Conviene repensar el sentido de las devociones. Las actitudes piadosas y las prácticas piadosas crearon con frecuencia muchos problemas y sospechas. Cuando hay ignorancia, cuando faltan conocimientos, se recurre a la devoción.
Un ejemplo tipo fue la vida del beato José Maria Escrivá de Balaguer, Marqués de “no sé qué”. En su predicación, en su gestión y en su estampa social, sobreabundó lo devoto por encima de sus conocimientos teológicos, o de sagradas escrituras. Este beato ganó más con rosarios que con sus conocimientos.
Y la devoción no es fuente de ciencia. En ambientes de intensa devoción se originan desviaciones, alucinaciones y algún que otro desastre. La misma ansiedad por conseguir ya la verdad, y el miedo a aceptar la realidad, conduce a la fácil devoción como póliza de seguros que cubre todas las incidencias.
Es fácil refugiarse en el burladero del misterio y lo devoto. Ejemplos: El pontificado y la eucaristía han sido el termómetro del cristianismo. Estudiar la historia de la eucaristía y la historia de los papas, es estudiar la historia de la Iglesia. Habrá que reconocer que es difícil encontrar a Jesús en el Vaticano y, de igual modo difícil, encontrar a Jesús en nuestras eucaristías. De ahí que muchos creyentes, firmes en Jesús, huyan hace tiempo de las conferencias episcopales y de sus misas parroquiales.
En la Edad Media se montó un suflé devoto sobre los Santos Pontífices y sobre el culto eucarístico. Y el problema es que esas dos devociones no se adecuan muy bien con la realidad evangélica. La falta de revelación se rellena con el misterio y la devoción.
No podemos abusar de lo misterioso y de la devoción. En la Edad Media, “el cuerpo de Jesús” dejó de ser su vida, su comportamiento, su forma de ser hombre, para convertirse (transustanciarse) en huesos, nervios, venas. Alguien, seguro un devoto, incorporó aquello de Misterium fidei. Así, convertida en misterio, la mesa hace menos daño. Más que vivir a lo Jesús, basta con tragárselo y adorarlo.
Una santa monja devota, Juliana de Mont Cornillón, a media noche vio una mancha negra en la luna iluminada. Estaba claro: en el año litúrgico faltaba una fiesta eucarística. Por aquellos días, un monje que dudaba de la transustanciación vio mientras decía misa, cómo de la sagrada forma brotaba sangre y manchaba el mantel del altar. El papa Urbano IV instituyó la fiesta del Corpus Christi.
Yo no sabría decir si la iglesia, al olvidarse del Jesús de Nazaret, necesitó un altar en vez de una mesa, o que al paganizarse, era más armonioso cambiar la mesa por un altar a la antigua usanza.
Lo que sí estoy seguro, por mi fe en Jesús, es de que su iglesia se reformará, se vivificará en la medida en la que todos seamos capaces de volver juntos a la mesa, para celebrar el único gran misterio: que Dios nos ama.