija (Jue 11,35) su estatuto, sino sólo que es hija y es única. El término (betulah) sólo aparece en el discurso directo de la joven. [14] La historia y el motivo no son ajenos a la literatura extraisraelita del tiempo. La Eneida de Virgilio cuenta una historia semejante sobre Idomeneo, rey de Creta, que sorprendido por una tormenta en el viaje de regreso a su isla había hecho el voto de sacrificar a Poseidón al primero que encontrara al desembarcar. Encontró a su hijo y lo sacrificó, pero el sacrificio no fue aceptado y tuvo consecuencias negativas. La historia de Ifigenia (Eurípides y Racine), por su parte, resuena en la de Re’ah con variaciones. Agamenon, según los dioses, debe sacrificar a su hija Ifigenia a la diosa Artemis si quiere vientos favorables. El sacrificio es aceptado, pero los griegos lo condenan como algo repugnante. Cuando está a punto de ejecutar la matanza, Artemis sustituye a Ifigenia por un animal (Cf Gn 22) En el nivel del discurso es posible esta intertextualidad. Del mismo modo que podía haberse servido de diosas sobre las que colocar las figuras desmitificadas de Débora y Ya’el, podría haber desmitificado la historia de la diosa y heroína convirtiéndola en víctima y sometida al patriarcado como centro de una cultura. [15] El hebreo conoce varios términos para designar este momento: na’arah: la mujer núbil en poder del padre; la betulah, mujer núbil dispuesta para el matrimonio y la ’almah, mujer casada, antes de su primer embarazo, susceptible al repudio si, por ejemplo, no se queda encinta. [16] Asumo con diversas autoras que es el marido quien remata a la mujer en su propia casa convirtiendo el crimen de los hombres de Gibeah en un rito sacrificial encubierto, destinado a lavar su propio honor. Cf BAL, M., Death, o.c. y también véase MÜLLNER, I., “Lethal Differences: Sexual Violence as Violence agaisnt Others in Judges 19” en BRENNER, A. (ed.), A Feminist Companion to the Bible: Jugdes, (Sheffield, Sheffield Academic Press, 1999)133. [17] El narrador utiliza ζανΑη +’al que podría traducirse como jugar a la prostituta, una expresión que indica claramente la ideología según la cual el cuerpo de las mujeres es propiedad de los hombres. Cf EXUM, Ch., Fragmented Women o.c. 182. [18] Id. 191. [19] FRENCH, N., A flor de piel (Barcelona, Círculo de Lectores 2003). [20] Algunos ejemplos pueden verse en MIEZDIAM, M., Chicos son, hombres serán, (Madrid, Horas y Horas 1995), 276-277. [21] Cf. BALMARY, M., Le sacrifice interdit, Grasset y Fasquelle, Paris 1986.
* Mercedes Navarro Puerto es hermana de la Orden de las Mercedarias de la Caridad. Es doctora en Filosofía, Doctora en Psicología y Doctora en Biblia. Miembra fundadora de la Asociación de Teólogas Españolas, pertenece a la Asociación Europea de Mujeres para la Investigación Teológica y a la Asociación Bíblica Española. Es una de las pensadoras más lucidas del movimiento feminista mundial. Durante Febrero del 2009 tuvimos el honor de tenerla en Córdoba invitada por la Universidad Católica de Córdoba y la Escuela de Estudios Bíblicos Parresia.
Fuente: Artículo publicado en
Ciudad de Mujeres, el Miércoles 3 de mayo de 2006
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