¿Concilio Vaticano II, avanzamos o retrocedemos? Por Miguel Esquirol Vives

Un texto para el debate….

Acerca de los 50 años del Concilio Vaticano II

 

El año 1962 se dio en la Iglesia católica un tsunami catastrófico para algunos y un suceso de suma importancia para otros. Suceso esperado por estos y despreciado o por lo menos menospreciado por aquellos.

Quizás, como han dicho muchos, el problema de nuestra querida Iglesia viene desde la época constantiniana, cuando la jerarquía eclesiástica pasó de una situación de persecución y martirio a un status de libertad y nobleza, equiparable a la de los grandes señores de la época.

Fueron tiempos en los que la preocupación de las autoridades eclesiásticas estaba primordialmente en la doctrina y sus dogmas, más que en el seguimiento de la vida del maestro, aquel camino que nos ofrecen los evangelios de sencillez y de compasión por los que sufren y aquel deseo de Jesús por el reino de Dios o transformación de este mundo, en el cual quien ha recibido más sirva y no sea servido y en el que el respeto a la dignidad de las personas sea para todos, pero sobre todos para los que la sociedad ha considerado menos dignos, los más olvidados y excluidos.

Muchos años después vino la reforma de Lutero, que sin duda quiso el bien de la Iglesia, quiso acabar con aquel boato y aquella corrupción reinante en las altas esferas eclesiásticas, acabar con los abusos al pueblo, como el de los cobros por las indulgencias, el control de las conciencias, y terminar con la ignorancia de un pueblo al que se le había prohibido la lectura de la Biblia…

Nada es perfecto entre los humanos, pero la verdad es que hacía falta una reforma y era ya urgente. Lo más fácil fue declarar hereje a Lutero y terminar con semejante aventura. Para ello surgió la contrarreforma, con gente buena y santa, y si bien hizo mucho bien a muchos fieles, sirvió también para que la jerarquía pudiera seguir con su status, su poder y la estructura piramidal de la Iglesia.

Cuatrocientos años después y a partir del año 1958, una vez que fue  nombrado papa el cardenal Roncalli, se inicia lo que hubiese querido ser un gran reforma para la Iglesia católica. El año 1962 Juan XXIII inaugura el Concilio Vaticano II. Fueron cuatro años de deliberaciones y de mucho estudio de los que salió una serie de documentos de suma importancia para la renovación, para la actualización de la Iglesia católica, documentos que muchos de ellos han quedado a medias u olvidados y quizás algunos ya superados.

El documento que abre la Iglesia al mundo, el más conocido se llama “Gaudium et spes” (“Los gozos y las esperanzas de este mundo, sobre todo de los más pobres, son los gozos y las esperanzas de los discípulos de Cristo”). Como consecuencia lógica llevó a sacerdotes, religiosos y religiosas a meterse en el mundo, a comprometerse de veras con él, pero con las leyes canónicas anteriores al concilio, que no se renovaron, dieron como resultado el abandono de muchos del sacerdocio, por ser incompatible con este compromiso. Se produjo también un gran éxodo de religiosas y religiosos, siendo juzgados todos ellos y ellas entonces como desertores y aún como traidores.

Un verdadero signo de los tiempos, que en lugar de verse como tal, se consideró por parte de la curia romana y otras altas personalidades como una verdadera desgracia, cuya causa había sido este desdichado concilio. Lo que sirvió también para dar marcha atrás y el pensar la Iglesia como Pueblo de Dios en lugar de Sociedad perfecta. Quedaron paralizadas la mayoría de las reformas, como la litúrgica o la misma constitución de la Iglesia en sus ministerios (el del papa, los obispos, presbíteros y hasta los ministerios laicales tan necesarios en favor de nuestro mundo).

La necesidad y el valor del laicado fue siempre más una frase teórica que un interés real. Los “reducidos” al estado laical, palabra poco acertada, no fueron reconocidos como laicos y no se hizo nada o casi nada por recuperar a estos nuevos laicos, se menospreciaron esas fuerzas espirituales, intelectuales y dinámicas en la Iglesia, preparadas teológica e intelectualmente, gente la mayoría de grandes valores materiales y espirituales, abandonados muchas veces de las jerarquías, de los superiores y superioras religiosas.

Salvo raras excepciones la mayoría no sintió lo que pudo haber sido una acogida tan necesaria para ellos y ellas, habiendo dejado con dolor, casi siempre, el calor de la institución. Y en ningún momento se pensó que podían ser más útiles en el mundo que en el templo, cuando la sal del evangelio en el mundo se estaba volviendo sin sabor.

Y así estamos hoy, con un mundo que sigue su rumbo a toda velocidad a espaldas de la iglesia, lamentando la falta de sacerdotes, cuando todos ellos y ellas podrían ser verdaderos ministros casados y verdaderas ministras casadas de las comunidades eclesiales de base y ser sal y fermento de este mundo, de sus organizaciones civiles, laborales, políticas, etc., con el consiguiente apoyo de la Iglesia para su formación permanente en la fe y con la posibilidad de sentirse Iglesia.

Miguel Esquirol Vives

JUEVES 26 DE ABRIL  19 HS.

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