El Diccionario de María Moliner dice que el resentimiento es: “Sentimiento penoso y contenido del que se cree maltratado, acompañado de enemistad u hostilidad hacia los que cree culpables del mal trato”. Algo muy feo e inconfesable debe tener el resentimiento cuando sabemos que es rarísimo encontrar a alguien que vaya por ahí diciendo que él es un resentido.
Y sin embargo, los resentidos somos legión en este mundo. Lo que pasa es que, como eso es tan feo, los resentidos vamos por la vida haciendo esfuerzos titánicos para ocultar nuestros resentimientos. Más aún, no sólo intentamos “ocultar” que somos unos resentidos, sino que además pretendemos “justificar” el resentimiento. Y para ello, echamos mano de toda clase de argumentos: la justicia, el derecho, el amor, la familia, la muerte y la vida… Y hasta de Dios –sobre todo de Dios– nos acordamos, para dejar claro que nuestros resentimientos no son malos. Es más, que son inevitables, que son necesarios, que son buenos, y que son hasta meritorios.
No exagero. Santo Tomás de Aquino, el patrono de todos los teólogos cristianos, dejó escrito: “para que la bienaventuranza de los santos les satisfaga más, y por ella den gracias más rendidas a Dios, se les concede que vean perfectamente la pena de los impíos” (Sum. Theol. Supl., q. 94, a. 1). Y mucho antes que Tomás de Aquino, Tertuliano (s. III) se regodeaba describiendo el juicio final: “¡Qué espectáculo tan grandioso entonces! ¡Allí gozaré! ¡Allí me regocijaré…! ¡Viendo cómo los presidentes perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas más crueles que aquellas con que ellos mismos se ensañaron contra los cristianos!” (De Spect., c. 29). Estamos, no ya ante la “justificación”, sino ante la “divinización” misma del resentimiento. Nietzsche, que cita estos textos en La genealogía de la moral (I, 15), nos recuerda un principio tan determinante como terrible: “Ver sufrir produce bienestar; hacer sufrir, más bienestar todavía – ésta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano, demasiado humano” (II, 6).
Y, ¡por favor!, que nadie me venga diciendo que todo esto son cosas de locos, ideas cocidas y recocidas en mentes perturbadas. Nada de eso. Lo estamos oyendo (y lo estamos viendo) todos los días y hasta televisado en directo. Sí, televisado, en programas de mucha audiencia. La telebasura, que tanta gente se chupa, y que tanta gente aplaude cada día, en las horas de mayor audiencia, cuando hasta los niños te dicen quién es quién en cada momento. Pues bien, sepamos todos que eso que llaman el “morbo”, en gran medida está montado, no tanto sobre los chismes de lo que dijo o hizo fulano contra mengano, cuando se pensaban que nadie los veía. Eso es cierto. Pero el andamiaje que sostiene la telebasura es, sobre todo, la justificación y la apología del resentimiento. Un amasijo turbio y pútrido de experiencias, historias y sentimientos malolientes, que sin embargo interesan tanto y tienen tal reclamo, que se pagan a precio de oro. Hasta el extremo de que hay gente que vive de eso. Y vive bien, en estos tiempos de crisis.
Es verdad que el resentimiento fue siempre el mejor caldo de cultivo en el que se cocieron las pócimas envenenadas que rompieron familias y destrozaron las mejores relaciones humanas, tanto en la mal llamada “alta sociedad” como en los peor llamados “patios de vecinas”. Esto fue así toda la vida. Pero lo nuevo ahora es que el resentimiento se exhibe, se paga, se aplaude y hasta se nos propone como espejo en el que los aspirantes a “famosillos” de tres al cuarto se miran y remiran porque representa un futuro apetecible y no sé si hasta una carrera “dignísima” para gentes que uno no sabe si producen vergüenza o lástima.
Todo esto, creo yo, es un síntoma. Un síntoma alarmante. Una sociedad, en la que cada día es más difícil encontrar en los medios propuestas serias de buen nivel intelectual, al tiempo que con demasiada frecuencia te das de bruces con desperdicios que viven del resentimiento, sin duda alguna, es una sociedad en cuyo subsuelo ocurre algo muy preocupante. Los valores que se han difundido –y también los que se han ocultado– nos han metido de lleno en un auténtico proceso de descomposición.