Cuando te invade la angustia de la muerte de un ser querido, todo el mundo se acerca diciéndote palabras que pretenden consolarte. Pero el dolor está enquistado allá adentro. Demasiado hondo, para que alguien pueda descubrirlo, fuera de ti mismo. Ellos saben, si lo han vivido, y aunque lo disimulen, que el más allá, es definitivo, encajado en la realidad inalcanzable de aquello que llamamos Dios, con una palabra rara,rememorando el Theos que la mitología griega traduce como Júpiter. Una realidad trascendente. Lo que quiere decir, situada tan encima de nosotros que ni podemos aproximarnos a la sospecha de qué y cómo es. Ni siquiera afirmar con seguridad su existencia.
Hay que decir, sin embargo, que para nosotros, los seguidores de las enseñanzas y el testimonio de vida de Jesús de Nazaret, ese Dios misterioso e inalcanzable es padre y madre: “abba”.
Su misterio es AMOR. Y la revelación realizada por Jesús nos coloca entonces más cerca de ese misterio, porque, aunque de manera parcial y limitada, sabemos qué es el amor y podemos elevarlo imaginativamente, a la máxima potencia.
No se detiene con todo en este punto, la aproximación a Dios que propone Jesús de Nazaret. Sin especificar qué y quién es ese ser, origen de todo, determina claramente cuál es el modo de relacionarnos efectivamente con él, al margen de construcciones imaginativas, sugestión, magia o armadas estructuras religiosas. La relación auténtica con ese Padre, el Dios presentado por Jesús, es con el hombre, con todo lo humano. El compromiso con todo lo que abre caminos de realización y felicidad para el ser humano. Con el amor al hombre abarcando todas sus dimensiones.
Y el “más allá” se transforma entonces en el “aquí cerca”. La relación de los que viven tratando de conservar el compromiso con la dignidad y felicidad de los hombres ya está establecida con Dios, de modo que la muerte es un paso hacia él. Quien en su realidad trascendente de amor paterno-maternal los resucita (como a Jesús) no para la reiteración de una vida como la que conocemos y vivimos nosotros, sino a una realidad nueva, la producida por el Amor absoluto.
Esto es fe cristiana: aceptar la propuesta de Jesús de Nazaret de un Dios Padre-Madre. Los argumentos de su existencia abundan en infinidad de detalles de su creación, en la maravilla biológica y espiritual de cada ser humano y en nuestro descubrimiento de que la felicidad en serio está siempre ligada al amor.
La muerte de mi querido hermano Cachito, compañero y sostén de toda mi vida, significó un dolor muy intenso, que poco a poco se aumenta con la sensación de ausencia, renovada en cada una de las circunstancias que vivimos y afrontamos juntos. La profundidad de su entrega para ayudar, consolar, aconsejar, compartir, y descubrir los íntimos valores de cada uno, provocó una explosión multitudinaria de gratitud en su despedida, en el templo y las calles de Villa Allende. Mi reflexión, tendiente a remediar las incertidumbres y angustias que provoca el dolor, se asienta en esa expresión popular para pensarlo en Dios compartiendo la inmensidad de su Amor.
Deseo también que esta “reflexión ocasional”, lleve mi gratitud a todos los que de mil modos diferentes nos han acompañado tratando de mitigar la dureza de la separación, en la imposibilidad de tener en cuenta a cada uno, no sólo de los que pudieron expresarse, sino también a aquellos que por distintos motivos no lo pudieron concretar.