Carta de un investigador a Rouco Varela, arzobispo y desahuciador. Por Alberto Sicilia*

Querido Antonio María,

Ayer, después de la misa de las 19h, varios afectados por los desahucios hipotecarios decidieron encerrarse en La Almudena, la catedral de tu archidiócesis. La Iglesia, mostrando gran solidaridad con estas personas que sufren, decidió llamar a la policía para desalojarlos.

Por lo visto, os preocupa más vuestra casilla en la Declaración de la Renta que las casas de familias desahuciadas.

Antonio Maria, yo soy ateo, pero algunos mensajes del cristianismo que me parecen fabulosos. Si me permites, me gustaría recordar algunas enseñanzas de un personaje que quizás te suene: un tal Jesús de Nazaret, hijo de José el banquero, -perdón, José el carpintero-.

¿Jesús apoyaría a las familias deshauciadas o a los bancos? Yo soy investigador en física, no tengo ninguna capacidad para dictar clases de religión. Me limito a copiar de la Biblia:

1) “Él derribó del trono a los poderosos y enalteció a los humildes, a los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió vacíos.” (Lc 1,52-53).

2) “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus vecinos ricos. Cuando des un banquete, invita a los pobres.” (Lc 14,13)

3) “Había cierto hombre rico que se vestía de púrpura y lino fino, celebrando cada día fiestas con esplendidez. Y un pobre llamado Lázaro yacía a su puerta cubierto de llagas, ansiando saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico. Murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Dios; murió el rico y fue sepultado en el Infierno.” (Lc 16,19-23).

4) “Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.” (Lc 14,33)

5) “Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al extranjero dándole pan y vestido.” (Dt 10,17)

Antonio María, menos mal que Jesús vivió hace 20 siglos. Tengo la impresión de que si viviera en nuestros tiempos, hubiese montando un 15-M de la de Dios.

Un abrazo su Eminencia,

 

 


*Alberto Sicilia es investigador en física teórica

Comunicado de comunidades católicas ignacianas y afines de Paraguay

De:

José L. Caravias sj

jlcaravias@terra.com

 

Mensaje:

Comunicado de comunidades católicas ignacianas y afines

 

“¡Ay de ustedes, que transforman las leyes en algo tan amargo como el ajenjo y tiran por el suelo la justicia! Ustedes odian al que defiende lo justo en el tribunal y aborrecen a todo el que dice la verdad.” (Amós 5, 7 y 10)

Sintiéndonos parte de la Iglesia comprometida con la paz que brota de la justicia, miembros de diferentes comunidades católicas de inspiración ignaciana y afines, nos hemos reunido en oración, a la luz de nuestra fe en Jesucristo, para discernir los últimos acontecimientos ocurridos en nuestro país. La pregunta acuciante de qué nos quiere decir Jesús en estos acontecimientos nos lleva a expresar cuanto sigue:

1. Nos impulsa nuestra fe en Cristo Jesús, Dios encarnado, que espera nuestra ayuda en tanta gente que vive hoy sin trabajo, sin salud, sin educación… Jesús sufre en medio de la pobreza de casi dos millones de paraguayos.

2. Reflexionando en la legalidad o no del juicio político sometido al presidente constitucional de la República del Paraguay, Fernando Armindo Lugo Méndez, concluimos que tal juicio puede que sea legal, pero no fue ni legítimo ni justo. Los contenidos (acusaciones genéricas basadas en opiniones refutables) no han respetado el fondo y la razón de ser de un juicio político, lo cual llevó a la ejecución de una sentencia predeterminada, violando preceptos constitucionales y de Derechos universalmente aceptados.

3. Nos indigna la manipulación de los Medios comerciales de Comunicación Social, que siguen engañando con medias verdades y falsedades, manipulando la información siempre a favor de los grandes intereses económicos de grupos que acaparan las riquezas y tierras de nuestro país.
No nos dejemos engañar. Rechacemos sus medias verdades manipuladas. Sepamos discernir los signos de los tiempos en la coyuntura actual.

4. La desgraciada masacre de Curuguaty, ha sido sólo la chispa que pareciera estaba dispuesta para poner en marcha la tensión social y política a la que las autoridades siguen exponiendo a todo el país.
Si bien ahora en proceso de investigación por las autoridades judiciales, percibimos este hecho como si se tratara de una estrategia programada que desencadenó en una tragedia.
No se trata sólo del cambio de un presidente, se trata sobre todo de la reafirmación y fortalecimiento de un sistema creciente de acaparamientos altamente egoístas, a costa de la miseria de millones de personas y de la pérdida de nuestros recursos.

5. Creemos que la tierra es un don de Dios para todos sus hijos e hijas. Todos los ciudadanos tienen derecho a un pedazo de tierra donde vivir y, si son campesinos, del que vivir. Defendemos el derecho de propiedad como un derecho subordinado a otros derechos como el Derecho a la Vida y al uso solidario de los bienes, de forma que la prosperidad y vida digna llegue a todos y todas. Por ello es fundamental una Reforma Agraria que permita que los latifundios puedan ser redistribuidos equitativamente y con la debida preparación.

6. No aceptamos la vuelta atrás de este proceso que, con sus luces y sombras, ha ampliado las políticas sociales en beneficio de los más pobres. Queremos seguir luchando por la dignificación de toda persona humana, para que haya trabajo para todos, para que la propiedad sea repartida equitativamente, para que el proceso de democratización se siga consolidando, para que haya un respeto total a las ideas y las organizaciones de todos.

7. Animamos a todos a seguir manifestándonos por los medios pacíficos que estén a nuestro alcance, para hacer escuchar las voces que este sistema busca acallar, las voces de los más pequeños y excluidos del sistema, en quienes reconocemos a los preferidos de Cristo.

 

Asunción, 26 de junio 2012

 

Comunidad de Vida Cristiana (CVX)

Movimiento de Profesionales Católicos (MPC)

Movimiento Eucarístico Juvenil (MEJ)

Hermandad de San Roque González

Fotos. Por Eduardo de La Serna


La foto de varios obispos con Adolf Hitler.

La de obispos con el generalísimo Francisco Franco.

Otro obispo con Benito Mussolini.

Obispo que bendice armas.

Cardenal Cañizares que empieza una celebración con gran atuendo (después de esto fue elegido por Benedicto XVI para presidir el “ministerio” de la liturgia en el Vaticano).

Obispo Mogavero, vestido por Armani.

Obispo Zecca, en cena sibarita.

Monseñor Plaza con “el reverendo Moon” (fundador de la llamada “secta Moon”, al que dio el doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica de La Plata).

Monseñor Ogñenovich con su amigo Carlos Menem.

Monseñor Pío Laghi con Videla (y otros).

Monseñor Calabresi con Viola.

Monseñor Tórtolo con Videla y Massera.

Cardenal Aramburu con Videla y Massera.

Cardenal Aramburu con Viola.

Cardenal Primatesta con Videla y Menéndez.

Y están las fotos que no se sacaron: el nuncio paraguayo preparando la caída de Lugo, el cardenal de Honduras, de Santa Cruz (Bolivia), el obispo de Guayaquil (Ecuador) en actitudes destituyentes, monseñor Storni (de Santa Fe, condenado por abuso sexual), monseñor Di Monte jugando al póker en Olivos con Carlos Saúl, monseñor López Trujillo con Pablo Escobar, y varias fotos más que faltan… Alguien debería haberlas sacado.

También está monseñor Bargalló con una mujer.

Adivinanza: ¿cuál es la foto episcopal que supuestamente causa escándalo y tiene al obispo en la cuerda floja?

 

* Coordinador del Movimiento de Sacerdotes en Opción por los Pobres.

 

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-197167-2012-06-25.html

Nueva Peña de La Cripta. Sábado 24 de Septiembre. 22:30. Club Atalaya

¡Todos lo ritmos para disfrutar la Primavera!

Peña de La Cripta en el Atalaya

Cristina Paredes, Silvina Fernández y Brenda Mamani

Chachi Heredia y Guillermo Re presentan : CASERITO

Temas de Cuyo que no pueden faltar

YACANTE TRIO

¡ Pato Mulhall y sus Amigos !

LOS MINEROS garantía de buena música y baile

Conduce: Jorge “Negro” Valdivia

Servicio de buffet

CLUB ATALAYA. FRANCISCO PALAU Nº 6450 Argüello

Altura R. Núñez o Martinolli 6200 – Amplio estacionamiento



Ratzinger y el sacerdocio femenino. Por Juan G. Bedoya

En teoría, cada obispo es pontífice en su diócesis, y el obispo de Roma ejerce de coordinador a la manera de un primus inter pares. Pura ilusión. El creciente poder del catolicismo romano en el conjunto de la Cristiandad no permitió mucho tiempo esa situación, ganando para su prelado, muchas veces manu militari, el título de pontífice máximo, que nombra o destituye, y premia o castiga. Pese a todo, desde el Concilio Vaticano II, el Papa guardaba las apariencias, forzado por el qué dirán. El Vaticano II fue una demostración de poder de los obispos de todo el mundo frente a la Curia. Convocados por Juan XXIII para que le ayudasen a modernizar la Iglesia (la palabra fue aggionamento) y a torcer el brazo a las resistencias de la Curia (Gobierno del Estado vaticano), 3.500 prelados en números redondos ejercieron su libertad a fondo durante tres años, asesorados por los mejores teólogos. Empezaron por la supresión del Santo Oficio de la Inquisición y la creación de un sínodo de obispos para ayudar al Papa en el futuro. Es decir, apuntalaron (o creían hacerlo) el principio de la colegialidad del mando eclesial.

Ya se ve lo poco que duró ese sueño, sobre todo desde que accedieron al poder Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla, polaco de nacimiento, y el alemán Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Hombres de carácter y profundamente conservadores, Wojtyla y Ratzinger han guardado las formas convocando varios sínodos parciales (de obispos europeos, de prelados africanos, etc.), pero lo han hecho para apuntalar el centrismo romano y el poder del Papa, sin hacer caso a las conclusiones de los reunidos y, mucho menos, al lamento de sus discursos.

Entre esos lamentos, ninguno ha sonado tan alto como el vacío de vocaciones sacerdotales con la consecuencia de decenas de miles de parroquias sin pastor. Entre sus propuestas, aparecía siempre la idea de autorizar el ejercicio pastoral de curas casados, permitir el celibato opcional y, sobre todo, abrir el santuario a las mujeres. Como la crisis no cesa, muchos obispos se han tomado el remedio por su cuenta y hay en España cientos de sacerdotes casados ejerciendo en parroquias, aunque de tapadillo (¡qué no se entere el obispo, que no sepa Roma!), y otras comunidades practican su confesión guiadas por mujeres.

Lo peor es cuando todo esto se hace voz pública. Entonces se ponen en marcha los movimientos ultraconservadores del catolicismo, y empiezan a llover sobre Roma las denuncias y las exigencias para que el Papa actúe. Es lo que le ha pasado al obispo William M. Morris. Llevaba 18 años al frente de la diócesis de Toowoomba (cerca de Brisbane), pero un día, hace seis años, escribió una carta pastoral reflexionando sobre la alarmante falta de curas en las parroquias australianas. En teoría, a buen entendedor con pocas palabras bastan. Es decir, monseñor Morris estaba pidiendo soluciones, y no hay otras que el celibato opcional y abrir paso a la mujer hacia el sacerdocio ordenado. Es lo que pensaron, con razón, algunos fieles airados, que empezaron la guerra contra su pastor. Cuando llegó la batalla a Roma, (“mal leída y deliberadamente malinterpretada”, se queja el pastor), Benedicto XVI envió a Toowoomba una “visita apostólica”, es decir, a su policía de la fe. Batalla perdida para el obispo.

La última traca del inquisidor es que el supuesto pleito entre partes se ha cerrado sin dar audiencia al obispo para defenderse. El Papa ha dejado claro el principio: “Nos soy el juez supremo; la ley canónica no prevé celebrar procesos relativos a los obispos”. A esto se refiere el pueblo con el dicho Roma locuta, causa finita (cuando Roma habla, se acabó la discusión). Roma no es una monarquía absoluta, que centra en una única persona todo el poder ejecutivo, legislativo y judicial. Es mucho más: la personificación del viejo poder imperial, elevado al cuadrado por una función divina reforzada por el principio de la infalibilidad.

El obispo Morris, como decenas de miles de prelados o sacerdotes, cree que pronto llegará el tiempo de abrir el sacerdocio a curas casados y a las mujeres. En España, un sacerdote tan carismático como Padre Ángel, el admirable fundador de Mensajeros de la Paz, se ha apostado un café con su biógrafo, Jesús Bastante, a que el papa Ratzinger “se atreverá a poner en funcionamiento el sacerdocio femenino”. Ha dicho: “Estoy seguro de que, el día que se levante con buen pie, dirá: Hasta aquí hemos llegado. Me apuesto un café a que antes de cinco años lo hace”.

Padre Ángel lo dijo hace tres años, y el camino va en la dirección contraria. Juan Pablo II fue especialmente beligerante contra el sacerdocio femenino. En 1994, en la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (La ordenación sacerdotal) sentenció: “la Iglesia no tiene ninguna facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal, y esta sentencia debe ser respetada de manera definitiva (definitive tenenda) por todos los fieles” ¿Infalible? Ratzinger, que está detrás de todo porque era el teólogo particular del Papa polaco, ha remachado recientemente: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo y se debe mantener siempre y por doquier por todos los fieles, por cuando es perteneciente al desim4ento de la fe”. (Lo ha dicho en Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación Peter Seewald. Editorial Herder. Barcelona 2010).

Y mucho más: Benedicto XVI reforzó en otoño pasado el código de los delitos más graves en su Iglesia para incluir en el listado la ordenación de mujeres. Será penado con la excomunión automática e igual severidad que los delitos de pederastia. Argumento de estos papas contra el sacerdocio femenino: Jesús no tuvo mujeres entre sus doce apóstoles. Replica de los críticos: Tampoco Jesús, el fundador cristiano, vivió entre lujos y palacios, ni tuvo (ni buscó) poderes y prebendas, y ahí tenemos a los pontífices máximos romanos, herederos de emperadores (“que se creen más el emperador Constantino, incluso en la vestimenta, que el humilde pescador Pedro”, en palabras del teólogo Hans Küng).

“El que se mueve no sale en la foto”, decía el sindicalista mexicano Fidel Velázquez. Murió mandando pasados los 97 años y su idea totalitaria se extendió como una lepra por los partidos modernos. La Iglesia romana llevaba siglos practicándola, pero Wojtyla y Ratzinger han resucitado esa fea consigna con gran entusiasmo. También han impuesto otro criterio muy de los secretarios de organización de los partidos: el de la raya. La doctrina la fija el poder, pero es movible. Cuando pides que se marque una raya de hasta dónde llegar, para saber a qué atenerse, el secretario de organización de turno contesta, como si ello fuera un signo de inteligencia: “Ah, la raya se mueve”.

Los obispos deberían saber cómo se las gasta el Vaticano con el tema de las mujeres y los curas casados. Hay un precedente ilustre, publicado en muchos libros. Sucedió en 1980, en el sínodo de obispos sobre la familia, donde el papa perdió la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes: “Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!”, les dijo.

La primera víctima fue el ya fallecido cardenal de Sevilla y ex presidente de la Conferencia Episcopal, José María Bueno Monreal, un gran colaborador del cardenal Tarancón. Había ido a despedirse del Papa porque quería jubilarse y osó decirle en su despacho, a solas: “Santidad, mi conciencia me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma”. “Y mi conciencia de Papa me impone echar a su eminencia de mi despacho”, fue la respuesta de Wojtyla. El bondadoso cardenal contó a sus amigos el incidente admirándose, textualmente, “de las malas pulgas del Papa”. Días más tarde, sufrió un infarto y cesó en el cargo. No tardó en morir.

 

Fuente: http://blogs.elpais.com/mujeres/2011/05/ratzinger-sacerdocio-femenino.html#more

 

Santo Súbito? Por Rafael Velasco, SJ.

Juan Pablo II ha sido, sin duda, el papa más mediático de todos. Y ha sido, tal vez, el más querido mundialmente. Una personalidad que, por sus gestos y palabras, despertó una gran simpatía no sólo hacia adentro, sino también puertas afuera de la Iglesia institucional.

Es en particular hacia afuera de los límites de la Iglesia donde su recuerdo ha quedado más nítido. Tal vez porque hizo lo que ningún otro antes en siglos: pidió perdón por los pecados de la Iglesia; se acercó a las otras religiones de múltiples maneras; tuvo gestos memorables con judíos (a quienes llamaba nuestros hermanos mayores) y con musulmanes. Ha sido un hombre de encuentro para los creyentes de las diversas confesiones religiosas.

Ha sido el papa que movía multitudes y despertaba, en particular en los jóvenes, un sentimiento de cercanía y afecto nunca vistos antes. Tal vez será por estas cosas y varias más que su despedida fue multitudinaria y aún es llorado por muchos. Ha sido un hombre de Dios.

Puertas adentro. También hay otra faceta de Juan Pablo II: la del papa puertas adentro de la Iglesia. Hacia adentro, intentó revitalizar la Iglesia y lanzarla hacia adelante con renovado fervor. Su énfasis en que se ingresara al tercer milenio con espíritu penitencial y su convocatoria a una “nueva evangelización”, nueva en su ardor y en sus métodos, fue también un distintivo de su pontificado.

Esto fue acompañado, por otra parte, con una mirada bastante tradicional –y hasta rígida– sobre algunos temas doctrinales particularmente sensibles para el hombre posmoderno: los métodos artificiales de control de natalidad, la posibilidad de acceder a la comunión sacramental por parte de los divorciados que se volvieron a casar, el celibato opcional de los sacerdotes, la mayor colegialidad en las decisiones, la posibilidad de que las mujeres accedan al ministerio ordenado.

En cuanto a nuestra realidad, sus reticencias respecto de la Teología de la Liberación han sido particularmente descorazonadoras para amplios sectores del catolicismo latinoamericano.

La Iglesia es una gran familia y, como en toda familia, algunos son más escuchados que otros. Esto fue claro con Juan Pablo II. Movimientos de carácter más tradicional en lo doctrinal vieron crecer su influencia, mientras que otros más volcados hacia el trabajo de transformación de las estructuras injustas (del mundo y de la misma Iglesia) fueron preteridos.

Durante su pontificado, muchos teólogos sufrieron la sospecha o el silenciamiento. Y han sido en particular los movimientos eclesiales más conservadores los que se vieron beneficiados, mientras que los sectores que ensayaron otro tipo de comprensión respecto del mundo y la cultura actual no fueron tan bien tratados.

“Santo subito”. Ya en los días de su largo velatorio comenzó a surgir la consigna: “¡Santo subito!” (¡Santo pronto!), como una expresión del cariño de su pueblo.

Esa consigna, seguida desde las más altas instancias eclesiales, significó la apertura pronta del proceso de su beatificación.

La Iglesia establece que recién después de cinco años de su muerte se puede comenzar el proceso de beatificación de una persona. En este caso, se rompió esa regla. Los procesos, como se ve, han sido bastante súbitos.

La santidad. Un santo, para la Iglesia, es alguien que ha amado mucho y lo hizo de manera heroica. Es alguien que anunció la buena noticia de Jesús y a su vez en su anuncio denunció aquello que oprime a los seres humanos, aquello que no los deja vivir humanamente con dignidad, como hermanos.

Un santo es alguien que se ha dejado transformar por Dios y ha cumplido así con fidelidad su misión.

La santidad –más aun en el caso de un papa– no es algo referido sólo a lo íntimo y personal. La santidad tiene que ver, sin dudas, con cómo la persona ha ejercido la misión que se le encomendó. En este caso, la misión no menor de ser el sucesor de Pedro en la Iglesia Católica.

Ahora bien, en el ejercicio de esa misión –en este caso particular–, más allá de los innegables logros, hubo puntos que aún hoy resultan oscuros, tal vez justamente por la excesiva cercanía. El escándalo del Banco Ambrosiano es uno de ellos.

Fue un conflicto que Juan Pablo II afrontó al principio de su pontificado, aunque en verdad venía de más atrás. Hizo –tal vez– lo mejor que pudo; pero el otorgarle refugio durante años a un personaje siniestro como monseñor Paul Marcinkus –uno de los grandes responsables del fraudulento vaciamiento– no deja de ser algo al menos sorprendente.

Otro caso: Benedicto XVI está lidiando duramente con numerosos casos de abusos de menores por parte de sacerdotes de la Iglesia Católica. Los hechos ocurrieron durante los últimos 50 años. No eran nuevos. No surgieron como un hongo en los últimos cinco años. Benedicto los ha afrontado intentando cambiar una costumbre de encubrimiento y disimulo perversa y de larga data en la Iglesia. Ha aplicado una política de tolerancia cero y se ha hecho cargo.

Pero –como digo– ya se sabía de estos crímenes en ciertos altos círculos eclesiales y la inacción de la jerarquía generó mucho dolor.

Durante el pontificado de Juan Pablo II, surgió con mucha fuerza la congregación conocida como los Legionarios de Cristo. Una congregación religiosa que, más allá de lo que se pueda pensar de ellos y la honorabilidad y santidad de sus intenciones, fue fundada por Marcial Maciel, un sacerdote acusado de abuso de menores y que además llevaba –luego se comprobó– una doble vida matrimonial. Todo amparado en un sistema de ocultamiento perversamente montado en su círculo más íntimo.

Cuesta pensar que esto no se supiera en el Vaticano. ¿Por qué, si no, Joseph Ratzinger, apenas asumió, sancionó a Maciel por su pésima vida cristiana?

No tan súbito. No estoy aquí pronunciándome sobre la santidad de Juan Pablo II. Intento señalar algunos claroscuros que nos devuelve su largo pontificado y las contradicciones y limitaciones propias de su condición humana.

Las contradicciones no anulan la virtud; un santo no es una persona sobrehumana. Los católicos creemos que la persona es hecha santa (por Dios) con las propias contradicciones a cuestas y aun a pesar de ellas. Ningún santo queda eximido de su condición humana. Creer eso no es al menos cristiano.

En realidad, estoy intentando presentar honestamente mis dudas respecto de la conveniencia de haber acelerado los tiempos de su beatificación cuando hay temas tan serios para esclarecer. Más aun cuando algunos de esos temas son todavía una honda herida abierta. Tal vez –por respeto a tantas víctimas– hubiera sido más conveniente tomarse tiempos más prolongados. La Iglesia sabe de esto. Tenemos dos mil años de historia. Llama la atención la premura. Este apuro puede ser un signo confuso. Puede ser leído como un intento de autofelicitación eclesial en un momento de crisis, y no creo que sea positivo. Ni para la Iglesia ni para hacerle verdadera justicia a la santidad de vida de Juan Pablo II.

Los católicos atravesamos tiempos penitenciales. Tiempos de autocrítica y purificación. No son tiempos de autocelebración. Canonizar a nuestro anterior jefe suena a algo así.

Vivimos tiempos en los que más bien debemos mirar hacia adentro y hacer serias autocríticas para cambiar, dado que tenemos asignaturas pendientes importantes respecto a nuestra capacidad de leer los signos de los tiempos y comprender las angustias y sufrimientos de millones de personas que caminan a tientas buscando razones para seguir esperando.

Fuente: La Voz del Interior

El aliado oscuro de Juan Pablo II. Por Jesús Rodriguez

“Y a usted, padre, ¿cuándo le vino la idea de crear la Legión?”, le preguntó Juan Pablo II a Marcial Maciel la primera vez que cenaron juntos en el comedor privado del Santo Padre. La respuesta de Maciel fue inmediata: “Santidad, a los 15 años ya tenía claro que quería crear una congregación de sacerdotes para instaurar el reino de Cristo en la sociedad”. El Papa reflexionó y continuó: “Pues sabe usted, padre Maciel, yo a los 15 años aún no había sido ordenado y no se me pasaba por la cabeza llegar a ser Papa”. Según un religioso que presenció la conversación, tras esa frase del Papa los dos rompieron a reír. El Papa siempre admiró a Maciel esa seguridad absoluta que tenía en su misión. Sabía que iba ser de una fidelidad absoluta.

Cuando Wojtyla accedió al papado en 1978, Maciel ya era pederasta. Ya había tenido relaciones con mujeres; ya sufría una adicción a los opiáceos y llevaba décadas de manejos económicos. Controlaba con mano férrea a sus chicos presos en su particular voto de silencio; era señor de mentes y haciendas en la Legión de Cristo. Pero todo su poder poco tenía que ver con lo que conseguiría de la mano del nuevo pontífice. En 1978, la Legión de Cristo era apenas una congregación profundamente conservadora creada por un ambicioso sacerdote mexicano, que aún no tenía aprobadas sus Constituciones, secretista, poderosa en México y con presencia entre las élites reaccionarias de España, Italia, Irlanda y EE UU. Con Juan Pablo II, Marcial Maciel conseguiría una influencia que nunca pudo imaginar.

Y más aún arrastrando su oscuro pasado del que nadie al parecer se percató. Maciel era un genio como recaudador, sus seminarios estaban llenos y presumía de no ir ni un paso atrás ni delante del Papa. Y, por si fuera poco, apoyaba económicamente a Solidaridad, el sindicato católico creado en Polonia en 1980 y dirigido por Lech Walesa que estaba minando los cimientos del régimen comunista de parte del nuevo Papa.

Durante el papado de Wojtyla, la Legión sería la congregación católica de mayor crecimiento. Cuando Wojtyla llegó al Vaticano, contaba con 100 sacerdotes. A su muerte tenía 800 y más de 2.000 seminaristas repartidos en 124 casas por todo el mundo. Universidades en México, Chile, Italia y España; facultades de Teología, Filosofía y Bioética. Más de 130.000 alumnos. Y 20.000 empleados en su grupo económico Integer. La cifra que más se ha repetido sobre el valor de los activos de la Legión en los últimos años es de 25.000 millones de euros.

Después de un Papa de dudas como Pablo VI, llegó en 1978 Karol Wojtyla, un Papa de certezas. Procedente de la siempre fiel Polonia. Como México. Un catolicismo de resistencia. Ese era el proyecto que ofrecía el nuevo Papa en un tiempo de incertidumbres. Para su batalla, necesitaba un ejército incondicional. Ya no le valían los franciscanos, dominicos o jesuitas. Estaban demasiado comprometidos con los pobres. Fronterizos con el marxismo. Enemistados con los poderosos. Wojtyla encontró sus nuevos reclutas en el Opus, los Kikos, Lumen Dei, los carismáticos, Comunión y Liberación, Schoenstatt, San Egidio y en la Legión de Cristo. Juntos se montaron en la máquina del tiempo y rebobinaron hasta los años cincuenta. Hasta una Iglesia con un poder centralizado, sin lugar para la disidencia. Y decidieron que esa era la Iglesia de fin de siglo; la que tenía que reevangelizar el planeta. Maciel sería uno de los mariscales de campo.

Sus trayectorias eran casi gemelas. Habían nacido en 1920, con dos meses de diferencia, en el seno de familias conservadoras, rurales y de clase media. Criados en un catolicismo piadoso, vigoroso, excluyente, muy de resistencia política y unido al sentimiento nacional de México y Polonia. Vivirían momentos de opresión religiosa durante su niñez que les educaría en un catolicismo de batalla. Las madres de ambos, Emilia y Maurita, serían el amor de su vida; la clave de su adoctrinamiento religioso, su modelo. Las mujeres tenían que ser para ellos madres y esposas. Y transmisoras del catecismo. Como sus madres.

Según Maciel en su libro Mi vida es Cristo, Juan Pablo II y él se conocieron en enero de 1979, dos meses después de que Wojtyla fuera elegido sucesor de san Pedro. Al nuevo Papa se le metió en la cabeza que su primer acto de masas fuera de Italia tenía que ser en México, un país con más de 80 millones de católicos en las puertas de EE UU y la Centroamérica de la Teología de la Liberación. Había que arrebatar América a las garras del comunismo.

En enero de 1979, Wojtyla estaba decidido a realizar ese viaje. Pero el Gobierno mexicano no lo tenía tan claro. México y la Santa Sede no mantenían relaciones diplomáticas. México era un Estado profundamente laico con una constitución anticlerical. Pero a la vez contaba con un catolicismo muy emocional, de sangre. Su legislación implicaba que en el caso de que Juan Pablo II visitara México, no lo podría hacer como jefe de Estado, sino como un “turista ilustre”; no sería invitado oficialmente por el presidente José López Portillo. No podría celebrar la misa en espacios abiertos. Con su apuesta de visitar México, Wojtyla se la jugaba. Justo al comienzo de su pontificado.

En esto apareció Maciel. Dentro de la red de amistades que el fundador de los legionarios había tejido en México estaban Rosario Pacheco y Margarita y Alicia López Portillo. Católicas, ricas y madre y hermanas del presidente mexicano, José López Portillo. Maciel era el confesor de doña Rosario. Habló con ellas. Y ellas con el presidente. Se obró el milagro. López Portillo invitaría al Papa y le recibiría en el aeropuerto. Juan Pablo estaría autorizado a decir misa al aire libre ante cientos de miles de fieles. Y la visita sería transmitida por televisión.

Wojtyla nunca olvidaría aquel fino trabajo. A nadie en Roma le importó que corrieran los rumores contra el superior de los legionarios; que en algún rincón de la curia se escondiera un grueso dossier sobre sus andanzas. Juan Pablo II las ignoró. Y durante casi tres décadas no dejó de recompensar la lealtad de Maciel.

En los años siguientes, Wojtyla aprobaría las Constituciones de la Legión sin cambiar una coma, ordenaría en el Vaticano a 59 legionarios e invitaría a Maciel a fiscalizar varios sínodos de obispos en Europa y Latinoamérica. Favoreció la creación de la universidad pontificia de los legionarios en Roma y la implantación de la congregación en Chile. Y llegó a definir a Maciel como “guía eficaz para la juventud”.

Y cuando las cosas se comenzaron a poner mal para Maciel tras la publicación en The Hartford Courant de las primeras denuncias por abusos sexuales, en febrero de 1997, el Papa hizo oídos sordos. En uno de los últimos actos de la Legión que presidió al final de su vida, Wojtyla aún homenajearía a los miembros de la Legión de Cristo elevando la voz y sobreponiéndose a su enorme debilidad: “Se nota, se siente, los legionarios están presentes”.

Cuando el obispo mexicano Carlos Talavera entregó en 1999 una carta al cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y hoy Papa, que detallaba los abusos de Maciel sobre el ex sacerdote legionario Juan Manuel Fernández Amenábar, la respuesta de Ratzinger fue concluyente, según declaró después ese mismo obispo: “Lamentablemente, no podemos abrir el caso del padre Maciel porque es una persona muy querida del santo padre, ha ayudado mucho a la Iglesia y lo considero un asunto muy delicado”.

Tendría que morir Juan Pablo II en abril de 2005 para que el affaire Maciel se reactivase. Y ya nada podría salvarle de la condena. El fuego eterno lo tenía asegurado.

 

Jesús Rodríguez es autor del libro La confesión. Las extrañas andanzas de Marcial Maciel y otros misterios de la Legión de Cristo (Debate).

La beatificación de Juan Pablo II. Por Juan José Tamayo

Mañana, 1 de mayo de 2011, Benedicto XVI beatificará a su predecesor Juan Pablo II. Desde su anuncio, esta beatificación ha causado malestar y sorpresa en importantes sectores de la Iglesia católica. Entiendo el malestar, ya que no pocas de las actuaciones de Juan Pablo II fueron todo menos ejemplares e imitables como se espera de una persona a quien se eleva a los altares y se presenta como modelo de virtudes para los cristianos. Me refiero a su manera autoritaria de conducir la Iglesia, a su rigorismo moral, el trato represivo dado a los teólogos y las teólogas que disentían del Magisterio eclesiástico -muchos de los cuales fueron expulsados de sus cátedras y sus obras sometidas a censura-, al silencio e incluso la complicidad que demostró en los casos de pederastia, especialmente con el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, a quien dio siempre un trato privilegiado con el beneplácito del cardenal Ratzinger, su brazo derecho, etcétera.

Lo que no encuentro justificada es la sorpresa. Con esta beatificación, Benedicto XVI no ha hecho otra cosa que poner en práctica el viejo refrán: es de bien nacidos ser agradecidos. La elevación de Karol Wojtyla al grado de beato es la mejor muestra de agradecimiento que podía rendir a su predecesor, que le nombró presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y le concedió un poder omnímodo en cuestiones doctrinales, morales y administrativas. Más aún, fue Juan Pablo II quien le allanó el camino nombrándolo sucesor in péctore. ¿Cómo el Papa actual no iba a beatificar al autor de tamaño ascenso en el escalafón eclesiástico?

Si no hubiera sido por Juan Pablo II, Joseph Ratzinger sería hoy un arzobispo emérito sin relevancia alguna. Pero quiso el destino que el papa polaco llamara al arzobispo alemán a su lado y le nombrara Inquisidor de la Fe, para que la vida del cardenal Ratzinger diera un giro copernicano. Durante casi un cuarto de siglo fue el funcionario más poderoso de la curia romana por cuyas manos pasaban los asuntos más importantes del orbe católico, desde el control de la doctrina hasta los casos de pederastia sobre los que decretó el más absoluto secreto, imponiendo a víctimas y verdugos un silencio que le convirtieron en cómplice y encubridor de delitos horrendos contra personas indefensas.

Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger vivieron un idilio durante casi cinco lustros con un reparto de papeles que siempre respetaron. El primero, con vocación de actor desde su juventud, ejerció esa función a la perfección, se convirtió en uno de los grandes actores del siglo XX y recibió los aplausos de millones de espectadores de todo el mundo desde su elección papal hasta su entierro. El segundo ejerció el papel para el que estaba especialmente capacitado, el de ideólogo y guionista de la obra que le tocaba representar al papa y que puso por escrito en el libro-entrevista Informe sobre la fe, cuya idea central era la restauración de la Iglesia católica.

El guión incluía la revisión del concilio Vaticano II y el cambio de rumbo de la Iglesia católica, el restablecimiento de la autoridad papal, devaluada en la etapa posconciliar, la afirmación del dogma católico, la nueva evangelización, la recristianización de Europa, la vuelta a la tradición, el freno a la reforma litúrgica, la confesionalidad de la política y de la cultura, la defensa de la moral tradicional en toda su rigidez en materias que hasta entonces eran objeto de un amplio debate dentro y fuera del catolicismo, como la familia, el matrimonio, la sexualidad, el comienzo y el final de la vida, etcétera.

El panorama eclesial descrito por el cardenal Ratzinger en la entrevista con Vittorio Messori, publicada luego como libro bajo el título antes citado Informe sobre la fe, no podía ser más sombrío: “Resulta incontestable que los últimos 20 años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI. Los cristianos son, de nuevo, minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad. Los papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que -en palabras de Pablo VI- se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo del presunto espíritu del Concilio, provocando de este modo su descrédito”.

Dentro del guión entraba el cambio en la política de nombramiento de obispos, sin la cual no podía llevarse a cabo la restauración eclesial diseñada al unísono por Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger. Poco a poco fueron sustituidos los obispos conciliares por prelados preconciliares, los obispos comprometidos con el pueblo dieron paso a obispos cuya preocupación principal era la ortodoxia, los obispos vinculados a la teología de la liberación dieron paso a los obedientes a Roma. De esa manera se garantizaba el éxito de la nueva estrategia neoconservadora.

Wojtyla y Ratzinger se conocían desde la época del concilio Vaticano II, en el que ambos participaron, el primero como obispo, el segundo como asesor teológico del cardenal Joseph Frings, arzobispo de Colonia. Wojtyla se alineó con el sector conservador. Ratzinger estuvo del lado del grupo moderadamente reformista. Ambos dieron su apoyo a los documentos conciliares. Se esperaba por ello que, ubicados posteriormente en los puestos de la máxima responsabilidad eclesiástica, llevaran a la práctica las reformas aprobadas por el Vaticano II en los diferentes campos del quehacer eclesial: vida y organización de la Iglesia, teología, liturgia, recurso a los métodos histórico-críticos en el estudio de los textos sagrados, diálogo con el mundo moderno, presencia de la Iglesia en la sociedad y, sobre todo, la creación de la “Iglesia de los pobres”, propuesta estrella de Juan XXIII. No fue ese, sin embargo, el camino seguido por Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Cuando accedieron al papado fueron desmontando poco a poco el edificio construido por los padres conciliares entre 1962 y 1965 y alejándose del proyecto de Iglesia diseñado cuidadosamente en las cuatro Constituciones, los nueve Decretos y las tres Declaraciones que conforman el Magisterio conciliar.

El giro no podía ser más notorio: se pasó de la Iglesia pueblo de Dios y comunidad de creyentes a la Iglesia jerárquico-piramidal, de la corresponsabilidad al gobierno autoritario, del pensamiento crítico al pensamiento único, de la autonomía de las realidades temporales a su sacralización, de la secularización al retorno de las religiones, de la autonomía de la Iglesia local a su control, de la jerarquía como servicio a la jerarquía como ejercicio de poder, de la teología como inteligencia de la fe en diálogo con otros saberes a la teología como glosa del Magisterio eclesiástico, de la ética de la responsabilidad al rigorismo moral, del diálogo multilateral al anatema.

La beatificación de Juan Pablo II constituye, a mi juicio, una muestra más del paso que Benedicto XVI ha dado desde el neoconservadurismo al integrismo.

 

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.

Otra violencia igualmente sexista. Por José Ignacio González Faus

El próximo 23 de septiembre se celebra el día contra la trata de seres humanos. Con este motivo me dirijo hoy a toda la prensa escrita que, a la hora de escribir sus editoriales, nunca deja de proclamar altos criterios éticos (aunque suele tolerar las críticas aún menos que la santa madre iglesia). Quisiera hacer una petición casi desesperada, para que todos los diarios dejen de publicar anuncios de prostitución, camuflados bajo eufemismos de encuentros, contactos y demás.

La trata de mujeres constituye una de las esclavitudes más ominosas de nuestro tiempo. La prostituta de hoy ya no es la Manon Lescaut del s. XVIII; ni siquiera la Sonia de Dostoyevski del XIX.

Según testimonio de Iñaki Gabilondo, en un telediario de la Cuatro, más del 90% de las mujeres que ejercen la prostitución en nuestro país, lo hacen a la fuerza. La mitad son auténticas esclavas, traídas desde fuera con engaños, secuestradas, sin documentación y obligadas, además, a pagar una supuesta deuda contraída por el pasaje a España.

Otras acabaron así por culpa del paro, o por la necesidad de enviar dinero a la familia en Nigeria o Colombia. Su jornada “laboral” es extenuante, expuesta a mil humillaciones de clientes que, en el fondo, se odian a sí mismos, y a contraer el SIDA por puro capricho o comodidad del que paga.

Debajo del dibujo que insinúa unos pechos o una sonrisa laten verdaderos torrentes de lágrimas; y más al fondo se mueven unas mafias tan crueles y poderosas como las del narcotráfico. Podemos defender la libertad sexual, pero contribuir a una esclavitud sexual en nombre de la libertad sexual es pura hipocresía. Y publicar anuncios que dicen: “quince jóvenes deliciosas, precios anticrisis” degrada la dignidad de la mujer y de quien publique ese anuncio.

Sin embargo, tanto el mundo de la progresía como el de la moralidad antigua tienden un pudoroso velo sobre este drama. Hacemos campañas extemporáneas contra un burka absurdo pero muy minoritario, y no movemos un dedo para evitar que tengan que quitarse la ropa infinidad de pobres criaturas que no son propiedad de un marido machista y celoso sino de una mafia tiránica y avarienta.

Damos horrorizados cifras de violencia de género, pero callamos sobre esta otra violencia igualmente sexista.

Dedicamos páginas y páginas al mundial de fútbol: si le duele tal o cual músculo a alguno de nuestros ídolos a punto para el próximo partido; pero ni una palabra sobre el transporte obligado de mujeres a Sudáfrica para relajar a jugadores millonarios e hinchas locos, extenuados por el esfuerzo.

Por suerte, la ministra de igualdad parece que está ¡por fin! ocupándose del tema; con mucho retraso pero más vale tarde que nunca. Y hablo de retraso porque éste es un problema mucho más urgente que el aborto (que a ella le parecía “ya superado”); y más urgente que dedicar, en plena crisis económica, varios miles de euros a un estudio sobre la estimulación sexual femenina (¿o es que lo hizo pensando entretener a las mujeres que habrán de gastar menos durante la crisis…?)

Quede claro que no estoy hablando en general de legalizar o no la prostitución. Ese es otro tema más amplio. Ahora se trata sólo de una parte de él que es un auténtico terrorismo interesadamente oculto.

No sé calcular cuántas pérdidas supondría para los diarios renunciar a estos anuncios: me dicen que más de las que sospecho. Pues estoy dispuesto a renunciar a la modesta contribución que percibo por mis artículos, si ello puede aliviarles algo… También sé que suprimir esos anuncios no solucionaría el problema de la trata de mujeres, pero creo que aumentaría nuestra dignidad. Y si no, me atrevo a preguntar a cualquier director o accionista de un periódico qué haría si uno de esos anuncios fuese de su propia hija.

Hace poco me vi con una muchacha admirable de un instituto secular que se dedica, entre otras cosas, a ayudar a estas mujeres. Me contó que había venido hasta muy cerca del lugar donde estábamos citados, acompañada por una chica de su barrio que iba a hacer la calle. “Tú vas a ver a un amigo y yo voy a hacer de puta”, le dijo al separarse. Y al contármelo se le asomaba una lágrima a los ojos, a pesar de tanto y tanto como lleva visto.

Al despedirnos comentamos que hubo un “líder religioso” al que ambos intentamos seguir, que merecería el mayor aplauso y la mayor admiración aunque fuera sólo por haber dicho simplemente: “las prostitutas irán al Reino de los cielos delante de todos vosotros” (Mt 21,31).

Y termino con esa frase: porque añadir algo sería estropearla.

Fuente: La Miarrita

El poder natural. Por Washington Uranga

Las disputas planteadas en torno de la posibilidad de aprobación legislativa del casamiento para personas del mismo sexo pone al descubierto luchas de poder, resistencias y posiciones que estuvieron veladas en otras discusiones. Podría decirse que en este tema también aparece una realidad de la Argentina actual, permanentemente atravesada por las opciones a todo o nada, con un ribete maniqueísta que en la mayor parte de las ocasiones impide pensar.

Es sumamente paradójica la posición de la mayoría de los obispos católicos, acostumbrados a pronunciar homilías a favor del diálogo, la búsqueda de consensos y la tolerancia. En este caso ninguna de esas palabras alcanzó verdadero significado en las acciones que protagonizan y las que están impulsando, mucho más cercanas a la “guerra”, así sea de Dios, y a las cruzadas contra el mal, entendiendo por este último todo aquello que se oponga a sus certezas.

Es entendible que los obispos argumenten a favor de sus propias convicciones. No es aceptable que pretendan imponer al conjunto de la sociedad normas y criterios que ni siquiera pueden hacer cumplir dentro la propia institución eclesiástica. Salvo, claro está, que estén defendiendo en realidad una cuota de poder –real y simbólico– que ellos creen tener y que todavía les reconocen algunos sectores y actores de la sociedad argentina.

Los argumentos que pueden ser aceptables dentro del marco institucional católico carecen de validez para la sociedad actual. Fueron válidos en otro momento histórico, porque entonces la doctrina y los principios católicos estaban engarzados en mecanismos político culturales que los constituían en verdaderos y aceptables para la sociedad de ese tiempo. Lo “católico” era asumido como consenso social, incluso para los que no profesaban el catolicismo. Ya no sucede. No hay motivo para imponer al conjunto ciudadano valores que no le son propios.

Los obispos creen que si la sociedad se ordena sobre la base de criterios “católicos” ellos conservan poder. Y entre quienes se alinean detrás de las sotanas están los que ven todavía en la jerarquía eclesiástica una fuente de resistencia conservadora que expresa con más poder simbólico sus propias miradas, o bien quienes oportunistamente se suman a todas las campañas que se opongan a los cambios. Si es contra el oficialismo, mejor.

Como bien lo cuestionaba días pasados un lúcido documento de un grupo de curas católicos de varias diócesis que se distinguieron de las opiniones de sus jerarcas, es poco defendible el argumento de lo “natural” para oponerse al casamiento de las personas del mismo sexo. Lo “natural”, precisemos, no tiene que ver precisamente con la naturaleza, sino con la cultura y con el poder. Así hoy puede ser “natural” lo que ayer no lo era y a la inversa. Porque en realidad ese tipo de “naturaleza” que se pretende esgrimir está otra vez íntimamente vinculada con valores culturales, con el poder que en determinado momento tienen quienes lo impulsan y con el ámbito de aplicación. De esta manera puede considerarse “natural” el celibato obligatorio para los ministros dentro de la Iglesia Católica porque existen allí cuadros de valores y dispositivos de poder que así lo justifican. En el mismo sentido podría decirse que es “natural” en ese marco institucional que, a pesar de que se sostiene la igualdad entre el varón y la mujer dentro de la Iglesia Católica, sólo los varones pueden acceder al ministerio consagrado. En otro tiempo se afirmaba que la esclavitud era “natural”. Ya no lo es gracias a Dios y a los hombres que lucharon para abolirla.

A sabiendas algunos obispos están embarcados en esta cruzada porque aspiran a reunir detrás de sí a las miradas más conservadoras de la sociedad. No sólo de los católicos. También las de otros credos, como ha quedado en evidencia. No se trata de una cuestión de fe, sino de una mirada sobre el mundo, sobre la manera de entender la sociedad. Los cristianos evangélicos están hoy atravesados por el mismo debate. Los fundamentalismos afloran en todos lados, se unen, se acompañan y se solidarizan entre sí. El cambio aparece como el enemigo común contra el que hay que luchar.

Entre los costos que los obispos embarcados en esta campaña seguramente deberán pagar está el aumento de su pérdida de credibilidad social. La misma que abonaron con las complicidades, los silencios o la falta de compromiso ante tantas violaciones a los derechos humanos, con las actitudes timoratas o directamente cómplices frente a los delitos de Grassi o de Von Wernich y la multiplicación de los casos de pedofilia dentro de sus filas.

Es cierto también que todo esto sirve además para alentar el anticlericalismo ciego de otros. Una actitud, que aunque se ubique en las antípodas ideológicas, es tan sectaria e incapaz de admitir la diversidad como la que esgrimen los obispos a los que critican.

Vale preguntarse por las enseñanzas. Por lo menos se pueden señalar algunas. La primera: ya no es posible hablar de “la” Iglesia. Como ha quedado demostrado a través de muchas manifestaciones de católicos que no suscriben la opinión de sus obispos, la Iglesia Católica en la Argentina está lejos de ser un todo homogéneo. Y, al mismo tiempo, se puede decir que la fe católica no se corresponde, de manera automática, con la institucionalidad católica. Hay católicos y católicas que insisten en serlo más allá de su propia jerarquía.

Y por encima de todo, lo que queda de manifiesto es que como sociedad democrática todavía nos falta mucho para caminar hasta alcanzar un grado de madurez que nos permita admitir la diversidad, discutir en la diferencia y, como resultado de ello, crecer todos y todas, encontrando alternativas superadoras. Nuestros mal titulados diálogos siguen siendo simulacros porque carecen de verdadera vocación para dejarse enriquecer por las miradas diferentes.

Fuente: Página 12.