No me refiero al terrorismo internacional agrandado por Estados Unidos después del 11 de setiembre, hasta la exageración de persecuciones y venganzas inauditas y pretendidamente aleccionadoras. Cuánto haya de verdad en las acusaciones motivantes para arrasar Irak, masacrar a Libia, invadir Afganistán y amenazar a Siria, no es fácil averiguar. Lo cierto es que la defensa frente al terrorismo internacional se convirtió en consigna repetida e impuesta hasta el cansancio. Y por una u otra causa, no ajenas al temor de “enojar al imperio”, las leyes se fueron sucediendo en distintos países, también entre nosotros, en que desde su aprobación en 2005, sufre ya la 4ta. modificación para ampliar el campo de vigencia e intensificar la penalización. La ley aprobada para complacer al GAFI constituye una muestra de la debilidad oficial frente a las exigencias del Imperio.
Los datos que acabo de brindar sirven sólo de introducción para el tema concreto a abordar en esta reflexión, pero sin lugar a dudas, no dejan de influir en el clima social subterráneo que se va creando con las noticias del nacimiento y aplicación tantas veces arbitraria de estas leyes, puesto que ni el Grupo de Acción Financiera Internacional que las promueve, se ha atrevido todavía a definir qué es jurídicamente lo que se entiende por “terrorismo internacional”.
Con una buena dosis de horror, quiero referirme ahora a la violencia terrorífica de que estamos siendo testigos en los últimos tiempos. Secuestros, violaciones, asesinatos de niños, asaltos con muertes innecesarias. Los crímenes cuádruples de la Plata y Mendoza, con pocos días de diferencia, los asesinatos de niños como el de Candela, Tomás o Marcos, la complicidad de vecinos, parientes o hasta de integrantes de la misma familia. La culpabilidad real o supuesta de menores casi niños en varios de los episodios, todo esto ES ciertamente violencia aterrorizante.
¿De tanto somos capaces los seres humanos? ¿Puede haber un desequilibrio tal que anule todo sentimiento de compasión o de ternura? Los fusilamientos o ejecuciones como las de Mariano o Cristian Ferreyra, resultado de confrontaciones comerciales o políticas conmueven profundamente y es indignante descubrir quiénes están detrás de estas acciones. Pero la crueldad de matar lentamente con armas blancas y abundancia de sangre, o por estrangulamiento o completando una violación sexual, sin ningún reparo como no sea el de ocultar el hecho u ocultarse como autores materiales o ideológicos, parecen exceder todo límite. Estamos enfermos. Enfermos como sociedad. Enfermos porque la injusticia social con el acaparamiento de los grandes y la utilización humillante de los pequeños ha crecido desmesurada e impunemente. Enfermos porque en el mundo todas las cuestiones se resuelven con violencias y masacres ilimitadas en número y en crueldad. Enfermos porque las familias y las parejas en los hogares están tensionadas más allá de lo aguantable con el engaño de que la suerte, o el cumplimiento religioso, o el amparo de los políticos los va a salvar y experimentan defraudación constante. Reconocer la enfermedad no es curarla, pero mirar y juzgar son sentido crítico sus causas es indispensable para atenuarla. Y cada uno con cada grupo y con la sinceridad de reconocer sus deficiencias y sus posibilidades puede contribuir, antes de inculpar a otros.