Gramática del divorcio: no desatable no significa irrompible. Por Juan Masiá Clavel, SJ

Los sinodales se reunen este mes en Roma para hablar de la familia.Convendría repasar la gramática de los participios o adjetivos verbales, para evitar malentendidos sobre indisolubilidad e indisoluble, entre “no se ha de romper”, “irrompible” y “roto”.

La indisolubilidad del matrimonio (non dissolvendum, que no debería romperse) no significa que sea “irrompible”. No es incompatible la defensa de la indisolubilidad con el reconocimiento de las rupturas y la acogida eclesial misericordiosa de las personas divorciadas y casadas de nuevo.
(Ver: Sínodo, matrimonio y familia en la página web: www.juanmasia.com

Decía el otro día un obispo, opuesto a la reforma, que “ni siquiera el Papa puede anular un matrimonio indisoluble”. Con respeto, permítase corregir el uso del lenguaje sobre “indisolubilidad” o “anulación”. No se trata de cuestionar la indisolubilidad como meta ideal, vocación, promesa y deber de cumplirla (que es lo que dijo una mayoría de sinodales en 2014). Tampoco se trata de anular o no anular, sino de reconocer como roto lo que se ha roto y, si la ruptura es irreparable y no se puede recomponer, hacer todo el bien que se pueda para recomponer la vida de cada una de las personas, sanar las heridas que hayan quedado abiertas o, en su caso, absolver a quien lamenta la ruptura de lo que “no se debía disolver”, pero se rompió irreparablemente.

Lo explicarían en clase de ética elemental para el parvulario con el cuentecillo-parábola del reloj como regalo de bodas, que dice así:

“Los padres de la novia regalaron a los cónyuges sendos relojes: de marca suiza, valiosísimos, un reloj para toda la vida, a prueba hasta de inundaciones y terremotos, y con el nombre de los esposos y fecha del enlace. Mas, hete aquí, que salen de viaje de bodas conduciendo su propio coche, tienen un accidente del que salen ilesos, pero los dos relojes se paran irreversiblemente. No se han hecho añicos, pero… los llevan al relojero y se confirma que no tienen arreglo. Eran para toda la vida, estaban garantizados, preparados y prometidos para serlo, pero… no eran absolutamente irrompibles.

¿Qué pensaríamos si esa pareja se negara a llevar otro reloj y se sintiesen obligados a convivir toda su vida con aquellos relojes que ya no marcan la hora y no tienen arreglo?”

Hasta aquí la parabolilla. Por favor, no lo tomen a mal, como si comparásemos personas con objetos y a los esposos con los relojes, ni mucho menos; el punto de comparación es solamente la diferencia entre “lo que no se debe romper” y lo que “se puede romper”, entre lo “llamado a no romperse” y “lo no irrompible”.

(En latín sería más claro distinguir con el uso del gerundio -ndum y el adjetivo verbal en –bilis. Por ejemplo, mi enemigo, al que se supone debo amar evangélicamente, es amandus,es decir, ha de ser amado, pero lamentablemente no es amabilis,no es amable y no es posible quererlo y me cuesta amarlo, lo más que llego es a rezar por él (como recomienda Mt 5,44 y Lc 6, 28).

Otro ejemplo, non corrumpendum es lo que no se debe o no se ha de corromper, y corruptibilis, lo que “se puede corromper”. Reconocer que los alimentos congelados del supermercado se han corrompido al tenerlos un tiempo fuera del congelador y, por tanto, hay que sustituirlos, es compatible con seguir manteniendo que no se los debe dejar que se corrompan y que debemos tener más cuidado la próxima vez.

Seguir defendiendo la indisolubilidad es compatible con la acogida eclesial de las personas que sufrieron la ruptura y están recomponiendo su vida.
En vez de decir que el matrimonio es indisoluble, deberíamos decir que es non solvendum, que no se ha de disolver (“No separen los humanos la unión de los cónyuges que Dios desea”, dice Jesús, Mt 19, 6, es decir, la unión que van a construir los cónyuges a lo largo de la vida; convierten así su unión en inseparable cuando, al envejecer juntos, se logra por fin la indisolubilidad, que no es una propiedad del matrimonio grabada como divisa el día de la boda, sino una meta a lograr mediante el cumplimiento de la promesa).

Pero decir del matrimonio que es non solvendum, que no se debe o no se ha de disolver, no quiere decir que sea irrompible, como ni siquiera lo es un reloj “water-proof” o “bomb-proof” (a prueba de inundaciones o a prueba de bombas).

Por tanto, la afirmación y defensa de la indisolubilidad como “meta, don y tarea” (de que hablaban los padres sinodales el año pasado) es compatible con el reconocimiento de que, “lamentablemente, no es irrompible” (como decían en el 2000 los obispos japoneses y venía proponiendo desde el Sínodo de 1980 el arzobispo de Tokyo, monseñor Shirayanagi Seiichi, entre otros).

Es compatible seguir proponiendo y animando a construir la indisolubilidad a lo largo de la vida de los esposos y, al mismo tiempo, reconocer la realidad de las rupturas, sanar (o, en su caso, perdonar) las heridas que necesiten sanación (o las culpas, en el caso de que las haya, que necesiten perdón), acompañar pastoralmente a las personas en el camino de recomponer su vida y acogerlas sacramentalmente con el estilo de misericordia de Jesús.

Como decía ayer el arzobispo Osoro para deshacer los malentendidos sobre la propuesta pastoral del Papa Francisco, “hay que ver todo lo que él dijo sobre la familia siendo arzobispo de Buenos Aires. Si los que dicen cosas distintas lo leyeran, firmarían claramente lo que plantea Francisco”.

Y como expresaba ya hace tiempo el cardenal Kasper en  El Evangelio de la familia (Sal Terrae, 2014, p.66): “Si excluimos de los sacramentos a los cristianos divorciados y vueltos a casar que están dispuetsos a acercarse a ellos, ¿no ponemos en entredicho la fundamental estructura sacramental de la Iglesia? ¿Para qué sirven entonces la Iglesia y los sacramentos?”

A una cristiana divorciada. Por José Arregui

No te conozco, pero tu rostro sufriente es el de muchas, y con eso me basta. También a Jesús le bastaría, pero él además conoce tu rostro y tu nombre, y si tú se lo permites, posará dulcemente sus labios en tu frente, y le contarás tus penas. Tú le harás feliz y él aliviará tus penas.

Nada sé de ti sino el dolor de un amor frustrado (¿a quién le importan las razones?) y el doble dolor de no poder comulgar porque compartes tu vida con otro compañero; el Derecho Canónico te llama adúltera, y te prohíbe acercarte a la mesa de Jesús. Así de inhumano puede ser el Derecho Canónico cuando pone cualquier ley por encima de la carne que goza y sufre; cuanto más sagrada se considere, más perversa es la ley. Así de inhumana puede ser la Iglesia cuando alza los cánones por encima de las personas con sus penas y su dicha.

Yo te aseguro, amiga, que Jesús te besa en la frente y te dice: “¿Cómo puedes dudar en venir a recibirme, amiga mía, si soy yo quien siempre está deseando recibirte? ¿Por qué vacilas en compartir mi pan, si lo que más me gustó siempre fue comer con gente tachada de pecadora por leyes hipócritas, y por ello fui yo también condenado? Un día me sentí especialmente seguro del Dios de la vida, y me brotó del alma una sentencia redonda que los canonistas puntillosos jamás han entendido: El sábado es para el ser humano y no el ser humano para el sábado (Mc 2,27) (decir ‘el sábado’ era para nosotros, los judíos, como decir la ley más sagrada e inviolable, ¡imagínate!). Creo que, vagamente, tenía tu rostro ante mí cuando pronuncié esa máxima rotunda y feliz. Y fueron historias como la tuya las que inspiraron al profeta Isaías aquel oráculo divino que siempre llevé grabado en las entrañas: Misericordia quiero y no sacrificios (Mt 9,13). Yo no quise decir otra cosa en las parábolas de mis días más inspirados. No hagas caso, pues, de normas inhumanas, déjate llevar libremente adonde el corazón te guíe. Invítame, por favor, a tu mesa, y saborearemos juntos el pan y el vino santos de Dios”.

Así te habla Jesús, amiga. Así hablaba a todas las personas heridas: Venid a mí, todas las que estáis fatigadas y agobiadas, y yo os aliviaré (Mt 11,18). Claro que no faltará quien te recuerde, con mejor o peor intención, que Jesús prohibió a un hombre separarse de su mujer e irse con otra, y a una mujer separarse del marida e irse con otro: Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre (Mc 10,9). Sí, es probable que Jesús hablara así, y no dejará de recordártelo cualquier canonista severo, y puede que algún clérigo sin entrañas te niegue ostensiblemente la comunión, cuando te acerques a la mesa de Jesús, hambrienta del cuerpo de Dios. No te aflijas por ello, no se lo tomes a mal, y busca en paz a alguien –serán innumerables– que te dé la comunión tan gustosamente como te la daría Jesús, porque él nunca se la negó a nadie, a nadie se negó, eso sí que no. Es más, el pan y el vino que compartes en casa con tu compañero, consagrados por vuestro amor, ya son para ti el mismo Jesús.

Y si te encuentras de frente con el clérigo o el teólogo inflexible, dile sin acritud y con firmeza: “Amigo, Jesús te ordenó solemnemente que, si te abofetean en una mejilla, presentes la otra (Mt 5,39). ¿Acaso lo cumples? Y si no lo cumples, ¿cómo es que vas a comulgar? Jesús te ordenó que, cuando un hermano tenga algo contra ti, no te acerques al altar sin haberte reconciliado primero (Mt 5,23-24). Yo tengo algo contra ti, porque tú me señalas con el dedo y me niegas la comunión y me hieres el alma. ¿Cómo te atreves a presentar tu ofrenda en el altar y a tomar el pan consagrado? ¿Te parece acaso que esos mandatos de Jesús son menos importantes que la indisolubilidad del matrimonio? Recuerda, amigo: Misericordia quiero, y no sacrificios. Y recuerda que el sábado se hizo para el ser humano y no el ser humano para el sábado. Y comprende que si Jesús quiso que marido y mujer no rompieran, no fue para cumplir ningún mandato divino, menos aún para aumentar dolores en el mundo, sino en todo caso para ahorrarlos. Yo creo que Jesús nunca quiso salvar el amor en abstracto –¿tú quieres acaso defender los derechos del amor abstracto, del amor en general, o del amor por decreto? Un amor así yo no me lo puedo ni imaginar, ni puedo concebir que le guste a Dios–. Yo creo que a Jesús le interesaba solamente el amor de carne y nombre propio. Y creo que el dolor y la dicha fueron siempre su razón y su criterio”.

Amiga, no te garantizo que con estos argumentos vayas a persuadir al canonista o al clérigo. Entonces, puedes decirles que si Jesús insistió en que la pareja – en aquel tiempo no había todavía “matrimonio canónico” – no se ha de romper, fue ante todo para que la parte más débil –entonces ciertamente la mujer– no se quedara tirada en el camino, pues aún no existían ni las calles. O puedes simplemente refrescarles la memoria, recordarles la historia, ante la que no resiste ninguna norma absoluta. Puedes decirle, por ejemplo, que ya en los orígenes San Pablo y San Mateo, ellos al menos, admitieron excepciones para la supuesta “indisolubilidad” impuesta por Jesús: Pablo en el caso de parejas mixtas que no pueden vivir en paz (1 Cor 7,15), Mateo en el caso de “unión ilegítima” (Mt 19,9). Si ellos se permitieron esas excepciones – sobre cuyo alcance concreto no cesan de discutir los expertos–, ¿por qué nosotros no podremos permitirnos hoy las nuestras? Siguiendo su mismo lenguaje, ¿hay alguna unión más ilegítima que aquella en que el amor ya no existe y que no permite vivir en paz? Ésa es la pregunta decisiva, más allá de todos los cánones sagrados. Ése es el criterio evangélico, y por haberlo olvidado –y para salvar el cánon de la indisolubilidad–, nos hemos enredado en disquisiciones sobre la “nulidad” y en complejos procesos eclesiásticos cuyo desenlace depende directamente de las habilidades del abogado, las recomendaciones que uno tenga y los dineros que pueda uno gastar.

No, amiga. Es más sencillo. Dios nos llama a vivir en paz. Cuida el amor cuanto puedas, y cuando lleguen borrascas, procura salvarlo por tantas razones. Si amas y vives en paz con tu compañero o tu compañera, aun en medio de los conflictos cotidianos, eres sacramento de Dios. Pero si en tu primera pareja, por lo que fuera, han desaparecido el amor y la paz, habéis dejado de ser sacramento de Dios. Y si, en el incierto camino de la vida, has encontrado un nuevo compañero (o compañera, no lo sé), y se van curando tus heridas, y vuelves a amar y reencuentras la paz compartiendo el cuerpo y la vida, entonces eres de nuevo, sois de nuevo sacramento de Dios, aunque el Derecho Canónico te diga lo contrario.

Comulga en paz, amiga. Mastica despacio el pan en tu boca. Saborea a Jesús, a Dios, saborea la vida.

Para orar.

GUSTAD Y VED QUÉ BUENO ES EL SEÑOR (Sal 33)

Como el pan, así es de bueno,
Un pan mejor que el maná,
Se parte para dar vida,
Plenitud y eternidad.

Bueno el Señor, como el vino
Que alegra sin embriagar,
Entusiasma y enamora,
Como el vino de Caná.

Es bueno como caricia,
Como perdón paternal,
Como encuentro del amigo,
Como abrazo maternal.

Bueno como medicina,
Como flor primaveral,
Como música inspirada,
Como agua del manantial.

Es como el mejor perfume,
Como aceite de paz,
Como el viento que libera,
Como hoguera familiar.

Es tan bueno como el Padre
Que no sabe castigar,
Que entrega sin pedir cuentas,
Que se alegra en perdonar.

Como el Hijo, así es de bueno
Que a otros hijos va a salvar,
Se deja morir por ellos,
Se deja transverberar.

Es bueno como el Espíritu,
Que llueve sin descansar,
Todo lo llena de vida,
Artista de santidad.

Fuente: Atrio