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Ratzinger, el papa extravagante. Por Jaime Richart
Decididamente Ratzinger no está bien de la
cabeza. Ha leído demasiados libros de caballería teológica. Cuando pese a todo
lo que hay de dicho y escrito bajo el sol el último de los mortales sabe bien
que la sabiduría no está en toneladas de charlatanería, ni en la retórica, ni en
los juegos de palabras y conceptos... sino en el silencio, no se puede conceder
la prioridad máxima de su razón sobre el resto de la humanidad a ningún otro
mortal. No es a golpe de inagotables argumentaciones como se llega a la Verdad,
sino quedamente, recogidamente, humildemente. Lo que no se puede probar con los
instrumentos probatorios materiales que son las palabras -la existencia de
Dios-, no se intente probar. Y lo que no se puede medir y calibrar más que a
base de palabras, no se haga con conceptos acuñados desde el interés propio
conceptual que no otra cosa es la principia petitio (dar por demostrado lo que
precisamente se quiere demostrar). No se puede hacer afirmaciones categóricas
desde un filosofar a martillazos, como hace Nietzsche, y menos desde un púlpito
tan teñido de históricas sospechas...

A nadie, absolutamente a nadie se le puede conceder ese privilegio, el de estar
en posesión de la Verdad. Pues ello significa tanto como negarle al resto la
Verdad. Y si lo pretende, será a sus expensas. Pero entonces sobre él caerá el
peso de la soberbia de Luzbel, de las sospechas de cretinismo y, al final, de la
necedad también bíblica y erasmista. Que no hay una verdad única lo sabe también
cualquiera. Pero si hay alguna y se postula que la hay en los textos sagrados de
la cristiandad, esto es en el Antiguo y el Nuevo Testamento, esa verdad sólo
toma cuerpo en el alma del individuo a solas a la que va dirigida, pero no está
destinada a levantar sociedades enteras ni a organizar naciones. Mucho menos
razón hay para culpar de la crueldad y de la necedad de humanos y pueblos a un
movimiento revolucionario concreto que siempre tiene como propósito acabar con
el abuso, con la prepotencia, con el rigor que encierra todo poder. Y ello pese
a que este poder sea reemplazado por el de esa Revolución y luego asimismo se
corrompa. Pero se ha dado un paso más... Todas las revoluciones han sido útiles.
Máxime cuando hasta el siglo XVIII precisamente el Vaticano mantuvo secuestrada
a la Razón, con todas las barbaridades que ese secuestro, compartido con el
poder civil, deparó a la humanidad
Toda la verdad eventual e inconcusa que pueda haber en el verbo de Jesucristo,
la hace añicos Ratzinger de un golpe con sus prolijas interpretaciones de la
Verdad con mayúsculas, de la Historia y de la fisiognómica y efectos de la
Historia. Interpretaciones que ni siquiera asientan verdades filosóficas, ni
apenas pueden decirse sean racionales. Parecen las de un loco. Pues, tal como
están abordadas no son más que doctrina, un grupo de teorías encerradas en un
modo de contemplar desfiguradamente el mundo, el demonio y la carne. Un grupo de
teorías -el conteo de los demonios que hizo Ratzinger en 1983, por ejemplo-
hecho por un ser que se ha arrogado, extravagante él, el derecho a decidir por
el alma de los demás y a condenar el pensamiento ajeno sin más atributos que los
que la tradición le otorga y los que salen de una inteligencia confusa, pertinaz
y subjetiva hasta el solipsismo aunque, por la solemnidad de la que está
revestida, sea atronadora.
No puede un ser humano decir, como afirma en la encíclica Spe salvi (Salvados en
la esperanza), sin incurrir en la aberración más absoluta o sin haber bebido más
de la cuenta, que 'El cristianismo no trajo consigo un mensaje
político-revolucionario como aquel con el que Espartaco, en lucha cruenta, había
fracasado sino algo totalmente distinto: el encuentro con el Señor de todos los
Señores'. Diríjase a las naciones, pero más que a los estamentos políticos a las
estructuras económicas, a la gran industria del automóvil, a la farmacéutica, a
la armamentística, a todo el emporio ultracapitalista que está destrozando el
mundo, y quizá llegue a ablandar el corazón de los consejos de administración, a
los staffs, a los invasores de naciones, a los dueños virtuales del planeta. Me
refiero a los dueños reales que, a diferencia de los políticos que se turnan
cada cuatro años, son los que perduran durante lustros o decenios y desafían al
Señor de todos los Señores, y, lo que es peor, a la humanidad. Diríjase
directamente a ellos y déjennos en paz a quienes no tenemos ninguna
responsabilidad. Ni siquiera a los políticos que, en el fondo, sólo están en
manos de ellos...
¡Qué desvarío decir en esa misma encíclica que la historia de la humanidad “ha
torcido la Revolución Francesa”!, que ella haya sido ella la causa de la
indignidad humana, del retroceso del pensamiento y del extravío de las
sociedades occidentales. Eso, si acaso, se podría decir precisamente del papado,
del vaticanismo, de la institución católica en cuanto a tal. No puede decirlo, a
menos que su propósito sea provocar de nuevo a la Razón, a la inteligencia más
recatada que rechaza el doctrinarismo.
Precisamente Europa, en los aspectos más importantes del pensamiento colectivo y
social, está levantada sobre tres pilares fundamentales: el humanismo que en
buena parte deviene del cristianismo, la Revolución Francesa que dio lugar a los
derechos fundamentales civiles sobre los que gravita la práctica totalidad de
los ordenamientos jurídicos europeos, y el luteranismo y la Reforma que
contestaron precisamente a tanta bellaquería de tantos predecesores de Ratzinger
en la Ciudad del Vaticano. Después de tantas rectificaciones y solicitudes de
perdón por los errores históricos de la Iglesia y el Papado que ni la Iglesia,
ni el Papado ni los montaraces obispos españoles han hecho, Ratzinger debiera ir
preparándose para pedir perdón y rectificar por este nuevo desvarío, por esta
nueva cretinez, antes de irse al otro mundo. Este desvarío, unido a tantos otros
anteriores, como el famoso recuento de los demonios y las necias palabras
vertidas en Ratisbona, ponen en la picota a la clase sacerdotal que en tantos
sitios realiza una misión excelsa que él pone con sus actitudes en estúpida
evidencia. Déjese, Ratzinger, de recurrir a la extravagancia desde sus luces de
neón, y aplíquese no tanto a la Razón que está perdiendo como a la humildad que
es lo único que en materia espiritual se vende bien.
Fuente: Argenpress
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