Acabo de leer que el papa Francisco pretende canonizar en mayo a Francisco y Jacinta, dos de los niños videntes de Fátima. En el 2000 ya fueron beatificados por Juan Pablo II. Una curación de un niño brasileño justificaría esta canonización.
En más de una ocasión me manifesté sobre canonizaciones y milagros. La última, en mi reciente libro ROMA VEDUTA. Llego a concluir que Francisco tuvo en su mano la ocasión para clausurar la Congregción de las Causas de los Santos.
Este dicasterio fue creado como autónomo por Pablo VI en 1970. Con anterioridad, era una sección de la Congregación del Culto. A partir de entonces, surge un inusual incremento de beatificaciones y canonizaciones. Una devaluación de la santidad canónica que, tangencialmente, produce unos mayores ingresos extra para el Vaticano. El tradicional elenco de los santos se duplicó. Juan Pablo II beatificó y canonizó a más personas que todos sus antecesores juntos.
Se comprende que la Iglesia Católica ensalce o proponga como modelos a algunos de sus miembros después de su muerte. Lo hacen los pueblos con sus próceres. De manera similar, lo hacen las organizaciones o instituciones con sus mejores miembros o líderes. Pero la normativa eclesiástica de beatificaciones y canonizaciones está plagada de puntos negros, incomprensibles, escandalosos.
En el 2014, Francisco canonizó conjuntamernte a Juan XXIII y a Juan Pablo II. Un acto de clara endogamia, de exhibición, populismo, autoritarismo, discriminación y puede que deshonesto. El Papa que los canonizó, así como los responsables del evento, fueron beneficiados por uno u otro en vida. De forma claramente discriminatoria, el Vaticano “dispensó” a Juan XXIII del segundo milagro, requerido por Ley para todos los candidatos a la canonización. Es una “dispensa” similar a la que había realizado Pablo VI a favor de nuestro Juan de Ávila. En el caso del “santo súbito” estamos ante una canonización “exprés”.
No se ha tenido en cuenta la repulsa de muchos fieles hacia Juan Pablo II, paticularmente – y no sólo – por la involución operada respecto al Concilio Vaticano II. También por su conocida desidia o complacencia en el tratamiento de eclesiásticos pederestas.
Días después de la doble canonización, los medios han dado a conocer la inminente beatificación de Pablo VI. Al parecer, por su intercesión, un feto diagnosticable inviable por los médicos se habría convertido en viable. La madre californiana se habría encomendado a Montini para dar a luz el fruto de su vientre, no obstante los negros pronósticos de los médicos. El bebé nació sin problemas.
Mi estima y veneración por Pablo VI están fuera de duda. Como persona y como Papa fue superior a los dos ya canonizados. Este mi favorable juicio no se debe exclusivamente a que Pablo VI me haya distinguido llamándome a ser su colaborador. Se esperaría que yo aplaudiera su beatificación. No es así. Estoy convencido de que en santidad y ejemplaridad Montini no fue superior a muchas personas de las que nadie ha propagandeado su nombre para que de ellos se imploren “favores” y milagros.
De siempre, me ha parecido una injusticia, cuando no una puerilidad. Una intolerable discriminación de parte de Roma y, aparentemente, también de Dios. Casi siempre está de por medio el dinero. A veces es el oportunismo. Apropiarse de un genio, de un famoso, de un superhombre o una supermujer. ¿Por qué Dios favorecería a una determinada persona entre miles que piden lo mismo y que están en similares condiciones? Y, sobre todo, ¿por qué siempre se trata de curaciones corporales?
Porque existen otros campos susceptibles de una intervención del Todopoderoso y que reducirían la sospecha de fuerzas naturales todavía – y siempre – desconocidas. ¿Por qué un candidato a santo no atiende al devoto que implora la interrupción repentina del avance devastador del Estado Islámico o la guerra de Siria? ¿Por qué no paraliza tsunamis como el del Pacífico Sur, de Japón o de Indonesia? ¿O multiplica panes y peces para millones de hambrientos, aunque sólo fuera para la India? Y, limitándonos a lo sanitario, ¿por qué no cura repentinamente a todos los afectados por el cáncer, por la sordera o por la ceguera y no sólamente a un individuo?
El sistema eclesiástico actual de responsabilizar a Dios de la santidad de una persona es inmoral. Es un descrédito del Creador. Tú, Dios, has hecho el milagro firmando la canonización. Si el canonizado no lo merecía – inclusive cuando se pruebe que no lo mereció – , la culpa es tuya por haber usado tus poderes taumatúrgicos en su favor- Todavía más inaceptable es que el Papa, ¡al parecer en directa comunicacióin con ese dios!, puede conocer que el candidato está en el cielo, sin necesidad de milagros. Como queda dicho, sucedió con Juan de Ávila, otrora condenado por hereje, a quien Pablo VI “dispensó” de los milagros.
La canonización de los dos niños videntes de Fátima reviste claro carácter de oportunismo. Conocemos las iniciales razonables reticencias romanas a tales apariciones. Sabemos de las reticencias religiosas y científicas a todas las apariciones de la “Señora”. Roma se adueñó del fenómeno Fatíma por proselitismo. Lo mismo que Lourdes, Fátima resultó ser un vivero de devotos católicos. La canonización de los niños Francisco y Jacinta se enmarca en ese proselitismo. No son modelo de nada. Como mucho, fueron víctimas de un episodio paranormal.
En el Vaticano, tuve que estudiar el diario de Lucía, la otra niña vidente de Fátima, muerta casi centenaria. Nada extraordinario. Una monja algo engreída por el trato recibido del mismo Vaticano. Dudosamente histérica. Pablo VI y Benelli controlaban sus escritos y movimientos para evitar males mayores. Su tercer secreto fue conocido por mí. No coincide con cuanto se publicó. Sólo contiene inconsistentes afirmaciones: obispos contra obispos, muerte de un papa… Algo parecido al segundo secreto: la conversión de Rusia.
Concluyo. Un dios que discrimina a sus criaturas, aunque sea positivamente, no es el Dios. Un dios que encumbra a los ricos y famosos, a los poderosos y fundadores de algo, a los amigos de los jerarcas, postergando a los humildes y anónimos, ése no es el Dios. Implicar a nuestro Dios en tales hechos y para tales fines es simplemente un imposible, un infantilismo que conlleva la negación de Dios.
Los fenómenos inexplicables son sólo eso, inexplicables. La hipótesis de que Dios creó el mundo con sus leyes es la más plausible. Resulta absurdo que cada poco, incluso una sola vez, ese Dios haga excepciones a sus leyes. Todavía más absurdo cuando se lo demanda algún que otro humano y con el fin de encumbrar a un humano. Entendemos y creemos que Dios creó este mundo con amor, para que nos amemos y deja que la Naturaleza siga sus propias sabias leyes.
CELSO ALCAINA fue funcionario del Vaticano con Pablo VI. Es autor del libro “ROMA VEDUTA. Monseñor se desnuda”.