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2° DOMINGO DE CUARESMA. Por Victor Acha
Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18; Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10
El relato de la transfiguración que presenta Marcos, está precedido de uno de
los anuncios de su muerte que Jesús hace a sus allegados. Pedro, y los demás se
resisten a aceptar que esto pueda suceder.
Como queriendo completar aquel anuncio, el relato presenta a Jesús haciendo
participar a algunos discípulos, de un original testimonio de su resurrección:
en lo alto de la montaña lo ven resplandeciente de blancura y en diálogo con
Elías y Moisés. Pedro y sus compañeros quieren permanecer en el éxtasis: “¡que
bien estamos aquí. Quedémonos!”
Así como la experiencia de la muerte, del dolor, del sufrimiento son
inevitables, así también debe consolidarse la convicción de que es posible
superar toda adversidad. El irremediable paso de la cruz no puede oscurecer la
esperanza cierta de la resurrección.
En la experiencia cristiana, solo la síntesis integral de estas dos realidades
–muerte y vida– nos puede orientar en nuestro camino de fe. Jesús, el Hijo de
Dios Padre ha venido a proponernos esta esperanza cierta del triunfo de la vida
sobre la muerte y ha ratificado su mensaje viviendo el mismo esta experiencia.
En el relato simbólico de la transfiguración Dios invita a “escuchar” las
propuestas de Jesús.
Por eso la única espiritualidad cristiana posible debe estar centrada en Jesús y
su Evangelio y proponer junto a la aceptación de la cruz, la seguridad del
triunfo de la vida. Por siglos diversas formas alienantes de espiritualidad han
declarado, por una parte, que Dios estaba en el silencio y en la soledad; y por
otra parte han insistido en que nuestros sufrimientos son queridos y “enviados”
por Dios, que este mundo es para padecer y que habrá “otro mundo” para la
felicidad.
Nada más lejos de lo que en verdad se desprende del Evangelio. Dios como mensaje
y presencia está en la totalidad de experiencias de la vida. Nos acompaña en
nuestros sufrimientos y nos invita a superarlos y nos propone procurarnos la
felicidad para la cual fuimos creados.
Además, si bien pueden ser válidos y necesarios ciertos momentos de
recogimiento, de silencio, de meditación y contemplación de la Palabra que nos
habla al corazón, estos momentos solo valen en la medida que respaldan,
acompañan y promueven el compromiso cotidiano de vivir en un mundo con
contradicciones y obstáculos, pero con posibilidades de crecimiento y de
realización.
Hay que ejercitar nuestra capacidad de “transfigurar” = cambiar la figura, de lo
cotidiano, para hacer resplandecer en cada persona y en el conjunto de la
sociedad lo más sano, noble y digno que encierran. Este es el gran desafío: ante
el “no – hombre” que nos invade y rodea, o que voluntaria o involuntariamente
construimos, hay que proponer la plena realización de cada persona, porque todos
fuimos creados a imagen del Dios amor, del Dios de la vida. Solo esto puede
sustentar una genuina espiritualidad cristiana.
Aquellas espiritualidades alienantes que proponen el sufrimiento como ascesis,
no han hecho más que acompañar las aberraciones de una sociedad que aún hoy
sigue produciendo sacrificios humanos (como el de Isaac en tiempos de Abraham):
son millones las víctimas del hambre, de la desnutrición, de la falta de
asistencia médica, de las enfermedades endémicas que bien podrían superarse, de
la carencia de vivienda digna y de posibilidades laborales. La sociedad de
consumo ofrece constantemente lo que es imposible de adquirir para la mayoría de
habitantes del planeta, el espectáculo de derroche y opulencia de unos pocos es
un permanente insulto a la dignidad humana, en tanto que quienes debieran
proveer al bienestar de los pueblos los someten con sus políticas económicas. El
dios pagano que reclama sacrificios humanos, sigue vigente en nuestros días.
¿Estará todo perdido? ¿Nada se podrá hacer para revertir esta realidad de
muerte? ¿Habrá que resignarse a subsistir, tratando de salvarse cada uno como
pueda?
Vale la pena recordar una conclusión de la semana pasada “solo la humanidad
puede ser garantía de nueva humanidad”. El simbolismo de la transfiguración no
solo fue para Pedro, Santiago y Juan, sigue ofreciéndose a nosotros hoy. Hay que
animarse a subir a la montaña por encima del llano de nuestra cotidianidad para
que una perspectiva más amplia nos permita visualizar la totalidad de la
realidad: hay luces y sombras, hay miserias y grandezas, hay destrucción y
logros humanizantes, hay muerte y vida, hay cruz y resurrección.
Este tomar distancia de la realidad para ampliar la mirada no es una propuesta
evasiva, ni una invitación a alejarnos de este mundo conflictivo. Tan solo se
trata de un ejercicio de reflexión para asumir decidida y responsablemente en
nuestro estado de vida, las obligaciones, compromisos y luchas que la realidad
nos reclama. La fe se expresa en los compromisos cotidianos y no en el éxtasis o
la contemplación, que en todo caso solo son un alimento más de nuestra
experiencia creyente.
Solo reconociendo aquella diversidad, nos animaremos a hacer opciones
constructivas, a luchar por una humanidad nueva, a aportar nuestros esfuerzos de
cada día para el ansiado logro de una sociedad acogedora y sin excluidos, a
esperar contra toda esperanza.
Esta mirada amplia nos permitirá reconocer que un mundo transformado no es una
quimera inalcanzable y descubrir hoy signos de “transfiguración” en la misma
sociedad tan cargada de signos de muerte.
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