Posmodernidad y nihilismo. Elementos para entender nuestro tiempo
Una lectura global del momento socio-cultural
“La disgregación y, por ende, la incertidumbre es propia de esta época: nada apoya sobre una sólida base y sobre una fe estable, fuerte: se vive para el mañana, porque el pasado mañana es dudoso. Todo es resbaladizo y peligroso en nuestro camino, y el hielo que todavía nos sostiene se está haciendo siempre más sutil. Todos nosotros sentimos el siniestro calor del soplo del viento del deshielo: aquí donde todavía caminamos, dentro de poco ninguno podrá ya caminar” (F. Nietzsche, Voluntad de potencia).
A modo de introducción
1) El párrafo nietzscheano, redactado dos o tres años antes de entrar en un estado de locura (1889), del cual Nietzsche no saldrá más (muere once años después, en el 1900), anuncia el clima en el cual vivimos desde los comienzos del siglo XX. Su profecía se ha cumplido. El mundo socio-cultural de hoy sin ideales fuertes y fragmentario el crepúsculo de los valores que han dado vida y sostenido el Occidente, la disgregación del sujeto moral y la pérdida del fin último de la existencia es el horizonte que la aguda y larga mirada de Nietzsche preveía. Todo aquello que era considerado estable, permanente, inmutable, imperecedero, en fin, divino, celestial o eterno, se ha pulverizado en mil fragmentos. Del “ser”, no queda ya nada, como subrayó, en línea con el discurso de Nietzsche sobre la “muerte de Dios”, el pensador alemán M. Heidegger, crítico de la razón metafísica la cual, según su interpretación, sería el origen y esencia del nihilismo. En su obra principal Ser y tiempo (1927), como también en Nietzsche (1961) y La esencia del nihilismo (1946-1948) Heidegger sostenía que uno de los rasgos principales del pensamiento moderno es, justamente, haber olvidado el ser; no saber qué cosa significa “ser”, en sentido pleno y auténtico; el estar concentrados y enceguecidos por el ente; el haber transformado el ser en valor de cambio.
2) La profecía de Nietzsche, a diferencia, por ejemplo, de la marxista, no se ha revelado falsa. Se derrumbó la cultura en la cual y sobre la cual, desde el 1600 en adelante, hasta los primeros decenios del siglo pasado, el hombre occidental ha caminado, no sin poca soberbia y arrogancia, intentando construir, costara lo que costara, el paraíso en la tierra, el así llamado regnum ominis. Ha caído la cultura que, por más de cuatro siglos, ha alimentado y “vectorizado” al individuo y a la comunidad, a las instituciones y a los proyectos que, en ciertos momentos, han asumido pretensiones faraónicas o luciferinas hasta el punto de culminar en los holocaustos y genocidios que caracterizaron el siglo pasado. Los horrores – de los cuales aún hoy llevamos las cicatrices – fueron tantos que el siglo XX ha sido definido, por algunos estudiosos, como el “siglo del miedo” (G. Pinzani), “del odio” (G. Mariani), “del mal” (A. Besançon) “del dolor inocente” (P. Dobloni), “de las ideologías” (K. Dracher), “del ocaso” y “del naufragio” (O. Spengler, H. Blumenberg).
2.1) Se trata de la racionalidad promovida y alimentada de modo particular por el Iluminismo. Es la razón omnisciente y omnipresente que, alérgica a todo límite, mortificando el Pathos (la dimensión de la ternura, de la afectividad y de los sentimientos) ha hecho del Occidente (como ha denunciado la Escuela de Frankfurt, a través del pensamiento de sus fundadores, T. Adorno y M. Horkehimer, creadores de la así llamada “teoría crítica”), la tierra de la razón calculadora, despótica y autosuficiente. Es el Logos autorreferencial o autocéntrico, sordo a toda otra voz que no sea la suya o que no se deje disciplinar, enjaular, manipular según sus intereses y pretensiones. Con esta actitud altanera y comportamiento dictatorial, condenó al silencio, a la marginalidad o al absurdo, otras dimensiones fundamentales y constitutivas de la existencia (como la racionalidad simbólica, hermenéutica, poética, mítica, etc.) e infinitos aspectos de lo real que no se dejan capturar por el pensamiento que procede con método geométrico y “matematizante” (B. Pascal diría esprit de géométrie)
La caída de los grandes mitos sustentados por esa razón omnisciente y totalitaria – mitos con los cuales el hombre occidental daba significado a su vida, a su lucha y justificaba el sacrificio de generaciones enteras – ha provocado una generalizada crisis de sentido que alcanza hoy proporciones enormes, planetarias. Esta situación general de angustia y desencanto, de temor e inseguridad porque los fundamentos de acero en los cuales se apoyaba la construcción del Occidente se han revelado de plástico biodegradable, nos hace sentir como náufragos en alta mar. Es un naufragio en el cual vemos hundirse la nave sin tener los elementos ni teóricos ni prácticos que nos permitan una eficaz reparación. El desconcierto y la perplejidad crecen y en la mayoría de los pasajeros se ha debilitado el optimismo y la voluntad porque no hay tierra a la vista y estamos sin mapa ni brújula que oriente hacia aguas menos tormentosas o puertos acogedores. Las propuestas actuales no indican horizontes diversos sino que son “un más de lo mismo”.
II) Los mitos de la Modernidad o “absolutos terrestres”
A) Daremos una ojeada, acompañándolos con breves comentarios teorético-críticos, y sin pretensión de agotar el tema, a algunos de los mitos más significativos de la época precedente: la Modernidad. Como señalábamos más arriba, la caída de tales mitos o “absolutos terrestres” ha dejado el Occidente sin puntos de referencia fuertes o creíbles, abriendo, de este modo, la puerta a un espacio socio-cultural nuevo, “otro”, conocido como Postmodernidad. Una época queda a nuestras espaldas (Modernidad) y nos adentramos en un momento u horizonte totalmente diferente. No se trata de cambios al interior de la cultura sino de un cambio de cultura; no se trata de cambios en nuestra civilización sino de un cambio radical de civilización.
B) Postmodernidad. El cambio, como dijimos, se debe a la disolución de los mitos de la Modernidad. Entramos así en la época de la Pos-modernidad. Con este término se designa el emerger de factores nuevos, que en cuanto a extensión y eficacia se han revelado capaces de determinar cambios significativos y radicales, esencialmente perturbadores. En efecto, es la “época en la cual, a diferencia de la precedente, ya no se puede pensar la realidad como una estructura sólidamente anclada en un único fundamento que el pensamiento tiene la función de conocer y la religión tendría la misión de adorar. El mundo plural en el que vivimos, sin centros ni jerarquías, policéntrico, no se deja interpretar por un pensamiento que pretenda, a cualquier costo, unificarlo en nombre de una verdad última y universal” (G. Vattimo).
En otras palabras, están desacreditados, porque después de tantos fracasos ya no pueden justificarse, los “grandes relatos” o – según la feliz expresión del filósofo J. F. Lyotard – las meta-narraciones directivas. Dicha expresión se refiere a todas aquellas lecturas (positivismo, marxismo, socialismo, comunismo, progresismo…) que pretendían espejar, como una fotografía, la estructura objetiva, indeleble de la realidad. Tal estructura eterna que la razón aferraría en modo claro y distinto es directiva o normativa porque el pensamiento debería obligatoriamente reconocerla y debería, sobre todo, conformarse o adecuarse a ella tanto para la descripción del mundo, como para las decisiones morales. Estos mega-relatos tenían la función de ofrecer una visión integral y unitaria de la vida y de la historia humana. En síntesis, garantizaban el sentido.
En los últimos decenios de la historia del pensamiento occidental la credibilidad en esas meta-narraciones se ha perdido y se ha difundido la convicción (y la sensación) no sólo en el mundo intelectual, sino también en la gente o el pueblo en general, que ya no tiene lugar la pregunta por el sentido. En efecto, la pluralidad de teorías que se disputan la respuesta o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar, complicar y empañar la cuestión. El tema del sentido, en el carnaval de las interpretaciones actuales, fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas formas de arbitrariedad o anarquismo que asume la libertad cuando está desorientada. En otras palabras: para el hombre actual o postmoderno, el tiempo de las certezas (de todo tipo) que daban sentido a la vida, pertenecería irremediablemente al pasado; ahora, este hombre debería aprender a vivir en un horizonte de total ausencia de sentido, regido por lo provisorio y fugaz.
Respecto a la experiencia existencial que vivía el hombre de la modernidad, no es errado pensar que se ha dado un cambio o un giro de trescientos sesenta grados: si antes era la experiencia del dolor, del sufrimiento, de la muerte; la experiencia de conflictos intersubjetivos no resueltos y dramáticos lo que provocaban la experiencia de la “ausencia de sentido” (de ahí la importancia y relevancia de la psicología) hoy día es la experiencia de la total “ausencia de sentido” que causa la experiencia del dolor, del sufrimiento, de la angustia. Es por eso – no entro en el tema – que la misma psicología hoy día – al menos en Europa – no tiene mucho que aportar.
Dicho esto, pasamos ahora a presentar y comentar sucintamente los mitos que han llevado al desencanto.
1) El mito de la razón omnisciente y omnipotente, que todo ilumina y esclarece, ha revelado, más allá de sus méritos innegables, un perfil inquietante e indócil, turbulento y dictatorial. En los dos últimos siglos se ha manifestado preferentemente, no como una luz que ilumina y calienta, sino, más bien, como una antorcha que, con frecuencia, incendia y transforma en cenizas todo lo que toca. Sus alianzas con las ideologías totalitarias, ha elaborado antropologías de estilo colectivista, diluyendo el yo y el tú en un “nosotros” indiferenciado, homologante, cancelando así la unicidad irrepetible del sujeto humano, eliminando la diferencia. En otras palabras: la razón no sólo ha traicionado el sueño de alcanzar una “tierra prometida” (socialismo, marxismo, nacionalsocialismo, comunismo, etc.) sino que por la violencia ejercida en nombre de sus antropologías reductivas y por tantas pretensiones desmedidas inadecuadas a sus logros reales, se ha revelado no como la “diosa razón”, sino más bien, como un “ídolo con los pies de barro”.
2) El mito de la Historia. No hay ninguna historia universal que tenga un final feliz y que, en cuanto global, involucre a todos los hombres indistintamente. La humanidad en su conjunto no va a ninguna parte. Es decir, en el siglo pasado ha madurado la consciencia que no hay un único curso de la historia que desemboque en una única civilización humana de la cual Europa o el norte del mundo (el Occidente “civilizado”) serían la guía y el punto culminante.
Buena parte de la filosofía del siglo pasado (la filosofía del 1900) le ha objetado al filósofo alemán G. W. F. Hegel su idea que la única condición para poder hablar de una historia universal era suponer que el hombre podía identificarse con el absoluto, con Dios. Pero el hombre es finito, contingente y no tiene tales cualidades, además de estar saturado de intereses, pasiones y preferencias que obnubilan su pretendida objetividad y universalidad. Por lo tanto es difícil hablar del significado universal de la historia y, en consecuencia, es mejor dejar de lado tal concepción que es, además y sobre todo, la pretensión de una voluntad totalizante y totalitaria. Y en caso de que fuera verdad, es decir, que hubiera un sentido de la Historia, bien, en tal caso, nuestro perspectivismo y condicionamientos nos impiden saber algo sobre ella.
2.1) Respecto de la historia, hay que considerar también, y como dato relevante, la enseñanza del pensador hebreo alemán, Walter Benjamin, el cual, con su texto Tesis de la filosofía de la historia (1940) nos ha enseñado que la Historia la escriben los vencedores dejando en la sombra o demonizando a los vencidos. Son quienes detentan el poder los escribas de los manuales de historia que todos repetimos como loros es decir, con escasa o ninguna consciencia crítica. Desde el trono de los vencedores o “elegidos” se hilan los hechos precedentes en modo tal que todos los eventos se encadenen para concluir, como consecuencia lógica e inevitable, en el status actual de los vencedores.
Todo lo precedente, todo lo que ha precedido la victoria de los vencedores, es una legitimación del poder por ellos conseguido. Lo anterior, el pasado, no es más que un preámbulo que bautiza en nombre del dios de turno o de las ideologías (derecha o izquierda) el poder oficial que, por haberse impuesto en un momento, considera que la suya es la visión correcta de la historia. No es casualidad, conviene aquí recordar, que cada gobierno, cuando asume el poder, se aboque inmediatamente a realizar reformas académicas y pedagógicas. Hoy sabemos, gracias a Walter Benjamin y a la presencia consistente de las culturas “otras” (nuestra sociedad, sobre todo en las grandes ciudades es un tejido multiétnico, multicultural y politeísta) que no hay una Historia global, sino muchas historias, tantas como hombres, culturas y etnias hay en el mundo. Por lo tanto, el hombre postmoderno no alimenta pretensión alguna de embarcarse en la creencia de una Historia universal, planetaria, con final hollywoodiano, porque en el fondo del corredor – los hechos sangrientos del siglo XX lo demuestran – nos espera el más frío desencanto. No hay más que pequeñas biografías, con conexiones casuales, sin ninguna destinación final en la cual confluyan necesariamente otros hombres y destinos.
2.2) Ilustramos las reflexiones precedentes subrayando tres actitudes y comportamientos fundamentales para la comprensión del tema. A) El cristiano, al menos hasta el mil novecientos sesenta (Vaticano II), concentraba su atención en el “más allá”, descuidando irresponsablemente el “más acá”; B) el laico, por su parte, concentraba sus esfuerzos en la ciudad futura del bienestar y de la concordia proféticamente proclamada, como destino o necesidad ineludible, por las grandes ideologías del “novecientos”. Tal ciudad, sobre todo, después de la primera y de la segunda guerra mundial y, últimamente después de la caída del muro de Berlín y la fragmentación de la ex Unión Soviética (fiebre independentista que continúa todavía) se ha revelado una quimera. El sentido común y los que se ocupan teóricamente del tema concuerdan en que la idea de una Historia Universal, idéntica para todos, ha sido una delirante utopía (sea por parte de las ideologías de derecha como de izquierda) alimentada por una infinita fila de cadáveres de los cuales hoy día ni memoria queda (los conflictos armados del siglo XX han causado unos doscientos millones de muertos, en su mayor parte civiles).
C) Pues bien, después de tantas traiciones, desilusiones y disoluciones que, conviene subrayar, ahora alimentan la “crisis de la esperanza”, el hombre postmoderno rechaza – y con muy buenas razones – tanto el sacrificio a largo plazo (porque el futuro preparado precedentemente, el que prepararon nuestros abuelos o bisabuelos, no es otro que este “hoy” caótico e incierto que el ciudadano del Tercer Milenio vive) cuanto el paraíso celeste que las religiones proponen como meta ultraterrena. Esta última, es decir, la meta más allá de la muerte, a decir verdad, es un territorio al cual ya nadie piensa con pía devoción ni patológica obsesión. Si existe, es, para nosotros, indiferente. Si en la dimensión religiosa ha sido una constante pero no patente, hoy día la ambigüedad de la fe es un hecho evidente, al punto que uno de los pensadores más importantes de Italia, Gianni Vatimo, promotor del “pensamiento débil”, ha escrito, dando expresión a un sentir general, un libro cuyo título es “Creer que se cree”.
2.3) Lo importante para el hombre postmoderno es vivir bien y satisfecho “aquí y ahora”, no mañana o pasado mañana, el resto es un discurso consolador, mera poesía para los espíritus que no son capaces de estar a la altura de la circunstancias y, por lo tanto, necesitan fiarse de las recetas de los más diversos prestidigitadores que hablan de futuros paradisíacos o de resurrecciones metahistóricas. Rechazando falsas ilusiones, tanto celestiales como terrenas, el hombre contemporáneo no pretende ni ser santo, ni mártir, ni héroe ni cobarde, sino simplemente “humano”. No se siente tiranizado por ningún “deber ser”, por ningún tipo de imperativo moral, categórico (E. Kant), ni mucho menos por las llamas del infierno o por eventuales reencarnaciones predicadas por los gurúes orientales. El hombre del tercer milenio no se mueve más entre la dramática tensión del esquema tradición/revolución que caracterizó la vida del Occidente desde el siglo XVIII hasta la mitad del siglo pasado, aproximadamente. Vivimos, según la opinión de algunos psicólogos, en la época de las “pasiones tristes” pues no hay proyectos que entusiasmen las multitudes hasta el sacrificio, como con maquiavélica estrategia lo hacían las ideologías pasadas.
2.4) En tales condiciones, desencantado y siempre más escéptico, el hombre postmoderno se instala – por no decir “atornilla” – con toda su potencialidad y, paradójicamente, en total incertidumbre, en la finitud. Desde tal perspectiva, su esfuerzo se concentra, sobre todo y ante todo, en vivir tan sólo el momento presente que es, como sabemos, fugitivo, inasible dando cabida al “culto de las emociones fuertes”, sin tener en cuenta riesgos ni situaciones que con frecuencia lo conducen a la muerte.
Para el hombre postmoderno, desilusionado de los brujos de los últimos tiempos, todo tiene que ser conseguido y vivido “aquí y ahora”, sin largas mediaciones, sin tiempos expiatorios o dilaciones. Todas las ganas, de cualquier tipo que sean, tiene que ser saciadas en modo inmediato, satisfechas en el momento, no se resiste la postergación porque el mañana y el “pasado mañana” son, a todos los efectos, como ha demostrado el curso de los eventos del siglo XX, totalmente inciertos y engañosos.
Por lo tanto, todo lo que va más allá del “aquí y ahora”, de la vida del momento, dado que no hay una Historia universal que tenga un final feliz (hollywoodense) ni una razón metafísica (como pretendían los medioevales o como hoy día la Iglesia defiende) que pueda demostrar fundamentos últimos, apodícticos, es decir, incontrovertiblemente ciertos, tiene que ser dejado de lado porque es una utopía irrealizable. Las “tierras o patrias felices” que han atraído y entusiasmado millones y millones de hombres y mujeres por varias generaciones son un invento de románticos trasnochados o de ideólogos al servicio de mezquinos intereses. Dicho en otros términos: conjuras para domesticar la conciencia y acrecentar las riquezas de los poderosos de la tierra a expensas de la muerte y el hambre de millones de hombres pensados como apéndices o instrumentos, o números sin rostros en las manos de los mercaderes de la muerte.
Si el marxismo prometía un “continente de la libertad” en el cual estaba superada para siempre y para todos la necesidad (la sociedad sin clases), hoy, defraudado de tal quimera, el hombre occidental, quiere vivir en la “isla de los famosos”, participar del “Gran Hermano” para salir del anonimato. Es decir que, sin remordimiento alguno, toma distancias y se aleja lo más posible de la masa, porque alimenta, aunque hable de derechos universales, de justicia sin discriminación y de igualdad (otros tantos mitos creados por la Modernidad), una especie de asco ontológico por la muchedumbre (expresión que está en lugar de “repugnancia por la negrada”). Emblemático de este modus vivendi es el film mexicano La zona, una ciudad “country”, ciudad de ricos y bienestantes que resuelve los problemas de asesinatos de pobres que en ella se infiltran, apoyados y cubiertos por las autoridades del Estado.
3) Cae también, según lo dicho precedentemente, otro mito: el Progreso. Concebido por la “diosa razón” como un proceso evidente e indiscutible, objetivo e imparable, estaba escrito con leyes eternas en los pliegues ocultos de la Historia, del Espíritu o de la Materia. De esas míticas entidades, mentes iluminadas lograban leerlo e interpretarlo, legitimándolo como “científico” (haciendo pie, entre otras cosas, en la teoría evolucionista) para presentarlo a las masas y así soñar, como Espartaco, un protagonismo que por siglos les había sido negado. Por honestos y nobles motivos, millones y millones de hombres aspiraban a un bienestar o “patria de la felicidad” del cual por siglos se habían visto, por varias razones, privados.
El mito del progreso imparable y la llegada a la idílica patria, tal como denunció K. Popper en Miseria del historicismo (1944-1945) y en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), es la concepción para la cual, paradójicamente el futuro no es ni abierto ni creativo, es decir no se concibe la posibilidad del novum. El mañana es cerrado, no trae nada nuevo, pues todo está pre-contenido en el presente dado que la razón lo puede prever, anticipar, calcular. En el fondo, el mañana no es más que lo que está contenido en el hoy y que, cuando es aferrado por la razón, se transforma en la fuente de sentido, una especie de dios que requiere toda clase de sacrificios.
3.1) Esa es la concepción que criticó Popper conocida como historicismo. Esta tesis, en efecto, afirma que existen leyes inmutables del desarrollo histórico que, si conocidas, permiten prever a grandes rasgos lo que ocurrirá. Esto significa, en otros términos, que la Necesidad gobierna, que la Fatalidad nos tiene, como les sucedía a los griegos respecto a los dioses del Olimpo, en sus manos y que la libertad es una ilusión, o, como decía el filósofo Baruch Espinoza, “una necesidad comprendida”.
Pensemos seguidamente en la ley de los tres estadios del francés A. Comte, padre del positivismo. Según esta tesis, después de pasar “necesariamente” del estadio mítico-religioso al estadio filosófico-metafísico nos instalaríamos definitivamente en el estadio científico-positivista; pensemos en las leyes del materialismo dialéctico e histórico predicado con pretensión científica por el marxismo. Según tal lectura, volente o nolente (queramos o no) las leyes del progreso nos llevaban necesariamente a la sociedad maravillosa, la sociedad sin clases; pensemos en la fe ciega del capitalismo en la marcha ineludible de la economía que, según el liberalismo radical, llevaba, sin ninguna posibilidad de regreso, de la barbarie a la civilización, de la indigencia al confort, y alienándonos – gracias al aparato publicitario mediático – en la lógica del tener, identificada con la felicidad,.
La crisis económica reciente ha mostrado, como punto culminante, la absurdidad de este último mito, el cual ha dado origen, conviene no olvidarlo, a un capitalismo salvaje y a una antropología despiadadamente individualista. Con su aguda y penetrante mirada, lo había notado ya K. Marx cuando subrayaba que en el capitalismo las relaciones de producción son de naturaleza tal que revolucionan o desestabilizan continuamente los vínculos comunitarios a favor del ‘capital’.
3.2) Esta concepción antropológica – conviene recordarlo – configura un hombre siempre más encerrado en sí mismo, autorreferencial que, como Narciso, considera su yo sagrado y el otro una especie de prótesis, un apéndice. Y no debemos olvidar que Narciso – como magistralmente enseña el mito griego – por no mirar más que a sí mismo, dejó de lado al “otro”, única posibilidad – como enseña el personalismo dialógica, la fenomenología, buena parte del existencialismo y de la psicología – de romper el solipsismo que lleva, no sólo a la atomización de la sociedad, sino también e irremediablemente al yo a la paranoia o a creerse el ombligo del mundo (el otro y lo otro a mi servicio). Adorando su yo (ego-latría) Narciso – y aquí está la paradoja – no solo condenó a la locura al otro (Ninfa Eco), sino que se perdió a sí mismo, pues murió ahogado en las aguas del lago, atraído irresistiblemente por su propia imagen, con la que estaba fascinado. Ciego y sordo para ver el rostro del otro y escuchar su voz, única puerta de acceso, dramática pero no por eso menos festiva, a la verdad de sí mismo, al auténtico rostro humano, Narciso sucumbió en soledad, víctima de sus propias manos, bajo la sonrisa irónica de los dioses que, como narra el mito griego, ni una sola lágrima derramaron.
3.3) Retomando el tema, la idea de progreso, al igual que la idea de una pretendida historia universal como ley incontrastable, en el fondo no es otra cosa que la secularización o “inmanentización” de la idea de Providencia de origen judío-cristiana. No es Dios para la Modernidad, quien conduce la historia. Su puesto ha sido ocupado por leyes intrínsecas, eternas como él. Es otra justificación del sacrificio sin solución de continuidad, pues tales leyes son diosas anónimas e impersonales que exigen la obediencia ciega y sin lamentos. Generaciones enteras deben someterse aunque no lleguen al estadio final. Lo importante es ser abono para que otros puedan continuar caminando sobre eso. Caso contrario, estamos en plena irracionalidad o traición a las normas que rigen, inexorablemente, la evolución de la humanidad hacia el paraíso final. He aquí una mundana versión del cielo prometido por la religión, pero sin resurrección.
En manos del poder político y militar (fascismo, nacionalsocialismo, marxismo, comunismo…) este tipo de visión nos hizo recorrer un camino que, sin ponernos melodramáticos, desembocó varias veces en el mundo occidental, en un abismo sin final. De ese camino, el hombre postmoderno defraudado en todas sus expectativas, no quiere escuchar ni hablar.
3.4) Se debe subrayar, para precisar aún más el discurso, que si ha caído la pretensión de una historia universal que, timoneada por el eurocentrismo o por el logos dominador nor-atlántico, llega victoriosa a una meta definitiva, se da por supuesto que no tiene más sentido hablar de progreso, ya que no hay un punto hacia el cual se camine y que sirve como unidad de medida. Ahora, progreso o regreso son términos vacíos porque no vamos a ninguna parte y, por lo tanto, no hay con qué confrontarlos.
3.5) Examinado y juzgado desde el hoy, el progreso es visto como una locomotora enloquecida alimentada por la patología de producir para consumir en desenfrenado exceso todos los días del año y sin otro criterio que el tener y el devorar para volver a producir. La mayoría de las personas están convencidas que todo está en orden si la máquina productiva aumenta día a día. Así hemos dado vida a una rueda gigantesca e infernal cuya vertiginosidad hace imposible todo intento de escapar. En esta visión espasmódica, se ve y lee el mundo con la lógica del dominio, como una minera que hay que depredar sin ningún respeto por la biodiversidad y los recursos no renovables. Dicho de otro modo: el mundo no es un jardín que estamos llamados a cultivar con esmero, sin olvidar (sea de tipo trascendente o como “ética ecológica”) el gesto de agradecimiento porque “la madre tierra nos nutre y nos sustenta”.
La actual (producir para vender/consumir y consumir para producir/vender) es una lógica sin solución de continuidad en la cual, bajo la dictadura de la publicidad, se nos hace siempre más difícil distinguir entre los deseos introyectados o inducidos y las necesidades reales. Es la repetición del esquema sin otra meta que no sea un “más de lo mismo”. O, mejor, no se mira a la simple satisfacción de los deseos sino a su multiplicación, a hacerlos más intensos y siempre más variados, de modo que la locomotora esté siempre en marcha y corra más velozmente aunque no sepamos quién la guía, no tenga rumbo fijo y la velocidad cause estragos irreparables. Esta es la lógica que, sin caer ahora en la retórica de lo trágico, nos está llevando al ecocidio (el asesinato, siempre más violento y acelerado de la “casa Tierra”). Es conveniente no olvidar que cada publicidad es una invitación a la destrucción.
En otras palabras, el “mañana estaremos mejor” que predicaba el progreso, escrito como ley intrínseca en la materia o en la historia, no es otra cosa que la eterna repetición del presente, el cual hoy – y esta es una experiencia que todo el Occidente comparte- se vive con angustia, temor y temblor. ¿Por qué? La respuesta es simple: sin los mitos que lo justificaban, el futuro o, mejor, el inmediato mañana es siempre más incierto, dudoso, caótico, sin ningún fundamento seguro y estable. A esta espasmódica experiencia hay que agregar la posibilidad – que no es fantaciencia – de un “conflicto entre civilizaciones”, como sostenía el politólogo americano S. Huntington,
4) En este escenario caracterizado por el desencanto, hay que incluir la Democracia, que – como enseñaba ya Platón en la República – de todos los gobiernos peores es el mejor. Nacida para luchar contra las injusticias y dar voz, voto y participación activa a minorías desprotegidas, se ha transformado en la “dictadura de la mayoría”, como subrayaba en su ancianidad el fundador de la “teoría crítica”, Horkheimer. Como la Historia y el Progreso, tampoco la Democracia goza hoy de buena fama y credibilidad.
Reasumiendo lo dicho anteriormente en función de articularlo con este parágrafo, surgen, en todos aquellos que no quieren ser transformados o confundidos con “idiotas útiles”, preguntas urticantes que podemos formular del modo siguiente: ¿No será que el exceso de permisividad de Occidente es otra forma de totalitarismo, escondido bajo las formas de una cierta democracia en la cual gobiernan soberanos, deseos y placeres desenfrenados y todo género de disipaciones? ¿No será que el derecho y la justicia administran leyes en función de los lobbies económicos y una globalización que parece ser también otra forma enmascarada de masificación?
5) En este horizonte, en el que algunos ven una pérdida definitiva del sentido de lo humano y que marca el ocaso de la Modernidad, de sus mitos y del Occidente capitalista, tampoco la Política puede hacer mucho porque la sociedad es demasiado compleja e imprevisible. A lo sumo, la política puede asumir la función de reducir un poco (no mucho) el pánico que deriva de la complejidad de la problemática socio-cultural.
En realidad la Política no puede aspirar a nada más, dado que – como sostiene el sociólogo polaco Z. Bautman – no podrá nunca resolver el dilema entre libertad y seguridad, generando, tanto si acentúa una o la otra, situaciones de disconformidad, protesta y rebelión. Recordamos que el binomio libertad/seguridad no presenta una relación directamente proporcional sino inversamente proporcional. Es decir, a mayor libertad menos seguridad y a mayor seguridad (leyes, normas, estructuras de control) menos libertad.
6) No se reconoce tampoco – y esto también desde hace ya tiempo – la Tradición como un punto de referencia fuerte, obligante, forjador de consciencia, hábitos y costumbres. La pérdida de la Tradición y la ausencia de credibilidad en el futuro ha dejado al hombre contemporáneo sin raíces, anclado en un “aquí y ahora”, sometido, como dijimos anteriormente, a la dictadura de la publicidad o máquina de los deseos ilimitados y al terrorismo de los laboratorios. Se escucha cada vez con más fuerza, la voz de los nuevos sacerdotes de la farmacología, de la biogenética, de la biotecnología, de la microtecnología que tienen en la mano todas las recetas ocupando el lugar de las viejas ideologías.
6.1) En esa línea podemos agregar que, convencidos de la no existencia de una naturaleza o esencia humana que nos permita establecer los principios en relación a los cuales se oriente o norme el hacer y el pensar; considerando además que es inútil polemizar acerca de si hay o no un alma inmortal puesto que lo fundamental es la idolatría del cuerpo (joven y musculoso) a cualquier edad, se impone cada vez más la revolución biotecnológica. Si bien sus conquistas son importantes y alivian muchas insuficiencias, hay que decir que está asumiendo un rostro inquietante. Interviniendo sin escrúpulos y con poca o mediocre reflexión en el código genético, percibe al hombre no ya como “creación”, sino como clonación y producción. Basta leer lo que propone Nik Bostrom el Presidente de la Word Transhumanist Association (movimiento cultural, intelectual y científico conocido como Transhumanismo, el cual reúne científicos que provienen del área de la Inteligencia artificial, de la Neurología, de la Microtecnología, de la Biotecnología aplicada, etc.)- y que en la práctica ya está en ejecución -.
7) Tampoco la Moral sustenta verdades universales, en las cuales todos, sin distinción, se reconozcan sin “peros”. Si la razón ya no tiene la capacidad de fundación, entonces no hay verdades “necesarias y objetivas”, es decir que estén “ahí” frente a nuestros ojos intelectuales y a las cuales, en efecto, por estar “ahí”, como, por ejemplo, está este texto (y la computadora) ante los ojos del lector, la razón humana pueda acceder con claridad y distinción. Esto es lo que pretendía el filósofo Descartes o lo que creen los defensores de la Ley natural. Por lo tanto, habrá tantas morales como hombres y circunstancias hay en este mundo.
7.1) Nadie cree ya en el “derecho natural” entendido como ley eterna e inmutable que el hombre, con la luz natural de la razón, conocería como derivada de la naturaleza de las cosas y que tendría a Dios o a un Ser supremo como autor. Conociendo esta ley, el hombre conduciría las cosas y a sí mismo hacia su destino final. Para decirlo con otras palabras: el derecho (ley) natural es – y ha sido siempre – el derecho del más fuerte. La fuerza de la razón no es otra cosa que la razón de la fuerza. La pretendida neutralidad del derecho ha estado siempre sometida a la política porque el derecho es una inigualable e imprescindible tecnología de control de las relaciones humanas, como ha mostrado en una reciente publicación A. Schiavone (Ius. L’invenzione del diritto in Occidente).
El relativismo es patente. En ausencia de verdades universales éstas se consideran solamente en relación a los paradigmas de la comunidad específica de la cual se hace parte, es decir, en función de los grupos de pertenencia. Prevalecen las verdades locales entre las cuales, en definitiva, no hay ni puede haber ningún diálogo sino sólo una precaria y frágil tolerancia o una especie de apartheid.
8) La Ciencia, que tuvo una función mesiánica sobre la tierra, tampoco hoy goza de tal característica. Como demostraron por una parte T. Kuhn, en La estructura de las revoluciones científicas (1963) y por otra K. R. Popper, tanto en Lógica del descubrimiento científico (1934) cuanto en la serie de conferencias recogidas bajo el título de Conjeturas y confutaciones (1963) la ciencia no posee la verdad de las cosas, sino que trabaja encasillando en paradigmas o a través del método “ensayo y error” que permite el control empírico, verificable o falsificable, sobre ellas. Poseemos sólo conjeturas, hipótesis que lanzamos sobre lo real para resolver algunos problemas; poseemos hipótesis (Popper) o paradigmas (Kuhn) que duran hasta el momento en el cual son proclamados por los hechos mismos, como insuficientes o inadecuados. En otras palabras – y esto hoy no escandaliza a ningún científico – la Ciencia es una nueva religión que cambia de dogma cada tres o cuatro años, si no es que lo hace empleando menos tiempo.
Conclusión. Después de este recorrido sintético-teorético-crítico por los mitos de la Modernidad, no es exagerado afirmar, sin por esto caer en la tragedia, que no hay ya, como pretendía la Modernidad (del 1600 más o menos hasta el inicio del “Novecientos” o, según algunos, hasta después de la segunda guerra mundial y la notable revolución del 68) ningún fundamento último, definitivo, indudable, apodíctico, en el cual o desde el cual fundar o apoyar nuestras construcciones. Tenemos, como dice el epistemólogo D. Antiseri, una ciencia sin certezas, una metafísica sin fundamento y una ética sin valores.
Entiéndase que la crítica que algunas corrientes del postmodernismo hacen a la razón en general no predican, como sustituto, un irracionalismo o una lógica romanticista. No se está, sería absurdo hacerlo, en radical oposición a la razón, es decir contra ella. Se trata más bien de redimensionar sus sueños totalizantes y señalar los límites que, movida por su sed de dominio, transgrede frecuentemente. Sus transgresiones, es decir, el olvido o desprecio de la diferencia, de todo aquello que non puede disciplinar, de todo aquello que se pone como radical alteridad frente a ella, ha dado vida a escenarios de tono no sólo dramáticos, sino trágicos, casi apocalípticos. La huella imborrable y vergonzosa de los holocaustos y genocidios del siglo pasado, por no mencionar los anteriores, perpetrados sobre todo en América Latina y Africa, es evidente.
III. Nihilismo
1) Todos los fundamentos que permitían al hombre de la Modernidad, caminar arrogante y altanero hacia el paraíso en la tierra, se quebraron en mil fragmentos, mostraron no ser más que mitos o, como sugiere el cuadro de Goya, monstruos engendrados por una razón soberbia y ciega en relación a todo aquello que no se refiere a sus intereses. Hoy, el hombre del Tercer Milenio, se experimenta turbado, inquieto, perdido y sin brújula entre las ruinas de los dioses de pies de barro. No hay más puntos de referencia fuertes, todo es inestable e incierto, humo, ilusión. He aquí, entre nosotros, el “más inquietante de todos los huéspedes” el nihilismo (del latín nihil = nada).
El viento del deshielo, mencionado por Nietzsche en la cita inicial, ha disuelto la pista dejándonos inmersos en miles de fragmentos sin dirección, sin meta. Des-orientados (sin Oriente, es decir sin luz) caminamos a ciegas y ningún sendero tiene mayor peso que otro, pues no tenemos razones objetivas ni a favor ni en contra para ir hacia una parte o a otra. Esta es, brevemente descripta, la figura del nihilismo, fantasma que gira y gira por Occidente desde el inicio del siglo XX y que hoy es un inquilino que, instalado en nuestra casa, configura nuestro modo de pensar, actuar y sentir en todas circunstancias.
2) ¿Qué quiere decir nihilismo? Quiere decir que no hay nada de absoluto, no hay nada incontrovertible, que de aquello que llamábamos “ser”, ya no queda nada. Significa que ha caído la idea central de la metafísica (Platón – Kant), es decir la idea que detrás del “fenómeno” o de las cosas hay una especie de esencia o sustancia inmutable, imperecedera, objetiva que es normativa; significa que no existe un sentido último y verdadero de las cosas que sea pensable o pueda ser conocido; significa que no hay un saber esencial que permita apropiarse teóricamente de los primeros principios o de las últimas causas; significa que el hombre ha rodado desde una posición central (cristianismo, humanismo ateo o creyente) hacia una X desconocida; significa no que el espacio central está vacío y que es posible reconquistarlo nuevamente, sino que no hay algún espacio central; significa que estamos en un policentrismo radical y que todo es interpretación (hermenéutica); significa que debemos habituarnos a vivir en la nada sin por eso caer en histerismos o neurosis; significa que ni siquiera con el concepto de verdad y finalidad se puede hacer inteligible el carácter entero y complejo de la existencia, significa que toda cosa o ser es nada, no tiene sentido ni valor; significa que nos quedan sólo acuerdos, convenciones, negociaciones y la piedad humana hacia nuestros propios semejantes. Conclusión: no hay nada de absoluto (ni la Razón, ni la Historia, ni el Progreso, ni la Ciencia, ni la Moral, ni la Tradición…) ni de incontrovertible.
2.1) ¿Qué es el nihilismo? Oigamos la respuesta de F. Nietzsche, el más agudo profeta y teórico del nihilismo, el autor que nos ofreció su diagnóstico para la lectura de los tiempos actuales. En los primeros párrafos del libro póstumo “Voluntad de potencia” se lee: “¿Qué quiere decir nihilismo? Que los supremos valores se desvalorizan, que falta el fin, que no hay alguna respuesta al ¿por qué?… Hoy que se hace claro el mezquino origen de todos los valores, el Todo nos aparece desvalorizado, privado de sentido… Estamos cansados porque hemos perdido el impulso principal. “Todo ha sido en vano”.
“Lo que narro – escribe Nietzsche en otro párrafo agudo e iluminante – es la historia de los dos próximos siglos. Describo lo que llega, lo que no puede no llegar en otro modo: el surgir del nihilismo. Esta historia puede ser narrada ya, ahora, porque está aquí, obrando, la misma necesidad. Un tal porvenir habla ya por cien signos, este destino se anuncia por doquier. Ya todos los oídos están listos para esta música del porvenir. Toda nuestra cultura europea se mueve ya, desde hace tiempo, en un tormento y una tensión que crece de decenio en decenio, como si tendiera hacia una catástrofe: inquieta, violenta, impetuosa, como una corriente que quiere llegar al final…”.
3) Hoy, evidentemente, no podemos construir nada con los falsos ídolos que desde el 1600 en adelante han configurado las antropologías y las instituciones del Occidente. Sin caer en la tragedia debemos asumir que vivimos sumergidos en el clima que Nietzsche diagnosticó como el clima de los dos próximos siglos (los apuntes de Voluntad de poder son del 1887 o de poco tiempo antes). Se ha instalado entre nosotros, “el más inquietante de todos los huéspedes”, es decir, el nihilismo y con él hay que hacer las cuentas.
A modo de conclusión
Si bien la descripción que hemos hecho puede resultar para algunos de color gris o pesimista, y para otros esta nueva Babel postmoderna puede parecer el infierno, el nihilismo, no obstante los espacios de alto riesgo en que nos pone y la persistente incertidumbre que crea, nos deja una gran enseñanza. La podemos expresar con las palabras de uno de los más grandes estudiosos italianos del tema, F. Volpi. “El nihilismo nos ha enseñado – dice Volpi – que no tenemos más una perspectiva privilegiada (ni la religión, ni el mito, ni el arte, ni la metafísica, ni la política, ni la moral ni mucho menos la ciencia) en grado de hablar por todas las otras; que no disponemos más de un punto arquimédico en el cual, elevándonos, podamos darle un nombre a la totalidad… El nihilismo ha erosionado la verdad y ha debilitado las religiones, pero también ha disuelto los dogmatismos y ha hecho caer las ideologías, enseñándonos así a mantener esa razonable prudencia del pensamiento, ese paradigma de pensamiento oblicuo y prudente que nos hace capaces de navegar a vista entre los escollos del mar de la precariedad, en la travesía del devenir, en la transición de una cultura a otra, en la negociación entre un grupo de interés y otro”. En este escenario, “la única conducta recomendable – concluye el autor – es operar con las convicciones sin creer demasiado en ellas. Nuestra filosofía es una filosofía de Penélope que des-hace incesantemente la tela porque no sabe si Ulises volverá” (F. Volpi, Il nichilismo).
Por supuesto que el análisis requeriría aún mayor profundización pero la reflexión presentada, en líneas generales, es la lectura que de nuestro actual mundo socio-cultural comparten tantos pensadores relevantes que caminan por el sendero de la filosofía, de la sociología, de la teología y de la psicología. Lo que es importante afirmar que nuestra Babel no es el infierno sino un kairós, es decir, un momento oportuno que nos invita a navegar en un mar abierto dado que han caído todos los ídolos que tenían encadenado el pensamiento y subyugada la libertad.
En este nuevo escenario, libre de ideologías totalizantes, es posible abrirse al Otro, hacer la opción por la fe sin por esto percibirse o sentirse acusado de “alienación” o de infantilismo. Si la Ciencia no puede afirmar que existe Dios (haría una invasión epistemológica), tampoco puede decir que no hay ningún Dios. El hombre ha tomado conciencia de sus límites y vive hoy una razón menos arrogante. Ha comprendido que su razón no puede adueñarse definitivamente de lo real y que es otra vez un mendigo del sentido el cual que no puede ser construido por manos humanas. El sentido buscado, si existe, no puede ser que un sentido “donado”.