Otra, casi totalmente otra, era la que nosotros los mayores vivimos hasta la década del 60. Clima de austeridad, renuncias, ayunos, largas oraciones y predicaciones de grandes y convincentes oradores durante toda la Cuaresma. Imágenes tapadas con telas moradas, silencio de canciones música, tristeza y hasta angustia culpable alrededor de un Cristo desangrado, cuyos sufrimientos indecibles habíamos provocado nosotros con nuestros pecados, Mel Gibson lo expresó crudamente en su película que, con entrada gratis, algunos colegios religiosos aprovecharon para que sus alumnos, en vista de que eran sus pecados los que producían tan conmovedores sufrimientos, se sometieran en adelante a todas las reglas y prescripciones.
Pío XII inició tímidas reformas litúrgicas. Menos tiempo de ayuno eucarístico, celebración de la pascua el sábado por la noche, alivio de hábitos religiosos tremendamente sofisticados, apertura de las clausuras conventuales para que lxs religiosxs pudieran salir a votar por la D.C.
Juan XXIII, elegido como de transición, por las limitaciones de su edad que hacían prever un breve pontificado, con sencillez realista y campesina cayó en la cuenta de que la iglesia estaba atrasada y vieja. Y emprendió decididamente el objetivo de actualización y rejuvenecimiento. De repente, como inspirado por el Espíritu Santo (en realidad para que la Curia romana no tuviera oportunidad de oponerse) habló, decidió y convocó un Concilio. Los documentos producidos por los obispos del mundo, a pesar de esfuerzos por respetar las tradiciones, fueron un fogonazo de esperanzas y de cambio. El pueblo de Dios, y muchos alejados y marginados comenzaron decididamente un camino de libertad, de pensamiento propio, de creatividad, de respeto por otras confesiones. Se establecieron reformas de los Sacramentos, del idioma de las celebraciones, de la música y cantos litúrgicos, poniendo freno a la proliferación de imágenes en los templos. Pero sobre todo restableciendo el concepto de iglesia-comunidad, opuesto al de monarquía. Con una visión realista de un mundo dividido por injusticias y olvidado de los pobres, y, a la vez, con valiosos aportes sociales y científicos. De ese mundo, la iglesia se proclamó servidora y no señora.
Muchos sin embargo se “sentaron en la retranca” como dice la gente de campo. Empacados en sus seguridades y defendiendo sus privilegios y autoritarismo. Así quedaron a mitad de camino las reformas conciliares. Y hoy, con pequeñas variantes de modernización, la semana santa es la misma de antes. Confesiones, penitencias, ayunos, tristeza, identificación con el sufrimiento de Cristo, hasta la culminación de la Pascua en que, sin saber mucho en qué consiste, se celebra alegremente la “resurrección”.
Pero insensible y paralelamente, hay otra celebración de la semana santa. La del descanso, el turismo, la reunión familiar, la alegría compartida que “igualiza” y siempre enciende esperanzas. Hay quienes piensan que eso no tiene nada que ver con el Cristo viviente y su presencia multiforme entre nosotros. Y es cierto que hay excesos. Egoísmos, despilfarro, comercio abusivo. (también a veces los hay en la Iglesia). Pero recuperar la alegría de la vida, no frenarnos en el goce de la naturaleza y nosotros mismos, dejarse llenar por las cosas lindas que nos rodean, compartir en ausencia de las tensiones cotidianas, aprovechar para el gozo del campo y la montaña…es otra pascua…otro paso liberador…otra puerta hacia la vida…otra santidad…otra búsqueda de Dios a través del hombre y no de los ritos. Si hacemos estadística de las celebraciones en los templos, (esquematizadas en largas lecturas aburridas, aunque con algunos signos valiosos, ocultando siempre una especie de miedo e imposición), con su convocatoria, y la comparamos con esta otra, creo que no caben dudas de que ésta ha vencido a aquella. Y no por “facilismo” sino por “autenticidad” de buena noticia. Evangélica. Cristiana.