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Obispos, aborto y castidad. Por Jesús Mosterín.
La Iglesia católica ha puesto en marcha una campaña fundamentalista con el
fin de paralizar la revisión de la ley de aborto vigente. Pero también prohíbe
la contracepción. Sólo permite la castidad o el natalismo salvaje
La actual campaña de la Conferencia Episcopal contra los linces y las mujeres
que abortan pone de relieve el patético deterioro de la formación intelectual
del clero, que si bien nunca ha sobresalido por su nivel científico, al menos en
el pasado era capaz de distinguir el ser en potencia del ser en acto.
¿Dónde quedó la teología escolástica del siglo XIII, que incorporó esas nociones
aristotélicas? ¿Qué fue de la sutileza de los cardenales renacentistas? La
imagen de deslavazada charlatanería y de enfermiza obsesión antisexual que
ofrecen los pronunciamientos de la jerarquía católica no sólo choca con la
ciencia y la racionalidad, sino que incluso carece de base o precedente alguno
en las enseñanzas que los Evangelios atribuyen a Jesús.
Una bellota no es un roble. Una oruga no es una mariposa. Un embrión no es
un niño
La maternidad es muy importante. No se puede dejar al albur de un descuido o una
violación
La campaña episcopal se basa en el burdo sofisma de confundir un embrión (o
incluso una célula madre) con un hombre. Por eso dicen que abortar es matar a un
hombre, cometer un homicidio. El aborto está permitido y liberalizado en Estados
Unidos, Francia, Italia, Portugal, Japón, India, China y en tantos otros países
en los que el homicidio está prohibido.
¿Será verdad que todos ellos caen en la flagrante contradicción de prohibir y
permitir al mismo tiempo el homicidio, como pretenden los agitadores religiosos,
o será más bien que el aborto no tiene nada que ver con el homicidio? De hecho,
el único motivo para prohibir el aborto es el fundamentalismo religioso. Ninguna
otra razón moral, médica, filosófica ni política avala tal proscripción. Donde
la Iglesia católica (o el islamismo) no es prepotente y dominante, el aborto
está permitido, al menos durante las primeras semanas (14, de promedio).
Una bellota no es un roble. Los cerdos de Jabugo se alimentan de bellotas, no de
robles. Y un cajón de bellotas no constituye un robledo. Un roble es un árbol,
mientras que una bellota no es un árbol, sino sólo una semilla. Por eso la
prohibición de talar los robles no implica la prohibición de recoger sus frutos.
Entre el zigoto originario, la bellota y el roble hay una continuidad
genealógica celular: la bellota y el roble se han formado mediante sucesivas
divisiones celulares (por mitosis) a partir del mismo zigoto. El zigoto, la
bellota y el roble constituyen distintas etapas de un mismo organismo.
Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad,
un roble en acto, sino sólo un roble en potencia, algo que, sin ser un roble,
podría llegar a serlo. Una oruga no es una mariposa. Una oruga se arrastra por
el suelo, come hojas, carece de alas, no se parece nada a una mariposa ni tiene
las propiedades típicas de las mariposas. Incluso hay a quien le encantan las
mariposas, pero le dan asco las orugas. Sin embargo, una oruga es una mariposa
en potencia.
Cuando el espermatozoide de un hombre fecunda el óvulo maduro de una mujer y los
núcleos haploides de ambos gametos se funden para formar un nuevo núcleo
diploide, se forma un zigoto que (en circunstancias favorables) puede
convertirse en el inicio de un linaje celular humano, de un organismo que pasa
por sus diversas etapas de mórula, blástula, embrión, feto y, finalmente, hombre
o mujer en acto.
Aunque estadios de un desarrollo orgánico sucesivo, el zigoto no es una blástula,
y el embrión no es un hombre. Un embrión es un conglomerado celular del tamaño y
peso de un renacuajo o una bellota, que vive en un medio líquido y es incapaz
por sí mismo de ingerir alimentos, respirar o excretar -no digamos ya de sentir
o pensar-, por lo que sólo pervive como parásito interno de su madre, a través
de cuyo sistema sanguíneo come, respira y excreta.
Este parásito encierra la potencialidad de desarrollarse durante meses hasta
llegar a convertirse en un hombre. Es un milagro maravilloso, y la mujer en cuyo
seno se produzca puede sentirse realizada y satisfecha. Pero en definitiva es a
ella a quien corresponde decidir si es el momento oportuno para realizar
milagros en su vientre.
El niño es un anciano en potencia, pero un niño no tiene derecho a la jubilación.
Un hombre vivo es un cadáver en potencia, pero no es lo mismo enterrar a un
hombre vivo que a un cadáver. A los vegetarianos, a los que les está prohibido
comer carne, se les permite comer huevos, porque los huevos no son gallinas,
aunque tengan la potencialidad de llegar a serlas. Un embrión no es un hombre, y
por tanto eliminar un embrión no es matar a un hombre. El aborto no es un
homicidio. Y el uso de células madre en la investigación, tampoco.
Otra falacia consiste en decir que, si los padres de Beethoven hubieran abortado,
no habría habido Quinta Sinfonía, y si nuestros padres hubieran abortado el
embrión del que surgimos, ahora no existiríamos. Pero si los padres de Beethoven
y los nuestros hubieran sido castos, tampoco habría Quinta Sinfonía y tampoco
existiríamos nosotros. Si esto es un argumento para prohibir el aborto, también
lo es para prohibir la castidad. Pero tanta prohibición supongo que resultaría
excesiva incluso para la Iglesia católica. Una de sus múltiples contradicciones
estriba en que impone un natalismo salvaje a los demás, mientras a sus propios
sacerdotes y monjas les exige el celibato y la castidad absoluta.
Desde luego, la contracepción es mucho mejor que el aborto, pero la Iglesia la
prohíbe también (siguiendo en ambos casos al ex-maniqueo Agustín de Hipona, no a
Jesús). Tanto el anterior papa Wojtyla como el actual papa Ratzinger se han
dedicado a viajar por África y Latinoamérica despotricando contra los
preservativos y el aborto, lo que equivale a promover el sida y la miseria. En
cualquier caso, la contracepción puede fallar.
A veces el embarazo imprevisto será una sorpresa muy agradable. Otras veces,
llevarlo a término supondría partir por la mitad la vida de una mujer, arruinar
su carrera profesional o incluso traer al mundo un subnormal profundo o un
vegetal humano descerebrado. Sólo a la mujer implicada le es dado juzgar esas
graves circunstancias, y no a la caterva arrogante de prelados, jueces, médicos
y burócratas empeñados en decidir por ella. El aborto es un trauma.
Ninguna mujer lo practica por gusto o a la ligera. Pero la procreación y la
maternidad son algo demasiado importante como para dejarlo al albur de un
descuido o una violación. El aborto, como el divorcio o los bomberos, se inventó
para cuando las cosas fallan.
Muchas parejas anhelan tener hijos, muchas mujeres desean quedar embarazadas y
esperan con ilusión el nacimiento de la criatura. El infante querido y deseado
suele estar bien alimentado y educado, colmado de cariño y estimulación y (salvo
raro defecto genético) su cerebro se desarrolla bien. Por desgracia, el mundo
está lleno de madres violadas o forzadas y de niños no deseados, abandonados a
la mendicidad y la delincuencia, famélicos, con los cerebros malformados por la
carencia alimentaria y la falta de estímulos, carne de cañón de guerrillas
crueles y explotaciones prematuras. La jerarquía eclesiástica se ensaña con esas
mujeres desgraciadas.
El cardenal nicaragüense Obando y Bravo se opuso al aborto terapéutico de una
niña de nueve años, violada, enferma y con su vida en peligro. Hace un par de
años, la Iglesia de Nicaragua acabó apoyando políticamente al dictador Daniel
Ortega a cambio de que éste prohibiese definitivamente el aborto terapéutico.
Hace unas semanas el arzobispo Cardoso ha excomulgado en Brasil a la madre de
otra niña de nueve años violada por su padrastro y en peligro de muerte por su
embarazo doble, así como a los médicos que efectuaron el aborto. En 2007 se hizo
famoso el caso de Miss D, una irlandesa de 17 años embarazada con un feto con
anencefalia, es decir, sin cerebro ni parte del cráneo, condenado a ser un niño
vegetativo, ciego, sordo, irremediablemente inconsciente, incapaz de percibir,
pensar ni sentir nada, ni siquiera dolor.
Las autoridades impidieron que Miss D fuera a Inglaterra a abortar, aunque más
tarde los tribunales anularon la prohibición. Los grupos católicos fanáticos
presionan para que se impida a las irlandesas que viajen a Inglaterra a abortar,
lo que choca con la legislación comunitaria, que garantiza la libertad de
movimientos en la UE.
En España misma, el año pasado, una mujer preñada de un feto con
holoprosencefalia, condenado a morir al nacer o a vivir como vegetal, tuvo que
ir a Francia a abortar. El derecho a abortar es para muchas mujeres más
importante que el derecho a votar en las elecciones, y ha de serles reconocido
incluso por aquellos que personalmente jamás abortarían. En 1985 se aprobó la
reforma del Código Penal para cumplir a medias y mal el programa electoral del
PSOE.
Desde entonces, tanto los Gobiernos de Felipe González como de Zapatero se han
dedicado a marear la perdiz, diciendo que no era el momento oportuno y que había
que esperar a que los obispos dejasen de vociferar. Pero los obispos nunca van a
dejar de vociferar. Después de 24 años de remilgos, espero que los socialistas
se decidan finalmente a liberalizar el aborto dentro de las primeras semanas del
embarazo. Tampoco hace falta ser tan progre para ello. Margaret Thatcher lo
tenía ya perfectamente asumido hace 30 años.
Jesús Mosterín es profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del
CSIC.
Fuente:
Diario El Pais
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