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TERCER DOMINGO DE CUARESMA. Por Victor Acha
Éxodo 20, 1-17; I Corintios 1, 22-25; Juan 2, 13-25
El relato del Evangelio de Juan, presenta un gesto y un anuncio de Jesús:
defiende la integridad del Templo material y proclama el triunfo de la vida en
su cuerpo mortal.
En Jerusalen dos Templos habían sido destruidos y reconstruidos y poco después
de la Resurrección de Jesús, aquel que El visitaba sería nuevamente arrasado
para ya nunca más reconstruirse. Casi podría pensarse que este destino de
destrucción se condice con la prescripción del decálogo de no fabricarse
imágenes para evitar la idolatría. Más allá de esto, parece que los creyentes de
cualquier confesión necesitan esta concreción de su búsqueda espiritual en un
espacio sagrado.
En todo caso Jesús no arremete contra el Templo sino contra la perversión de su
uso. Aquellos cambistas y mercaderes, debían entregar tributo a las autoridades
del Templo a cambio del espacio para su negocio. Este es el comercio más vil,
porque pervierte la gratuidad del gesto sagrado.
Junto a este gesto contundente de Jesús, una vez más el anuncio de su destino
terrenal y de la respuesta de Dios: “destruyan este Templo (el de su cuerpo) y
en tres días lo volveré a levantar(resucitando)“. Sus discípulos comprenden
después este anuncio a la luz de la Pascua.
El hecho y el anuncio deben hoy ser interpretados para actualizar el mensaje del
Evangelio e iluminar tanto la realidad de nuestro culto cristiano como las
situaciones que atentan contra de la vida humana o que implican un desprecio de
la corporalidad sagrada de cada persona.
Ni el templo material, ni el templo vivo que es cada persona pueden ser
profanados, prostituidos, vejados, menospreciados.
La Iglesia en su historia ha conocido diversas formas de perversión o de abuso
de lo sagrado.
Proclamando el valor de la pobreza, se acumularon riquezas provenientes de
donaciones de propiedades valiosísimas en el campo y las ciudades; reconociendo
que somos discípulos del Señor que se hizo servidor de todos, se buscaron o
aceptaron privilegios de la jerarquía y el clero dentro de la sociedad; se
consolidaron privilegios y exenciones que aseguraban bienestar y seguridad
material, aprovechando la generosidad de los fieles para el enriquecimiento
personal de los ministros.
Junto a esto aún no se ha logrado superar la peligrosa y confusa veneración de
imágenes, las devociones y promesas que reducen la experiencia religiosa a una
práctica interesada y cercana a la superstición.
Es preciso actualizar el grito de Jesús “no hagan de la casa de mi Padre una
casa de comercio”. Hace más de cuatro décadas el Concilio Vaticano II trajo
aires nuevos a la Iglesia alentando cambios que también tocaban a estos aspectos
de la religiosidad y del culto y la liturgia de la Iglesia.
Mucho se hizo buscando cambios profundos al respecto. Hoy se han esfumado los
acentos de transformación de aquel momento, pero la historia no puede retroceder
y aunque desde la Jerarquía o de algunos sectores integristas se intenten formas
de restauración, o desde la devoción de la gente sencilla no se comprenda la
esencia de estos cambios, es preciso afirmar que deben acentuarse y que deben
abandonarse las formas espureas de devoción o de culto. El Templo y el culto son
signo de la presencia de Dios, de la búsqueda de lo trascendente, del encuentro
transformador con el Dios de la vida.
Pero si resulta tan importante la recuperación del sentido genuino del Templo y
del culto cristiano, mucho más importante aún es atender a las consecuencias que
surgen del anuncio de Jesús “destruyan este templo y lo reconstruiré en tres
días”. Es alusión a su resurrección y es a la vez una propuesta para nosotros,
que asistimos a veces con indolencia a la constante destrucción de personas y
grupos humanos.
Lo hemos planteado en las semanas precedentes: nuestro mundo creado por el amor
del Padre para ser nuestro “paraíso terrenal”, para ser el lugar donde cada
persona pudiera ejercer su señorío sobre el resto de la creación, para ser el
ámbito donde pudiéramos todos crecer y desarrollarnos como personas, se ha
poblado de sombras que opacan la luz. Se destruyen por ambición los recursos
naturales y se profanan y ultrajan los “templos vivos” que son cada hombre y
mujer que pisa esta tierra.
En efecto, las guerras y genocidios, las injusticias sociales y los abusos del
poder y de la fuerza sobre los más débiles, la precarización de personas y
pueblos por la avaricia del dinero y la acumulación de las riquezas, constituyen
una aberrante destrucción de los templos vivos que somos todos los hijos de
Dios.
Ante esto Jesús proclama que su Cuerpo ultrajado y destruido por los poderes
religiosos y políticos de su tiempo, será reconstruido en tres días. La
resurrección de Jesús es el testimonio de Dios a cerca del destino de la
humanidad. No es un destino de muerte sino de vida y por eso estamos llamados a
revertir en el decurso de la historia las consecuencias de todos los genocidios,
de todas las guerras, de todos los abusos sobre cualquier persona y en cualquier
circunstancia.
Llamados a vivir, debemos reafirmar nuestro compromiso con la vida con nuestras
opciones de cada día. En cada gesto, en cada palabra, en cada acción, podemos
sumar esfuerzos para la defensa de la vida y para la recuperación de la
conciencia del valor sagrado de toda persona.
El culto, y el Templo como su signo, deben purificarse siempre para que puedan
ser expresión de encuentro, de búsqueda compartida, de celebración de los logros
de hoy y las esperanzas del futuro.
En la Encarnación del Hijo se ha celebrado para siempre el encuentro de Dios con
el hombre y la inseparable unidad y armonía de cuerpo y espíritu. Por eso cada
persona, templo vivo, es el lugar por excelencia del encuentro de Dios con sus
hijos. En ese encuentro se celebra la liberación personal y se genera la ansiada
liberación de la humanidad.
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