Creo que entre las relaciones humanas, la más completa es la de hijos. Es difícil calificar ordenadamente los puntos salientes de cada una de esas relaciones, encaminadas todas a lograr felicidad y realización personal y social. Muchas veces se me ocurre pensar que la mejor, la más completa es la de ser, saberse y sentirse hijo. Se puede hablar de satisfacciones más intensas momentánea o transitoriamente, como las de ser padres, ser amigos, ser esposos, ser novios. Pero todas ellas, además de la satisfacción y seguridad que engendran necesitan ser cuidadas, alimentadas, recuperadas, recicladas constantemente. “recauchutadas” diríamos, con un término más ordinario y callejero. La de los hijos tiene, en eso, un lugar excepcional. Porque el hijo siempre es hijo. No sólo biológicamente, sino espiritualmente, sentimentalmente, demandante desde lo más íntimo.
Por eso quizás Jesús de Nazaret no encontró mejor recurso para afirmar nuestra dignidad humana al mismo tiempo que nuestra responsabilidad, que el de situarnos en la posición de hijos, cambiando el nombre de Dios, en los tres primeros evangelios, por el de “Padre”, para establecer el tipo de relación con nosotros del que es origen y creador de todo.
Y eso, a la vez que produce, seguridad, compañía en toda circunstancia, fuente de comprensión y protección en las múltiples y variantes circunstancias de la vida, habla de la grandeza de la función paterno maternal, sin la que toda esa realización y fuente de felicidad que supone ser hijos, carecería de fundamento.
Celebrar un “día del padre” no es sacar del depósito una cosa olvidada y lejana. Es, para los hijos, darle fuerza a la gratitud que ennoblece y agranda a quien la brinda, y también prepararse para cumplir esa función con acierto y felicidad en el futuro.
La tarea de los padres ha pasado por distintas etapas, siguiendo la evolución de los tiempos. En culturas patriarcales significó poder (dominio) Al revelarse el sentido de la ternura como generadora de energías para mantener y defender la vida, la presencia femenina de la madre, cobró importancia. Las influencias de la interacción familiar pasaron entonces por muchas variantes. Una novedad de la psicología profunda fue descubrir que esas influencias tenían una crecida importancia en la formación de la personalidad de los hijos y su realización en el futuro.
Se pasó a establecer una especie de consigna especial en la relación familiar, para la educación: la formación en el aprecio y la práctica de los valores relacionales. Se descubrieron, más adelante, características a veces irreversibles, heredadas de situaciones vividas en la infancia y el clima familiar. Se hizo una especie de costumbre generalizada y sin demasiado preocupación por fundamentarla con argumentos y experiencias, de que casi siempre que los hijos fallaban, había que investigar los errores de los padres. Y esto alteró de una manera significativa, en un contexto bastante amplio, el aprecio de los hijos con respecto a los padres, con la exigencia de una perfección absoluta (que no posee ningún humano) en el cumplimiento de su misión.
Las exigencias de la especialización laboral, condición indispensable para el progreso tecnológico y el bienestar social, llevó a naturalizar las distancias geográficas que separaron a los miembros de las familias, disminuyendo a veces de manera significativa los vínculos afectivos, influyentes en la conducta y el sentido de seguridad.
La responsabilidad atribuida a los padres por quienes se quejan de la falta de educación (diferente de “información”) de los jóvenes, resulta así, una injusticia porque es una falsedad. El sistema y los medios de comunicación tecnológicamente centrados en aparatos estrictamente individuales y sofisticados, han robado los hijos, a la familia, con una cantidad de recursos que contribuyen a alejarlos cada día más.
A muchos padres no les cabe ya otra solución que la de resignarse a que los jóvenes sigan sus caminos con todas las deficiencias que ellos descubren. Y se va produciendo una actitud contagiosa: no se puede cambiar lo que ellos adoptan influenciados por el consumismo individualista. No nos queda otra cosa que tratar de vivir con los esquemas tradicionales de responsabilidad y trabajo, para estar listos cuando ellos, los hijos, los necesiten. Creo que realmente ¡los necesitarán en algún momento! Y no dudarán en acudir a ese puerto siempre abierto para recalar e impulsar la continuidad de la marcha.
Normalmente es fácil encontrar padres “demasiado” padres. Ojalá se multiplicaran los hijos “demasiado” hijos.