Domingo 6 de Marzo de 2011 9no. Durante el año litúrgico. Por Guillermo “Quito” Mariani

Tema: (Mt.7, 23-27)

Dice Jesús: Yo les diré entonces que no los reconozco. Que se alejen de mí todos los que practican el mal. El que escucha y practica mi mensaje es como un hobre inteligente que edifica su casa sobre roca.  Llueve torrencialmente, sopla el viento, pero la casa no se derrumba, porque está sobre roca. En cambio el que no lleva a la práctica lo que escucha es como el que no piensa y edifica su casa sobre arena. La lluvia y el viento la derrumban.

Síntesis de la homilía

Jesús asegura que a los que han predicado, hecho milagros, arrojado demonios y profetizado, NO LOS CONOCE. Y les manda alejarse de él como hacedores del mal. Esta es la afirmación inicial que da sentido a todo el pasaje. Y es muy importante, porque descalifica lo que para muchos es lo verdaderamente central en el aspecto religioso: hacer o buscar milagros, arrojar demonios, profetizar o predicar en su nombre.

¿No será entonces una equivocación que hay que pasar por alto? ¿Cómo pueden ser malhechores los que hacen esas cosas santas? ¿Acaso se pueden hacer milagros si uno no está en excelentes relaciones con Dios? ¿Es posible liberar de posesión diabólica si uno no tiene mucha fe? ¿Y si alguien es excelente predicador de los dogmas cristianos, puede de algún modo complicarse con el mal?

La respuesta a estas preguntas es un SÍÍÍ rotundo. Y no es una afirmación gratuita. Hay una abundancia de milagros armados para comerciar utilizando la ingenuidad de la gente. Para eso dan pie muchos pronunciamientos de la iglesia valorando los milagros como intervención divina para aprobar conductas, como en el caso de las canonizaciones de santos.

La expulsión de demonios que constituyó, interpretando literalmente la Biblia, uno de los bastiones de la iglesia católica para afirmar su autenticidad, ya está completamente desacreditada por los conocimientos psicológicos y las reiteradas experiencias de casos clave de aparentes  endemoniados, plenamente explicados por razones naturales.

Las profecías y la predicación, aunque pueden tener gran importancia evangelizadora también caen en la sospecha de defender intereses egoístas (muchas veces económicos) u ocultar hipócritamente las

propias fallas o las de la institución.

La supervaloración de esas actividades, cuando no son una roca afirmada por la voluntad y rectitud de quienes las llevan a cabo, son simplemente arena. Lo que se edifica sobre ellas puede ser muy impactante, puede en un momento reunir multitudes, pero pasa sin más efecto que el de las apariencias sin producir ningún efecto profundo de cambio personal o comunitario para bien de todos.

En cambio, si el análisis cotidiano sin necesidad de ser profeta, si la negativa a complicarse con lo deshonesto u opresivo que sí puede calificarse de presencia demoníaca, si la palabra escuchada o meditada empuja a vivir un compromiso más firme con la realidad, si el milagro del amor que importa comprensión, sabiduría, generosidad y búsqueda de solución a los problemas más graves, son los fundamentos de la propia conducta y personalidad, se está edificando sobre roca y su influencia se trasmite resistiendo las adversidades y los halagos, como una contribución a los grandes valores del ser humano y de la sociedad. Eso a lo que llamamos evangélicamente “los valores del Reino”.

Cuando  el trabajo, las emociones, los afectos, la comunicación y todas las actividades que requieren nuestra atención, los principios  de  convivencia y  tolerancia, la defensa de la verdad y la justicia forman la trama de nuestra vida cotidiana, estamos edificando sobre roca lo que corresponde a la voluntad paternal de ese Dios que teniéndonos por hijos  puede, desde ya, descontar nuestra conducta como hermanos. Y esa actitud será la que permanentemente subsistirá como la casa edificada sobre la roca al margen de milagros, sermones, profecías o exorcismos.

 

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