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La mejor defensa (Por Washington Uranga)
George Bush, el presidente que actúa con lógica de “ángel
exterminador” para acabar con el mal que sólo puede imaginar en filas contrarias
y nunca reconocer en las propias, sumó ayer una visión de estratega futbolístico
para justificar los bombardeos contra Afganistán: “La mejor defensa contra el
terrorismo es el ataque”.
Si no resultara tan trágico, tan patético, cabría una sonrisa tras observar las
imágenes que muestran aviones norteamericanos que arrojan en paracaídas cajas de
“ayuda humanitaria” para los indefensos afganos. Curiosamente esas imágenes sí
se difunden y no aquellas que muestran los daños producidos por los bombardeos
que, según nos cuenta la “historia oficial” (la única que podemos oír), sólo
afectan a blancos militares y no a la población civil. El mundo ya escuchó las
mismas explicaciones durante la guerra del Golfo y los ataques contra Irak.
La proclama de Bin Laden y la “guerra santa” como justificación del terrorismo
resulta tan inaceptable como condenable. Pero ¿por qué habría de resultar
entonces aceptable el bombardeo sobre un pequeño país que fue desconocido para
la mayoría del mundo hasta que las mismas potencias mundiales decidieron
convertir su territorio en escenario estratégico para sus propias disputas?
Ni los bombardeos ni la presunta ayuda humanitaria contribuirán a mejorar la
esperanza de vida de los afganos al nacer que hoy se sitúa en apenas en 42,5
años, bien por debajo de los 76,8 años de los norteamericanos y de los 77,5 de
los británicos. Seguramente aumentará la tasa de mortalidad de niños afganos
menores de un año que es actualmente de 165 por 1000, bien lejos del 7 por 1000
de los niños norteamericanos y del 6 por 1000 de los bebés británicos.
Las estadísticas de Naciones Unidas dicen que en el mundo habitan más de 1200
millones de pobres. Gran parte de ellos vagan buscando un modo de sobrevivencia,
un destino. Los países desarrollados no dejan de inventar formas de impedir que
estos pobres, en su desesperación, “atenten” contra su bienestar: construyen
muros, imponen sanciones, expulsan, matan. Ese es otro frente de la guerra. Y de
las mil guerras, económicas, sociales, de baja intensidad, que hoy generan 11
millones 676 mil refugiados en todo el mundo. Las mismas que justifican los
presupuestos militares y 19 millones 346 mil efectivos de las fuerzas armadas
distribuidos en todo el mapa del planeta.
Estamos hablando de una guerra, mientras silenciamos muchas otras. Los medios de
comunicación del sistema nos muestran los gestos humanitarios, mientras ocultan
los horrores de los bombardeos y la destrucción contra poblaciones indefensas.
Sembrar la muerte no es nunca un argumento de vida. No importa quien lo haga y
ni con qué justificaciones. El informe de Naciones Unidas sobre la pobreza
afirma “que es necesario formular una nueva estrategia mundial, con más
recursos, mejor centrada y con un compromiso más decidido. La comunidad
internacional tiene que enfrentarse directamente a la tarea de reformar la
atmósfera mundial a fin de propiciar una reducción más acelerada de la pobreza”.
¿Y? ¿Quién se hace cargo de este frente de ataque? ¿Dónde están las
solidaridades y las coaliciones para dar esta batalla? ¿No será que la mejor
defensa contra el terrorismo es atacar la injusticia y la inequidad?
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