¿Es el papa Francisco una paradoja?. Por Hans Küng

¿Quién lo iba a pensar? Cuando tomé la pronta decisión de renunciar a mis cargos honoríficos en mi 85º cumpleaños, supuse que el sueño que llevaba albergando durante décadas de volver a presenciar un cambio profundo en nuestra Iglesia como con Juan XXIII nunca llegaría a cumplirse en lo que me quedaba de vida.

Y, mira por dónde, he visto cómo mi antiguo compañero teológico Joseph Ratzinger —ambos tenemos ahora 85 años— dimitía de pronto de su cargo papal, y precisamente el 19 de marzo de 2013, el día de su santo y mi cumpleaños, pasó a ocupar su puesto un nuevo Papa con el sorprendente nombre de Francisco.hans-kung

¿Habrá reflexionado Jorge Mario Bergoglio acerca de por qué ningún papa se había atrevido hasta ahora a elegir el nombre de Francisco? En cualquier caso, el argentino era consciente de que con el nombre de Francisco se estaba vinculando con Francisco de Asís, el universalmente conocido disidente del siglo XIII, el otrora vivaracho y mundano vástago de un rico comerciante textil de Asís que, a la edad de 24 años, renunció a su familia, a la riqueza y a su carrera e incluso devolvió a su padre sus lujosos ropajes.

Resulta sorprendente que el papa Francisco haya optado por un nuevo estilo desde el momento en el que asumió el cargo: a diferencia de su predecesor, no quiso ni la mitra con oro y piedras preciosas, ni la muceta púrpura orlada con armiño, ni los zapatos y el sombrero rojos a medida ni el pomposo trono con la tiara. Igual de sorprendente resulta que el nuevo Papa rehúya conscientemente los gestos patéticos y la retórica pretenciosa y que hable en la lengua del pueblo, tal y como pueden practicar su profesión los predicadores laicos, prohibidos por los papas tanto por aquel entonces como actualmente. Y, por último, resulta sorprendente que el nuevo Papa haga hincapié en su humanidad: solicita el ruego del pueblo antes de que él mismo lo bendiga; paga la cuenta de su hotel como cualquier persona; confraterniza con los cardenales en el autobús, en la residencia común, en su despedida oficial; y lava los pies a jóvenes reclusos (también a mujeres, e incluso a una musulmana). Es un Papa que demuestra que, como ser humano, tiene los pies en la tierra.

El pontífice no quiso ni la mitra con oro, ni los zapatos, ni el pomposo trono con la tiara

Todo eso habría alegrado a Francisco de Asís y es lo contrario de lo que representaba en su época el papa Inocencio III (1198-1216). En 1209, Francisco fue a visitar al papa a Roma junto con 11 hermanos menores (fratres minores) para presentarle sus escuetas normas compuestas únicamente de citas de la Biblia y recibir la aprobación papal de su modo de vida “de acuerdo con el sagrado Evangelio”, basado en la pobreza real y en la predicación laica. Inocencio III, conde de Segni, nombrado papa a la edad de 37 años, era un soberano nato: teólogo educado en París, sagaz jurista, diestro orador, inteligente administrador y refinado diplomático. Nunca antes ni después tuvo un papa tanto poder como él. La revolución desde arriba (Reforma gregoriana) iniciada por Gregorio VII en el siglo XI alcanzó su objetivo con él. En lugar del título de “vicario de Pedro”, él prefería para cada obispo o sacerdote el título utilizado hasta el siglo XII de “vicario de Cristo” (Inocencio IV lo convirtió incluso en “vicario de Dios”). A diferencia del siglo I y sin lograr nunca el reconocimiento de la Iglesia apostólica oriental, el papa se comportó desde ese momento como un monarca, legislador y juez absoluto de la cristiandad… hasta ahora.

Pero el triunfal pontificado de Inocencio III no solo terminó siendo una culminación, sino también un punto de inflexión. Ya en su época se manifestaron los primeros síntomas de decadencia que, en parte, han llegado hasta nuestros días como las señas de identidad del sistema de la curia romana: el nepotismo, la avidez extrema, la corrupción y los negocios financieros dudosos. Pero ya en los años setenta y ochenta del siglo XII surgieron poderosos movimientos inconformistas de penitencia y pobreza (los cátaros o los valdenses). Pero los papas y obispos cargaron libremente contra estas amenazadoras corrientes prohibiendo la predicación laica y condenando a los “herejes” mediante la Inquisición e incluso con cruzadas contra ellos.

Pero fue precisamente Inocencio III el que, a pesar de toda su política centrada en exterminar a los obstinados “herejes” (los cátaros), trató de integrar en la Iglesia a los movimientos evangélico-apostólicos de pobreza. Incluso Inocencio era consciente de la urgente necesidad de reformar la Iglesia, para la cual terminó convocando el fastuoso IV Concilio de Letrán. De esta forma, tras muchas exhortaciones, acabó concediéndole a Francisco de Asís la autorización de realizar sermones penitenciales. Por encima del ideal de la absoluta pobreza que se solía exigir, podía por fin explorar la voluntad de Dios en la oración. A causa de una aparición en la que un religioso bajito y modesto evitaba el derrumbamiento de la Basílica Papal de San Juan de Letrán —o eso es lo que cuentan—, el Papa decidió finalmente aprobar la norma de Francisco de Asís. La promulgó ante los cardenales en el consistorio, pero no permitió que se pusiera por escrito.

Francisco de Asís representaba y representa de facto la alternativa al sistema romano. ¿Qué habría pasado si Inocencio y los suyos hubieran vuelto a ser fieles al Evangelio? Entendidas desde un punto de vista espiritual, si bien no literal, sus exigencias evangélicas implicaban e implican un cuestionamiento enorme del sistema romano, esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que se había apoderado de Cristo en Roma desde el siglo XI.

Con Inocencio III se manifestaron los primeros síntomas de nepotismo y corrupción del Vaticano

Puede que Inocencio III haya sido el único papa que, a causa de las extraordinarias cualidades y poderes que tenía la Iglesia, podría haber determinado otro camino totalmente distinto; eso habría podido ahorrarle el cisma y el exilio al papado de los siglos XIV y XV y la Reforma protestante a la Iglesia del siglo XVI. No cabe duda de que, ya en el siglo XII, eso habría tenido como consecuencia un cambio de paradigma dentro de la Iglesia católica que no habría escindido la Iglesia, sino que más bien la habría renovado y, al mismo tiempo, habría reconciliado a las Iglesias occidental y oriental.

De esta manera, las preocupaciones centrales de Francisco de Asís, propias del cristianismo primitivo, han seguido siendo hasta hoy cuestiones planteadas a la Iglesia católica y, ahora, a un papa que, en el aspecto programático, se denomina Francisco: paupertas (pobreza), humilitas (humildad) y simplicitas (sencillez).

Puede que eso explique por qué hasta ahora ningún papa se había atrevido a adoptar el nombre de Francisco: porque las pretensiones parecen demasiado elevadas.

Pero eso nos lleva a la segunda pregunta: ¿qué significa hoy día para un papa que haya aceptado valientemente el nombre de Francisco? Es evidente que tampoco se debe idealizar la figura de Francisco de Asís, que también tenía sus prejuicios, sus exaltaciones y sus flaquezas. No es ninguna norma absoluta. Pero sus preocupaciones, propias del cristianismo primitivo, se deben tomar en serio, aunque no se puedan poner en práctica literalmente, sino que deberían ser adaptadas por el Papa y la Iglesia a la época actual.

Las enseñanzas de Francisco de Asís de altruismo y fraternidad deberían ser actualizadas

1. ¿Paupertas, pobreza? En el espíritu de Inocencio III, la Iglesia es una Iglesia de la riqueza, del advenedizo y de la pompa, de la avidez extrema y de los escándalos financieros. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia de la política financiera transparente y de la vida sencilla, una Iglesia que se preocupa principalmente por los pobres, los débiles y los desfavorecidos, que no acumula riquezas ni capital, sino que lucha activamente contra la pobreza y ofrece condiciones laborales ejemplares para sus trabajadores.

2. ¿Humilitas, humildad? En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia del dominio, de la burocracia y de la discriminación, de la represión y de la Inquisición. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia del altruismo, del diálogo, de la fraternidad, de la hospitalidad incluso para los inconformistas, del servicio nada pretencioso a los superiores y de la comunidad social solidaria que no excluye de la Iglesia nuevas fuerzas e ideas religiosas, sino que les otorga un carácter fructífero.

3. ¿Simplicitas, sencillez? En el espíritu de Inocencio, la Iglesia es una Iglesia de la inmutabilidad dogmática, de la censura moral y del régimen jurídico, una Iglesia del miedo, del derecho canónico que todo lo regula y de la escolástica que todo lo sabe. En cambio, en el espíritu de Francisco, la Iglesia es una Iglesia del mensaje alegre y del regocijo, de una teología basada en el mero Evangelio, que escucha a las personas en lugar de adoctrinarlas desde arriba, que no solo enseña, sino que también está constantemente aprendiendo.

De esta forma, se pueden formular asimismo hoy día, en vista de las preocupaciones y las apreciaciones de Francisco de Asís, las opciones generales de una Iglesia católica cuya fachada brilla a base de magnificentes manifestaciones romanas, pero cuya estructura interna en el día a día de las comunidades en muchos países se revela podrida y quebradiza, por lo que muchas personas se han despedido de ella tanto interna como externamente.

Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan que se les quite el poder acumulado

No obstante, ningún ser racional esperará que una única persona lleve a cabo todas las reformas de la noche a la mañana. Aun así, en cinco años sería posible un cambio de paradigma: eso lo demostró en el siglo XI el papa León IX de Lorena (1049-1054), que allanó el terreno para la reforma de Gregorio VII. Y también quedó demostrado en el siglo XX por el italiano Juan XXIII (1958-1963), que convocó el Concilio Vaticano II. Hoy debería volver a estar clara la senda que se ha de tomar: no una involución restaurativa hacia épocas preconciliares como en el caso de los papas polaco y alemán, sino pasos reformistas bien pensados, planificados y correctamente transmitidos en consonancia con el Concilio Vaticano II.

Hay una tercera pregunta que se planteaba por aquel entonces al igual que ahora: ¿no se topará una reforma de la Iglesia con una resistencia considerable? No cabe duda de que, de este modo, se provocarían unas potentes fuerzas de reacción, sobre todo en la fábrica de poder de la curia romana, a las que habría que plantar cara. Es poco probable que los soberanos vaticanos permitan de buen grado que se les arrebate el poder que han ido acumulando desde la Edad Media.

El poder de la presión de la curia es algo que también tuvo que experimentar Francisco de Asís. Él, que pretendía desprenderse de todo a través de la pobreza, fue buscando cada vez más el amparo de la “santa madre Iglesia”. Él no quería vivir enfrentado a la jerarquía, sino de conformidad con Jesús obedeciendo al papa y a la curia: en pobreza real y con predicación laica. De hecho, dejó que los subieran de rango a él y a sus acólitos por medio de la tonsura dentro del estatus de los clérigos. Eso facilitaba la actividad de predicar, pero fomentaba la clericalización de la comunidad joven, que cada vez englobaba a más sacerdotes. Por eso no resulta sorprendente que la comunidad franciscana se fuera integrando cada vez más dentro del sistema romano. Los últimos años de Francisco quedaron ensombrecidos por la tensión entre el ideal original de imitar a Jesucristo y la acomodación de su comunidad al tipo de vida monacal seguido hasta la fecha.

En honor a Francisco, cabe mencionar que falleció el 3 de octubre de 1226 tan pobre como vivió, con tan solo 44 años. Diez años antes, un año después del IV Concilio de Letrán, había fallecido de forma totalmente inesperada el papa Inocencio III a la edad de 56 años. El 16 de junio de 1216 se encontraron en la catedral de Perugia el cadáver de la persona cuyo poder, patrimonio y riqueza en el trono sagrado nadie había sabido incrementar como él, abandonado por todo el mundo y totalmente desnudo, saqueado por sus propios criados. Un fanal para la transformación del dominio en desfallecimiento papal: al principio del siglo XIII, el glorioso mandatario Inocencio III; a finales de siglo, el megalómano Bonifacio VIII (1294-1303), que fue apresado de forma deplorable; seguido de los cerca de 70 años que duró el exilio de Aviñón y el cisma de Occidente con dos y, finalmente, tres papas.

Menos de dos décadas después de la muerte de Francisco, el movimiento franciscano que tan rápidamente se había extendido pareció quedar prácticamente domesticado por la Iglesia católica, de forma que empezó a servir a la política papal como una orden más e incluso se dejó involucrar en la Inquisición.

Al igual que fue posible domesticar finalmente a Francisco de Asís y a sus acólitos dentro del sistema romano, está claro que no se puede excluir que el papa Francisco termine quedando atrapado en el sistema romano que debería reformar. ¿Es el papa Francisco una paradoja? ¿Se podrán reconciliar alguna vez la figura del papa y Francisco, que son claros antónimos? Solo será posible con un papa que apueste por las reformas en el sentido evangélico. No deberíamos renunciar demasiado pronto a nuestra esperanza en un pastor angelicus como él.

Por último, una cuarta pregunta: ¿qué se puede hacer si nos arrebatan desde arriba la esperanza en la reforma? Sea como sea, ya se ha acabado la época en la que el papa y los obispos podían contar con la obediencia incondicional de los fieles. Así, a través de la Reforma gregoriana del siglo XI se introdujo una determinada mística de la obediencia en la Iglesia católica: obedecer a Dios implica obedecer a la Iglesia y eso, a su vez, implica obedecer al papa, y viceversa. Desde esa época, la obediencia de todos los cristianos al papa se impuso como una virtud clave; obligar a seguir órdenes y a obedecer (con los métodos que fueran necesarios) era el estilo romano. Pero la ecuación medieval de “obediencia a Dios = obediencia a la Iglesia = obediencia al papa” encierra ya en sí misma una contradicción con las palabras de los apóstoles ante el Gran Sanedrín de Jerusalén: “Hay que obedecer a Dios más que a las personas”.

Por tanto, no hay que caer en la resignación, sino que, a falta de impulsos reformistas “desde arriba”, desde la jerarquía, se han de acometer con decisión reformas “desde abajo”, desde el pueblo. Si el papa Francisco adopta el enfoque de las reformas, contará con el amplio apoyo del pueblo más allá de la Iglesia católica. Pero si al final optase por continuar como hasta ahora y no solucionar la necesidad de reformas, el grito de “¡indignaos! indignez-vous!” resonará cada vez más incluso dentro de la Iglesia católica y provocará reformas desde abajo que se materializarán incluso sin la aprobación de la jerarquía y, en muchas ocasiones, a pesar de sus intentos de dar al traste con ellas. En el peor de los casos —y esto es algo que escribí antes de que saliera elegido el actual Papa—, la Iglesia católica vivirá una nueva era glacial en lugar de una primavera y correrá el riesgo de quedarse reducida a una secta grande de poca monta.

 

 

Traducción de News Clips / Paloma Cebrián.
Fuente El País

Creo en Dios y en Cristo, pero no en la Iglesia. Por Hans Küng (entrevista)

Lleva 83 años en el seno de la Iglesia católica y no lo lamenta. Nunca ha querido darse de baja ni convertirse al protestantismo para perder de vista al Papa de una santa vez. Una aclaración que no sobra cuando se trata del cura suizo Hans Küng, una leyenda viva de la teología en lengua alemana, que todavía se mantiene en la brecha, ya sea reivindicando el sacerdocio de las mujeres o el uso de la píldora. A pesar de su edad, no le faltan ganas para explayarse en una conversación telefónica con este periódico desde su despacho de la Fundación Ética Mundial, una institución interdisciplinar con sede en Tubinga.
Bastan unos segundos para detectar de inmediato la energía y carácter que le han permitido seguir adelante y no arrugarse ante la Santa Sede: «¡Se ha retrasado diez minutos! Ya veo que su sentido metafísico del tiempo no coincide con el mío», se queja con fina ironía. Nunca le ha gustado que le hagan esperar ni mirar a las musarañas. Acaba de reeditarse en España ‘La Mujer en el Cristianismo’ (ed. Trotta) y en su país natal ya se ha hecho un hueco en las listas de ‘best-sellers’ su último trabajo, ‘Ist die Kirche noch zu retten?’ (‘¿Puede salvarse todavía la Iglesia?’). Los que le conocen sospechan que es descendiente de Guillermo Tell, a la luz del arrojo con que dispara sus críticas.
«Ya es hora de que el Vaticano abandone un sistema absolutista que data del siglo XI. Fue entonces cuando los Papas se hicieron con todo el poder e impusieron el clericalismo, es decir, la preponderancia de los curas que margina a los laicos. ¡Eso no puede ser!», reflexiona en voz alta, con la convicción de «un miembro fiel de Ia Iglesia, que cree en Dios y en Cristo, pero no en la Iglesia». He ahí el matiz.
Su condición de teólogo ‘independiente’, sin autorización eclesiástica, le permite hablar con total libertad. Desde que, en 1979, la Congregación para la Doctrina de la Fe le privara de la licencia, se siente un hombre nuevo. Se le castigó por hablar sin tapujos y, de rondón, se le dio alas para apuntar todo lo lejos que quisiera. Hace poco en la revista alemana ‘Der Spiegel’ llegó a comparar a Benedicto XVI con Vladimir Putin, «porque ambos han heredado un legado de reformas democráticas y, en lugar de ir hacia adelante, van hacia atrás».
A su juicio, el Concilio Vaticano II es la gran asignatura pendiente, una hoja de ruta que permitiría recuperar el camino perdido antes de que sea demasiado tarde. «La Iglesia católica está enferma. Su mal es una jerarquía absolutista que no forma parte esencial de su naturaleza. No es algo imprescindible. Hay que desarrollar el Concilio Vaticano II», insiste con pasión y los ojos puestos en aquella época, la década de los 60, cuando creía que el autoritarismo y el culto a la personalidad -«de eso hay mucho ahora»- no tardarían en superarse gracias al impulso de Juan XXIII.
Piña con Ratzinger
Entonces hacía piña con Joseph Ratzinger, cuando ambos eran unos treintañeros ‘progres’ y brillantes que aspiraban a renovar la Iglesia. No obstante, sus caminos no tardaron en separarse, llevados por las circunstancias y talantes muy dispares. Benedicto XVI se aferra a la tradición y el orden, mientras que Hans Küng todavía se inclina por el diálogo y el progreso. Son duros, constantes y con una inteligencia descomunal. Germanos de pura cepa, que se resisten a tirar la toalla.
Una actitud que tiene mérito a la vista de las estadísticas de 2010 sobre apostasías y bautizos en Alemania: por primera vez, había más abandonos (181.000) que ingresos (170.000). Desde los años 60, han perdido a decenas de miles de curas, cada vez más parroquias se quedan sin servicio religioso y los monasterios languidecen sin relevo generacional. La patria de Ratzinger, donde el 32% de la población es católica, no sigue en masa los dictados del Vaticano. Una tendencia que confirma la crisis del catolicismo, apostólico y romano en Europa.
– ¿Qué piensa de los movimientos conservadores (Opus, Legionarios, kikos…)?
– Me consta que en España se habla mucho de ellos. Y no dudo que habrá quienes depositen toda su confianza en ellos… Pero yo no. ¡La sociedad va en otra dirección! Si se apuesta solo por la línea conservadora, todos saldremos perdiendo.
– Si usted ahora tuviera 20 años, ¿le atraería hacerse cura?
– No me arrepiento de formar parte de la Iglesia. Ni mi bautizo ni mi ingreso como sacerdote son motivo de amargura. Todo lo contrario.
– Pero si fuera joven ahora…
– A ver, no me interrumpa. ¿Qué le puedo decir? La Iglesia actual es muy jerárquica, nada democrática y no responde a las expectativas de la mayoría de la juventud. Los movimientos conservadores, insisto, no representan a la gente joven.
– A estas alturas, ¿qué le parece el actual Papa?
– Me hacía ilusiones, pero ahora tengo claro que el cambio no vendrá de la mano de Ratzinger.
– ¿Cuándo fue la última vez que le escribió Benedicto XVI?
– Hace poco, me agradeció por mediación de su secretario el envío de mi último libro, ‘Ist die Kirche noch zu retten?’ (‘¿Puede salvarse todavía la Iglesia?’). Me alegro de que la relación entre nosotros no se haya roto. Por lo demás, espero que el siguiente Papa sea muy distinto.
– Por cierto, usted critica el celibato entre los curas, pero ¿le parece sano el de los monjes y monjas?
– Ah, eso es diferente. Las órdenes religiosas son como asociaciones privadas, con una serie de cláusulas que se aceptan libremente. El celibato forma parte de su identidad. Les enriquece. Nada que ver con el supuesto de los curas, en los que hay una imposición sin ningún fundamento.
– Una curiosidad: ¿por qué Dios es Padre y no Madre?
– No, no, Dios está más allá de la identidad sexual. En las Sagradas Escrituras hay metáforas tanto masculinas como femeninas. En fin, ya ve, es una de tantas confusiones que han ido arraigando a lo largo de la historia.
Fuente Religion Digital.
Hans Kung, es uno de los teólogos y pensadores más libres e importantes de la Iglesia en la actualidad. Consultor del Vaticano II por pedido de Juan XXIII, fue castigado por Juan Pablo II por criticar su viraje conservador junto a su aliado Ratzinger.

¿Se puede salvar aún la Iglesia? Diagnóstico: enferma terminal. Por Hans Küng

“Hay un cisma en la Iglesia entre la cúpula jerárquica y las bases”
“El papado actual es una institución de dominio que divide. El Papa divide a la Iglesia”

Diagnóstico: Enferma terminal. ¿Se puede salvar aún la Iglesia?‘ Esta es la pregunta que se plantea en su último libro, publicado en Alemania por la editorial Piper Verlag, el teólogo crítico y especialista en ética mundial Hans Küng en su último libro.”En la situación actual no puedo guardar silencio”, dice Hans Küng. En su opinión la Iglesia Católica en encuentra inmersa en una grave crisis. Crisis que es necesario describir con objetividad y sin prejuicios antes de aplicar la terapia adecuada. Crisis que se plasma, entre oras cosas en censura, absolutismo y estructuras autoritarias.

Pregunta: Sr. Küng, me ha llamado la atención que su libro está impregnado de un cierto alarmismo.
No podía seguir callando, debía escribir este libro en este momento concreto.
Metáforas como “enfermedad”, “recaída”, “subida de fiebre” abundan en su libro. ¿A qué se debe este alarmismo?

Küng: Alarma sí, pero no alarmismo. Si me permite, lo explico inmediatamente. He de decirle con toda sinceridad que en estos momentos, tan sólo un par de meses después de su publicación, veo las cosas incluso más negras que el color de la portada de mi libro. Tenemos una iniciativa de diálogo de los obispos que ha quedado en agua de borrajas. Creo que el sociólogo de la religión, Michael Ebertz (Friburgo), tiene razón cuando habla de una segunda crisis en la Iglesia Católica, después de la crisis de los delitos sexuales. El episcopado se muestra obviamente incapaz de comunicarnos qué es lo que ha pasado, para que se pueda encauzar debidamente el diálogo. Seguimos sin saber cómo proceder para iniciar dicho diálogo, los obispos no se ponen de acuerdo y quieren excluir determinados temas. Recientemente hemos asistido a una serie de acontecimientos muy desagradables que justifican tanto mi análisis como mi alarma.

Pregunta:Usted ha llegado a decir que estamos en la segunda fase de la crisis. Ha hablado de falta de disposición a dialogar. Aclárenos, por favor, este punto.

Küng: Suponemos que los obispos han aprendido que no pueden seguir actuando de una forma tan autoritaria como hasta ahora, que han de escuchar al pueblo. Pero no es así, ni siguiera han aprendido eso. Creo que ¡nosotros somos el pueblo! La gente dice: se nos está agotando la paciencia, queremos participar en las decisiones, también en nuestras parroquias. Queremos elegir a nuestros obispos, queremos ver a mujeres en los diferentes cargos, queremos que haya agentes de pastoral, hombres y mujeres, que sean ordenados/as sacerdotes. Son eslóganes y demandas que reflejan el descontento de la gente. De hecho, se ha producido un cisma dentro de la Iglesia entre los que, ahí arriba, piensan que pueden seguir actuando con el estilo de siempre y el pueblo y una buena parte del clero liberal.

Pregunta:¿Qué reacciones ha desatado su libro hasta la fecha?

Küng: Se lo he enviado a todos los obispos alemanes y hasta ahora las reacciones han sido, cuando menos, cordiales. También se lo he enviado al Papa Benedicto con una cortés carta en la que le expongo como, en el fondo, mi intención es ayudar a la Iglesia, aunque tenga una idea diferente de cómo deberíamos proceder. Él me ha hecho llegar su agradecimiento, lo que me parece un gesto positivo. Tengo sumo cuidado en intentar conducir el debate con objetividad, sin traspasar la barrera de la ofensa personal y sin que la cuestión devenga en un asunto personal.

Pregunta: ¿Qué reacciones ha provocado entre los laicos?

Küng: En pocas ocasiones he recibido tantas cartas agradeciéndome el libro, a pesar de tratarse, de hecho, de un análisis algo depre que puede producir desaliento. Me agradecen mucho que afirme que la recuperación es posible. El libro está repleto de propuestas concretas. No me puedo quejar de las reacciones, todo lo contrario, me anima mucho recibir casi a diario cartas de tanta gente, muchas veces de gente sencilla.

Pregunta: ¿Cuáles son para Ud. los principales síntomas de esta crísis de la Iglesia Católica que diagnóstica en el libro?

Küng: Básicamente que las parroquias se están secando lentamente, en parte a causa del mensaje dogmático que viene reiteradamente prescrito desde arriba. Naturalmente tenemos también el problema de los cargos eclesiáles. En el libro lo ilustro con el ejemplo de mi propia comunidad en Suiza. Durante mucho tiempo hemos tenido cuatro sacerdotes (los “cuatro caballeros”); hoy no queda ninguno. Seguimos teniendo a dos jubilados y a un diácono. El diácono lo hace fenomenal, un alemán, por cierto. No obstante, no puede presidir la eucaristía por no haber sido ordenado sacerdote. Y no puede ser ordenado sacerdote porque está casado. Es completamente absurdo. Hemos de abordar una serie de puntos muy concretos: 1. el celibato ha de ser opcional. 2. las mujeres han de tener acceso a los cargos eclesiales. 3. se ha de permitir que los divorciados participen en la eucaristía; 4. se han de establecer comunidades eucarísticas entre las diferentes confesiones sin esperar otros 400 años.

Pregunta: Estos son algunos puntos para la terapia. Volvamos al diagnóstico. ¿Cómo denominaría Ud. la enfermedad que afecta al nucleo de la Iglesia Católica?

Küng: La enfermedad es el sistema romano. Lo introdujeron los Papas de la denominada Reforma gregoriana, en honor a Gregorio VII. Así fue como se introdujo el papismo, el absolutismo papal, según el cual una sola persona en la Iglesia tiene la última palabra. Esto produjo la escisión de la Iglesia Oriental que no aceptó dichas modificaciones. De esa época procede el predominio del clero sobre los laicos. Padecemos un celibato para todo el clero que se introdujo en el siglo XI. Aquí pienso que está el origen de la enfermedad. Ahí surgió el germen. Se intentó erradicarlo con la Reforma pero en Roma encontró resistencia. Con el Vaticano II se intentó luchar contra todo esto. Tuvo un éxito parcial, aunque no se permitió debatir ni sobre el celibato ni discutir sobre el papado. Se puede considerar que el Concilio tuvo éxito a medias. En estos momentos la situación es calamitosa. En Roma, en lugar de haber aprendido algo, como hubiera sido de esperar, y haber emprendido el camino de la liberalización, los dos Papas restauracionistas -Wojtyla y Ratzinger- han hecho lo contrario. Han hecho todo lo posible para que el Concilio y la Iglesia retrocedan a una fase preconciliar.

Pregunta: ¿Se refiere al Concilio Vaticano II que intentó producir una cierta apertura?

Küng: Sí, los frutos del Concilio Vaticano II fueron excelentes: integró el paradigma de la Reforma en la Iglesia, incorporó las lenguas vernáculas a la liturgia, todo el pueblo participa hoy activamente en la liturgia, se revalorizó el papel de los laicos y el de la Iglesia Oriental. Incluso se ha producido una integración de los paradigmas de la Ilustración, de la Modernidad. Desde entonces se reconoce la libertad de culto y los derechos humanos; y tenemos una actitud positiva hacia las religiones del mundo y hacia el mundo secular. Pero éstos son precisamente los puntos en lo que Roma quiere retroceder. Roma lo tiene todo organizado para retener el poder.

Pregunta: Si le he entendido correctamente, desde hace unas décadas, en la Iglesia Católica, se ha producido una recaída, un retroceso, una fuerte concentración en el sistema de dominio romano ¿esto es lo que Ud. Critica?

Küng: Sí. Esto queda de manifiesto en los siguientes puntos: primero, se han ido publicando continuamente documentos sin preguntar al episcopado y sin consultar a nadie previamente. Se trata de documentos de la curia que subrayan la pretensión de estar en posesión de la verdad, el monopolio sobre la verdad de la Iglesia Católica. En segundo lugar, tenemos toda la desafortunada normativa relacionda con la moral sexual que se ha ido publicado. Esta es la línea. En tercer lugar, tenemos la política de elección de personas. De forma sistemática, para los puestos de obispo y otros cargos de la curia se eligen exclusivamente personas fieles a esa línea. He escrito un capítulo entero sobre los motivos por los que los obispos guardan silencio: porque ya han sido seleccionados, porque previamente se han comprometido, porque en la ordenación han de prestar juramento al Papa, porque no pueden hablar libremente. Por eso escuchamos de todos la misma opinión. Los obispos se encuentran en una situación de gran presión, por una parte la que les llega de arriba, por otra parte la de la comunidad creyente.

Pregunta: ¿Por lo tanto, Ud. dirige sus críticas también contra el monopolio de poder y el monopolio de la verdad del Papa?

Küng: Sí, exactamente.

Pregunta: ¿Esa sería la principal herida?

Küng: Me imagino que si hubiéramos tenido otro Papa en la línea de Juan XXIII, la institución de Pedro sería algo magnífico. Podría ser una institución de guía pastoral, que inspira, que une. El papado actual es una institución de dominio que divide. El Papa divide a la Iglesia. Esta es una tesis que no se toma suficientemente en serio. Según las últimas encuestas, el 80% de los católicos alemanes quieren reformas. El 20% que no las quieren son, por desgracia, los que sí son tomados en serio. Algunos obispos sostienen que entre los católicos hay dos grupos. No es cierto, no se trata de dos grupos. La mayoría quiere reformas. Es tan sólo una minoría de personas, con presencia en los medios, las que están en contra de las reformas. Ellos no representan a la Iglesia que deseamos tener. Como pueblo de Dios queremos una Iglesia en la que nos sentamos incluídos todos, no queremos un pequeño grupo dominante que controle todo.

Pregunta: Hay algo que no entiendo bien. Si Ud. critica al Papa actual y lo compara con otros Papas más liberales, entonces no es un problema de la estructura de la Iglesia, sino de la personalidad del Papa.

Küng: También recae en la personalidad del Papa. Joseph Ratzinger procede de un entorno conservador. Yo también procedo de un entorno conservador. Esto no es ninguna vergüenza, incluso se podría tornar en una ventaja. Pero él ha interiorizado este entorno. El vivió principalmente en Alemania sin conocer bien el mundo. Después se trasladó a Roma donde ha vivido en un gueto artificial en el que no se percibe lo que sucede en el resto del mundo. Al leer algunas declaraciones suyas, como el decreto que publicó sobre las otras Iglesias siendo aún cardenal, uno se pregunta: ¿dónde vive este hombre realmente, en la luna? Ahora ha anunciado una campaña de evangelización nada convincente. ¿Cómo se quiere evangelizar al mundo con un catecismo que pesa literalmente 1 kg? ¿Pretende torturar a la gente? Además está la cuestión de la Enseñanza de la Iglesia. El habla expresamente de la “enseñanza del Papa”. Esto, por supuesto, no hay persona ilustrada que se lo tome en serio. ¿Quién va a admitir a estas alturas que una sóla persona reclame para sí el poder legislativo, ejecutivo y judicial sobre una comunidad de mas de mil millones de personas? En tercer lugar, se está dando un impulso problemático al tipo de religiosidad popular tradicional que se quiere promover. Se producen estas terribles escenas en la que un Papa besa la sangre de su predecesor en su relicario de plata. Pero, bueno ¿dónde estamos? Esto es oscurantismo medieval.

Pregunta: Aprecio que se indigna cuando habla del Papa actual.

Küng: No, no se trata del Papa actual.

Pregunta: En su libro le critica con dureza. Habla, por ejemplo, de boato y despilfarro, de estructuras autoritarias. ¿Se le podría reprochar: Küng habla con cierto resentimiento?

Küng: No. Creo que sigo teniendo la capacidad de poder hablar muy bien con el Papa personalmente. Seguimos manteniendo correspondencia y él sabe que mi preocupación es simplemente la Iglesia; pero que tengo una concepción diametralmente opuesta a la suya en lo que al camino a seguir se refiere. Me interesa resaltar que no hemos llegado a esta situación por el Papa Ratzinger, sino como evolución desde el s. XI. Aunque Joseph Ratzinger y su predecesor hayan hecho todo lo posible para volver a un paradigma medieval de la cristiandad.

Pregunta: Sr. Küng, ¿el sistema romano no se asienta en el Nuevo Testamento y en la Historia de la Iglesia?

Küng: No. La misma palabra “jerarquía” no la encontrará en el Nuevo Testamento. Sí que aparece seis veces la palabra “diaconia” con la famosa frase: “el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”. En esa misma línea tenemos también la escena del lavamiento de pies. Pero el Papa quiere ser señor entre los señores. Aparece como un faraón moderno. Si observamos las ceremonias en San Pedro, una sóla persona está en el centro, mientras los obispos se mantienen a distancia, como figurantes. Nadie tiene nada que decir, sólo hay uno que habla, sólo hay uno que lo decide todo. Esta no es una Iglesia de nuestro tiempo. Y no se corresponde en absoluto con el Nuevo Testamento ni con su época, donde reinaba la hermandad, donde las mujeres estaban presentes y donde había una comunidad carismática, como se ve en las comunidades paulinas.
Todo lo contrario de lo que se practica hoy en día. Hoy reina una estructura medieval que, en principio, sólo se encuentra en los países árabes. Nos recuerda al comunismo: se basa en el secretario de un partido único que decide todo. El resto ha sido elegido en función de su lealtad a la linea papal. Lo mismo pasa con los obispos. Aunque, cada vez hay menos creyentes que aceptan este sistema autoritario. Ni en Arabia se acepta ya a los autócratas. Yo sostengo que en la Iglesia Católica los autócratas tampoco tienen ningún futuro.

Pregunta: Ha dicho que la Iglesia Católica no está a la altura de la época moderna. No obstante, se podría objetar que esa es precisamente su ventaja. ¿En qué piensa Ud. que debería transformarse? ¿En una empresa moderna acorde a los tiempos? En ese caso, no ofrecería ninguna alternativa.

Küng: No es que yo sea un partidario absoluto de la modernización. La Iglesia debería, en primer lugar, volver a sus orígenes. Se trata de ver si todavía podemos apelar a Jesús de Nazaret o no. En mi libro describo una escena: es impensable que Jesús de Nazaret apareciera en una ceremonia del Papa, no tendría sitio. Es simplemente una manifestación de poder pomposa e imperial, donde todos aplauden y los señores de este mundo participan para ser vistos y recoger votos. Esa imagen no tiene nada que ver con la Iglesia que Jesús quería, es decir no tiene nada que ver con la comunidad de discípulos de Jesus. No se trata de modernizar a cualquier precio. En determinadas circunstancias, precisamente habrá que ofrecer resistencia a la Modernidad, justamente en los aspectos en los que es inhumana. He escrito suficientes libros críticos con la Modernidad, por ejemplo: “Anständige Wirtchaften” (Una Economía Honrada), que trata sobre la falta de moral de la economía. Lo que no puede ser es que adoptemos como solución la Edad Media, cuando lo que deberíamos es dar el paso de la Modernidad a la Posmodernidad.

Pregunta: Hans Küng apela a Jesús, el Papa apela a Jesús. ¿Qué puede hacer un laíco ante estos dos intentos de legitimación?

Küng: Debería leer la Biblia, así se daría cuenta de donde está Jesús. Cuando Ratzinger en calidad de teólogo, también como Papa, escribe sobre Jesús -aunque realmente no deberia escribir libros sino dirigir la Iglesia- lo hace sobre el Cristo dogmático que camina sobre la tierra. No habla de que Jesús contradecía a las instituciones religiosas de su tiempo, de que al final fue asesinado por los que se consideraban ortodoxos. Todo lo contrario, habla siempre del Cristo de los dogmas, de la Iglesia y de la administración.

Pregunta: Volvamos a los obispos. Ha mencionado que son todos muy fieles a la línea papal, y que se trata, de hecho, de un grupo hermético y estánco. ¿Cómo se ha llegado a esto?

Küng: Es como si el Papa pudiera nombrar él sólo a todos los obispos. Sobre todo se comprometen con su linea. Sucede literalmente como en el partido comunista, donde nadie tiene nada que decir salvo el jefe de Moscú. Por eso dicen todos los mismo. Si hablas individualmente con los obispos, te dicen: “Tiene Ud. razón, por supuesto, pero…”
Si tan solo hubiera un obispo en la República Federal Alemana que, por fin, dijera cómo está la situación, que así no se puede seguir, que se han de abordar reformas, se le echarían encima Roma y el Vaticano, que intervendrían a través del nuncio, etc. También tendría al resto de los obispos enfrente, en especial a la facción de Meisner, que intenta ejercer el terror sicológico en la Conferencia Episcopal y, naturalmente, a toda la curia romana. Tendría en contra a todo ese pequeño grupo de conservadores y sus agencias de prensa, las que difunden continuamente noticias. Tendría que ser muy fuerte. Aunque contaría, al menos, con el apoyo del pueblo.

Pregunta: En el centro de su critica está el sistema romano. Esta cuestión ya la hemos abordado. En la conversación previa a la entrevista ha comentado que preferiría no hablar de los casos de abuso sexual. No obstante, lo menciono porque hay un punto que deberíamos aclarar: ¿estos casos de abuso sexual son, desde su punto de vista, parte de un problema estructural? En su crítica al papado, habla Ud. precisamente de problemas estructurales.

Küng: Por supuesto. Siempre ha habido una animadversión hacia la sexualidad, no sólo en la Iglesia, también en la Antigüedad. Pero tenemos el problema del celibato del clero cuyo origen se remonta a las normas impuestas por los Papas del s. XI. No quiero decir, en absoluto, que el celibato desemboque ncesariamente en la homosexualidad o en el abuso sexual. En absoluto. Pero cuando decenas de miles de curas han de reprimir su sexualidad y, por muy buenos párrocos que sean, no pueden tener esposa ni familia, entonces tenemos un problema estructural. Estas condiciones hay que cambiarlas definitivamente. Aunque parece que es un tema sobre el que no se debe debatir. El Obispo de Rottenburg da una conferencia fabulosa sobre el Espíritu Santo, al que hay que abrirse, y se manifiesta a favor del diálogo; pero, al día siguiente, leo en la prensa -para gran decepción de muchos dentro y fuera de la diócesis- que el mismo obispo, que habla tan maravillosamente, ha suspendido una jornada sobre sexualidad en su propia academia. ¿Qué nos queda?

Pregunta: Esa jornada estaba prevista para finales de junio y el tema era la moral sexual actual.

Küng: Sí, y en lugar de asistir y defender sus ideas en las que está tan bien formado, escurre el bulto. Desautoriza a la directora de la academia y a todos los que quieren asistir. De esa forma deja claro que el diálogo del que habla no es más que una frase vacía.

Pregunta: ¿Cómo piensa que está actuando la Iglesia Católica con relación a los casos de abuso sexual?

Küng: Se sigue sin adoptar una postura clara, por ejemplo, sobre si los agresores deberán responder ante un tribunal civil o cómo se va a proceder, tal y como se deduce de las últimas noticias que llegan de Roma y de Estados Unidos. En Alemania dicen que ya se han disculpado y se da el caso por cerrado. Al mismo tiempo, ningún obispo quiere hablar de que sean cuestiones estructurales, ni de que hay que abordar de una vez por todas temas como el celibato de los hombres o la ordenación de mujeres. Pero, ¿por qué no?. Lo que se esconde detrás de ello, desde mi perspectiva, es simple y llana cobardía, lo contrario de esa franqueza apostólica que cabría esperar y de la que se habla en la Biblia, al igual que los apóstoles hablaban con libertad. Los obispos actuales callan. Y, si hay ocasión de ejercer su poder, lo ejercen.
Es una vergüenza que se abuchée al presidente de la Conferencia Episcopal Alemana en el Dia de la Iglesia. ¿Por qué? Porque él de forma arbitraria ha tomado la palabra con el fin de criticar el Memorando de los teólogos. Cuando el Memorando de los teólogos -firmado ya por 300- está redactado en términos exquisitos. Así no se puede seguir.

Pregunta: Hasta aquí el diagnósitico de la crisis. En este contexto recurre Ud. continuamente a la metáfora de la enfermedad, pasemos ahora a las propuestas para la terapia. Ud. tiene una imagen concreta de la reforma de la Iglesia. De nuestra conversación deduzco que la reforma que el Sr. Küng tiene en mente pasa por eliminar totalmente la institución de la Iglesia.

Küng: No, qué va, todo lo contrario. Me gustaría que reconstruyeramos la institución de la Iglesia desde abajo, por supuesto, con base en el Nuevo Testamente y en el humanitarismo.

Pregunta: Entonces, ¿hay que deshacerse totalmente de las estructuras actuales o no?

Küng: Hay que abolir, por supuesto, el absolutismo del Papa. Aunque se puede mantener y apoyar perfectamente una institución que dirija la pastoral, presidida por un obispo en Roma, siempre que sea en la dirección del evangelio. Podría tener incluso una función ecuménica. Lo que critico es que una única persona quiera decidirlo todo y, por ejemplo, que destituya a un obispo, como ha vuelto a hacer el Papa Ratziger, por primera vez desde el Concilio.
Tenemos el caso del obispo Morris de Australia. Se le destituyó porque dijo que no le quedaban curas y pedía la abolición del celibato y que se admitiera a mujeres al sacerdocio. Cuando se cesa a una persona de su cargo de esta forma sólo cabe concluir: esta no es la Iglesia de Jesucristo, esto es un sistema que exige una total identificación y ni siquiera a sus obispos les permite la menor divergencia.

Pregunta: No obstante, la institución del papado ¿le parecería aceptable si el Papa fuera más liberal, más abierto? ¿O diría que esta función del papado ya no está en consonancia con los tiempos que corren?

Küng: No. Siempre he estado a favor del equilibrio, del check and balance.Es bueno que haya una comunidad, también es bueno que haya algunas autoridades. Un hombre como Juan XXIII tuvo un efecto maravilloso en la Iglesia. Hizo más en cinco años que Wojtyla con sus docenas de viajes. Cambió toda la situación. Fue una gran oportunidad. No obstante, Sr. Casparry, he de confesarle que hoy tengo más confianza en las parroquias y no le quiero privar de una buena noticia que he recibido. Dos parroquias de Bruchsal, las comunidades romano-católicas de St. Peter y la comunidad parroquial de Paul Gerhardt, evangélica, escriben: “Damos por terminada la división que durante casi 500 años ha vivido la cristiandad en nuestra zona”. Y añaden -espero que se publique pronto-: “Reconocemos que en todas las parroquias firmantes se vive igualmente como seguidores de Cristo y como comunidades de Jesucristo. Reconocemos que en nuestras parroquias Jesúcristo nos invita a la mesa del Padre y sabemos que Él no excluye a nadie que quiera seguirle. Por la presente, manifestamos expresamente nuestra recíproca hospitalidad”.
Espero que haya muchas parroquias en Alemania que hagan lo mismo. Si los de arriba no quieren, a nivel parroquial podemos dar por superada y finalizada la escisión.

Pregunta: ¿Cómo se imagina Ud. esa Iglesia construida desde abajo? ¿Cuáles serían sus fundamentos institucionales? ¿No habría un riesgo de caos, de que la Iglesia se dividiera aún más en múltiples direcciones?

Küng: Lo que acaba de oir de Bruchsal es precisamente lo contrario a una escisión. Acerca a las parroquias. Y en la época del Concilio disfrutamos de gran unidad en la Iglesia. La división actual viene de arriba porque se ha intentado invalidar el Concilio, porque algunos están convencidos de que hay que volver a introducir la misa en latín. Ante estos hechos hay que protestar. Se puede ofrecer resistencia como en el caso de las monaguillas. Los creyentes dijeron simplemente: queremos que haya monaguillas y listo. Ahora, los de arriba intentan establecer que, al menos en las misas en latín, no haya mujeres. Necesitamos que haya una resistencia activa, de lo contrario la Iglesia se va a pique. Estamos en una situación desesperada, hemos perdido prácticamente a toda la generación joven. Esta es la diferencia con respecto a los países árabes donde cientos de miles salen a la calle. ¿Hay hoy 100.000 que salgan a la calle a pedir reformas en la Iglesia Católica? Continuamente me encuentro con padres que me dicen: “Sabe Ud. me da tanta pena que, siendo católicos convencidos, después de haber tenido siempre un buen ambiente familiar en casa, no consigamos que nuestros hijos participen en la Iglesia.”

Pregunta: Ha hablado de desobediencia civil. ¿Puede concretar? ¿Qué hacen los curas en las parroquias?

Küng: Los párrocos, en su mayoría, practican una desobediencia discreta. Si un padre evangélico se acerca a recibir la comunión, no le preguntan si es evangélico, tal y como se ha llegado a hacer en las jornadas de jóvenes de Colonia. Tampoco anuncian, tal y como se les vuelve a exigir, que de conformidad con el Papa, sólo determinadas personas puedan participar en la eucaristía. Los párrocos, los buenos párrocos, prescinden de esas normas y se las arreglan bastante bien. Aunque yo apoyaría que hubiera más párrocos como los de Bruchsal que sacaran a la luz su resistencia, de forma que la gente se de cuenta de que avanzamos.

Pregunta: ¿Es capaz la Iglesia Católica de iniciar ella misma la reforma desde dentro?

Küng: Bueno, conozco el sistema desde dentro y lucho por que se produzcan las reformas. Sé que tengo millones de personas de mi parte. En este sentido es cuestión de tiempo. Simplemente no podemos avanzar basándonos en un señor absoluto que prescribe lo que hay que hacer en el dormitorio (palabra clave: la píldora…) y que establece todas las normas desde su limitado campo de visión. Creo que la política papal ha demostrado ya ser un fiasco y no nos debería corromper más. La única pregunta que también se hizo el partido de la Unión Soviética, el partido comunista, es ésta: ¿hay algún Gorbachov que nos pueda sacar de este tugurio?

Pregunta: ¿Quiere decir eso que estaría a favor a de algo así como una Perestroika en la Iglesia? Eso requiere una personalidad muy carismática.

Küng: Reclamo una Glasnot y una Perestroika, especialmente para las finanzas de la Iglesia. Me gustaría saber cómo se pagan las cosas realmente en Roma, quién parte el bacalao.

Pregunta: Ese sería otro tema. La Perestroika sería para Ud…

Küng: … la independencia, sí

Pregunta: Veremos si sus ideas y su visión de la Perestroika caen en suelo fértil y qué pasa en los próximos 20 años dentro de la iglesia católica. Una vez leído su libro, me inclinaría por un cierto escepticismo y pesimismo. No obstante, se encuentra entre las cosas buenas, pienso.

Küng: Sólo puedo apelar y esperar que haya suficiente gente que se ponga en pie y, por fin, se rebele.

 

Fuente Religion Digital

Para entender quién fue Juan Pablo II. Un pontificado con contradicciones fatales. Por Hans Küng

El 17 de octubre de 1979 publiqué un balance del primer año en el cargo del papa Juan Pablo II. Fue este artículo, que apareció en varias publicaciones del mundo, lo que dos meses después dio lugar a que se me retirara la autorización eclesiástica para enseñar como teólogo católico.

Veinticinco años de pontificado han confirmado mi crítica. Para mí, este Papa no es el más grande, pero sí el más contradictorio del siglo XX. Un Papa con muchas y muy grandes dotes y con muchas decisiones equivocadas. Reduciéndolo a un único denominador: su política exterior exige a todo el mundo conversión, reforma, diálogo. En crasa contradicción con ella está su política interior, que apunta a la restauración del status quo ante Concilium y a la negación del diálogo intraeclesiástico. Este carácter contradictorio se manifiesta en diez complejos ámbitos de problemas:

1. El mismo hombre que defiende de puertas afuera los derechos humanos los niega de puertas adentro a obispos, teólogos y mujeres, sobre todo: el Vaticano no puede suscribir la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa; sería necesario cambiar antes demasiados preceptos del derecho canónico medieval-absolutista. La separación de poderes es desconocida en la Iglesia católica. En caso de disputa, la misma autoridad actúa como legisladora, fiscal y juez.
Consecuencias: un episcopado servil y una situación jurídica insostenible. Quien litigue con una instancia eclesiástica superior no tiene prácticamente ninguna oportunidad de que se le haga justicia.

2. Un gran admirador de María que predica excelsos ideales femeninos, pero que reba-ja a las mujeres y les niega la ordenación sacerdotal: siendo atractivo para muchas mujeres católicas tradicionales, este Papa repele a las mujeres modernas, a las que quiere excluir “infaliblemente” de las órdenes mayores para toda la eternidad y a las que en el caso de la anticoncepción incluye en la “cultura de la muerte”.
Consecuencias: escisión entre el conformismo exterior y la autonomía interna de la conciencia, que en casos como en el del conflicto de los consejeros de mujeres embarazadas también aleja a las mujeres de los obispos afines a Roma, lo que provoca el creciente éxodo de quienes aún seguían fieles a la Iglesia.

3. Un predicador en contra de la pobreza masiva y la miseria del mundo que, sin embargo, con su posición sobre la regulación de la natalidad y la explosión demográfica, es corresponsable de esa miseria: el Papa, que tanto en sus numerosos viajes como en la conferencia sobre población de la ONU en El Cairo tomó postura en contra de la píldora y del preservativo, podría tener mayor responsabilidad que cualquier estadista en el crecimiento demográfico descontrolado de numerosos países y la extensión del sida en África.
Consecuencias: incluso en países tradicionalmente católicos como Irlanda, España y Polonia, existe un creciente rechazo a la moral sexual y al rigorismo católico romano en el tema del aborto.

4. Un propagandista de la imagen del sacerdocio masculino y célibe que es corresponsable de la catastrófica escasez de curas, el colapso del sacerdocio en muchos países y el escándalo de la pedofilia en el clero, que ya es imposible encubrir: el que a los sacerdotes les siga estando prohibido el matrimonio no es más que un ejemplo de cómo este Papa también posterga la doctrina de la Biblia y la gran tradición católica del pri-mer milenio (que desconocen las leyes del celibato eclesiástico) en favor del derecho canónico del siglo XI.
Consecuencias: los sacerdotes son cada vez más escasos, su reemplazo inexistente, pronto casi la mitad de las parroquias carecerán de párrocos ordenados y celebrantes regulares de la eucaristía, hechos que no pueden ocultar la creciente importación de sacerdotes de Polonia, India y África ni la inevitable fusión de parroquias en “unidades eclesiales”.

5. El impulsor de un número inflacionista de beatificaciones lucrativas que al mismo tiempo, con poder dictatorial, insta a su Inquisición a actuar contra teólogos, sacerdotes, religiosos y obispos desafectos: son perseguidos inquisitorialmente sobre todo aquellos creyentes que destacan por su pensamiento crítico y su enérgica voluntad reformista. Del mismo modo que Pío XII persiguió a los teólogos más importantes de su época (Chenu, Congar, De Lubac, Rahner, Teilhard de Chardin), Juan Pablo II (y su Gran Inquisidor Ratzinger) ha perseguido a Schillebeeckx, Balasuriiya, Boff, Bulányi, Curran, así como al obispo Gaillot (de Evreux) y al arzobispo Huntington (de Seattle).
Consecuencias: una Iglesia de vigilantes en la que se extienden los denunciantes, el temor y la falta de libertad. Los obispos se perciben a sí mismos como gobernadores romanos y no como servidores del pueblo cristiano, y los teólogos escriben en conformidad o callan.

6. Un panegirista del ecumenismo que, sin embargo, hipoteca las relaciones con las iglesias ortodoxas y reformistas e impide el reconocimiento de sus sacerdotes y la comunidad eucarística de evangélicos y católicos: el Papa podría, tal como ha sido recomendado repetidas veces por las comisiones ecuménicas de estudio y practican mu-chos párrocos, reconocer a los eclesiásticos y las celebraciones de la comunión de las iglesias no católicas y permitir la hospitalidad eucarística. También podría atemperar la exagerada ambición medieval de poder frente a las iglesias orientales y reformadas. Pero quiere mantener el sistema de poder romano.
Consecuencias: el entendimiento ecuménico quedó bloqueado tras el Concilio Vaticano II. Ya en los siglos XI y XVI el papado demostró ser el mayor obstáculo para la unidad de las iglesias cristianas en libertad y pluralidad.

7. Un participante en el Concilio Vaticano II que desprecia la colegialidad del Papa con los obispos, decidida en ese concilio, y que vuelve a celebrar en cada ocasión que se presenta el absolutismo triunfalista del papado: en sustitución de las palabras progra-máticas conciliares (aggiornamiento, diálogo, colegialidad, apertura ecuménica), se vuelve ahora, en las palabras y en los hechos, a la “restauración”, “doctrina”, “obediencia”, “rerromanización”.
Consecuencias: No deben llamar a engaño las masas de las manifestaciones papales: son millones los que bajo este pontificado han “huido de la Iglesia” o se han retirado al exilio interior. La animosidad de gran parte de la opinión pública y de los medios de comunicación frente a la arrogancia jerárquica se ha intensi-ficado de forma amenazadora.

8. Un representante del diálogo con las religiones del mundo, a las que simultáneamen-te descalifica como formas deficitarias de fe: al Papa le gusta reunir en torno a sí a dignatarios de otras religiones. Pero no se percibe mucha atención teológica a sus demandas. Antes bien, incluso bajo el signo del diálogo sigue concibiéndose como un “misionario” de viejo corte.
Consecuencias: la desconfianza hacia el imperialismo ro-mano está ahora tan difundida como antes. Y esto no sólo entre las iglesias cristianas, sino también en el judaísmo y el islam, por no hablar de India y China.

9. Un poderoso abogado de la moral privada y pública y comprometido paladín de la paz que, al mismo tiempo, por su rigorismo ajeno a la realidad, pierde credibilidad como autoridad moral: las posiciones rigoristas en materias de fe y de moral han socavado la eficacia de los justificados esfuerzos morales del Papa.
Consecuencias: aunque para algunos católicos o secularistas tradicionalistas sea un superstar, este Papa ha propiciado la pérdida de autoridad de su pontificado por culpa de su autoritarismo. A pesar de que en sus viajes, escenificados con eficacia mediática, se presenta como un comunicador carismático (aunque al mismo tiempo es incapaz de diálogo y obsesivamen-te normativo de puertas adentro), carece de la credibilidad de un Juan XXIII

10. El Papa, que en el año 2000 se decidió con dificultad a reconocer públicamente sus culpas, apenas ha extraído las consecuencias prácticas: sólo pidió perdón para las fal-tas de los “hijos e hijas de la Iglesia”, no para las del “Santo Padre” y las de la “propia Iglesia”.
Consecuencias: la reticente confesión no tuvo consecuencias: nada de enmienda, tan sólo palabras, nada de hechos. En vez de orientarse por la brújula del evangelio, que ante los errores actuales apunta en dirección de la libertad, la compasión y el amor a los hombres, Roma sigue rigiéndose por el derecho medieval, que, en lugar de un mensaje de alegría, ofrece un anacrónico mensaje de amenaza con decretos, catecismos y sanciones.

No puede pasarse por alto el papel del Papa polaco en el colapso del imperio soviético. Pero éste no se derrumbó a causa del Papa, sino de las contradicciones socioeconómicas del propio sistema soviético. La profunda tragedia personal de este Papa es ésta: su modelo de Iglesia polaco-católica (medieval-contrarreformista-antimoderna) no pudo trasladarse al “resto” del mundo católico. Más bien fue la propia Polonia la que resultó arrollada por la evolución moderna.

Para la Iglesia católica, este pontificado, a pesar de sus aspectos positivos, se revela a fin de cuentas como un desastre. Un Papa declinante que no abdica de su poder, aunque podría hacerlo, es para muchos el símbolo de una Iglesia que tras su rutilante fa-chada está anquilosada y decrépita. Si el próximo Papa quisiera seguir la política de este pontificado, no haría sino potenciar aún más la monstruosa acumulación de problemas y haría casi insuperable la crisis estructural de la Iglesia católica. No, un nuevo papa tiene que decidirse a cambiar el rumbo e infundir a la Iglesia valor para la renova-ción, siguiendo el espíritu de Juan XXIII y, en consecuencia, los impulsos reformistas del Concilio Vaticano II.

 

Hans Küng es teólogo. © Hans Küng, 2003. Traducción de Jesús Alborés.

Hans Küng fue uno de los teólogos consultores más importantes del concilio Vaticano II

Fuente Servicios Koinonia

 

¿Quién necesita a Juan Pablo II santo?. Un intento más de disciplinamiento. Por Nicolas Alessio

“…la fuerza y la tenacidad con que defendió y proclamó el vínculo indisoluble de la Iglesia con Cristo y la integridad de la doctrina católica” [1]

 

Aquí esta el problema. Juan Pablo II no distingue entre Iglesia y Cristo. Eso quiere decir “vínculo indisoluble”. Y este “vínculo” lo defendió con “fuerza” y “tenacidad”. Por eso no extraña que, junto a esta identificación, se incluya “la integridad de la doctrina católica”. Nada que discutir, nada que reflexionar, nada que observar, nada que opinar, nada que criticar, nada que refutar, nada que pensar… solo acatar, custodiar y defender la doctrina católica. Por eso las advertencias, las persecuciones, las prohibiciones, las censuras y las condenas a todos y todas aquellos que se animen tan solo a “pensar distinto” de esta “integridad de la doctrina”. Esta posición supone una manera de entender a la Iglesia, un modelo de Iglesia.

La “canonización” de Juan Pablo II solo apunta a fortalecer ese modelo eclesial, es un intento fuerte para continuar disciplinando y ordenando hacia adentro. Se trata de fortalecer el modelo romano, centralizado, dogmático, cerrado. Y, como por doquier aparecen fisuras en este modelo, porque “el Espíritu sopla donde y como quiere” y no está secuestrado por el vaticano, se necesita un signo fuerte, una figura que de por si legitime esta concepción eclesial.

Juan Pablo II no es precisamente un “santo” del Vaticano II. Mucho menos un “santo” de los empobrecidos. En Latinoamérica lo sabemos demasiado bien. Juan Pablo II, en sintonía con, en aquel entonces cardenal Joseph Ratzinger, se empeñaron en desmerecer, advertir, corregir, censurar y estigmatizar a la “teología de la liberación”. Movimiento que, luego del Concilio Vaticano II, fue el “segundo gran acontecimiento histórico del siglo XX, abrió el diálogo con el mundo de lo social y lo político, en el encuentro con los pobres y en la praxis histórica de transformación social. Esta teología desató también una explosión de vitalidad y de mística, cuya manifestación mayor fue la multitud de comunidades de base esparcidas por la geografía universal y una pléyade de mártires literalmente jesuánicos, según el modelo de Jesús”[2]. Juan Pablo II será un santo del orden y la disciplina restauradora.

Benedicto XVI quiere darse el gusto presentar a todo el mundo y a todos los pueblos del mundo una manera de vivir, de pensar y de sentir que debe ser imitado. En definitiva eso es un “santo oficial” y eso pretende ser Juan Pablo II canonizado. Y este “modelo” no está ajeno a los avatares históricos. El “modelo” tiene connotaciones no solo “espirituales”, si no también ideológicas, políticas, sociales. Juan Pablo II “santo” es una manea de bendecir, de consagrar una concepción “imperial”, una concepción clausurada, de la Iglesia y también de la sociedad. Así decía María Vigil: “El máximo error de la Iglesia católica en ese mismo siglo ha sido el miedo a la dinámica de vida y de recuperación histórica que el Vaticano II y la Teología de la liberación despertaron, miedo que cristalizó en la elección de Juan Pablo II y su programa de freno y de retroceso. Como suele decir González Faus, su pontificado ha sido en muchos aspectos el pontificado del miedo, una actitud que aún mantiene cautivo al catolicismo, sin permitirle entrar verdaderamente en el «nuevo milenio»[3].

Aquí, el miedo, es un soporte de la identidad monolítica romana y de toda ideología conservadora, restauradora, dominante. Ese miedo es aún mayor bajo el pontificado de Benedicto XVI. Y no es el miedo que surge de manera prudente frente a una amenaza. Es el miedo de la soberbia de los que detentan el poder imperial. Este poder religioso es funcional al poder soberbio de los EEUU, por eso nadie se sorprendió cuando Jorge Bush y Benedicto XVI, al culminar su visita, dieran un comunicado en conjunto señalando que: “…hablaron de diversos temas de interés común para la Santa Sede y los Estados Unidos de América, entre ellos cuestiones morales y religiosas en las que ambas partes están comprometidas”[4]. Ambas partes comprometidas. Por eso tampoco nos sorprendimos ante las tibias declaraciones cuando comenzó la invasión a Libia, solo luego de un par de semanas, Benedicto pidió el cese de la agresión militar.

Sin embargo esta batalla por la hegemonía espiritual está a perdida. Para las sociedades actuales un santo mas un santo menos en el calendario es absolutamente insignificante. Para las grandes mayorías empobrecidas también. Solo resabios de la pompa vaticana. Tendrá sus ecos en las iglesias locales durante un tiempo corto, fortalecido por una puesta en escena mediática y no mucho más. Esta canonización será un esfuerzo inútil por parte del poder vaticano. Estamos en un tiempo donde ya hemos comenzado a creer de otra manera. A creer desligados de las tutelas institucionales y mucho más desligados cuando esas tutelas se expresan de manera autoritaria, autócrata. Vivimos una nueva espiritualidad. “Tras siglos viviendo la experiencia de un cristianismo como «la única religión verdadera”, hoy en día, la biodiversidad -también la religiosa- es percibida como un valor sagrado que no permite tales exclusivismos. Esta nueva conciencia está afectando ya a nuestra forma de vivir y de comprender nuestra espiritualidad y nuestro cristianismo”[5].

Cientos de miles de seguidores de Jesús y otros tantos de diversas religiones y credos, seguirán buscando y viviendo esa nueva espiritualidad. Una espiritualidad que expresa, celebra y se compromete con la libertad, la pluralidad, la diversidad y un hondo y profundo humanismo al servicio de los olvidados de la historia.

 

Nicolas Alessio, teólogo, en las vísperas del día del trabajador.

 

 

[1] Sesión de Apertura de la Investigación Diocesana sobre la vida, las virtudes y la reputación de santidad del Siervo de Dios Juan Pablo II (Karol Wojty?a) Sumo Pontífice, reflexiones conclusivas del Cardenal Vicario Camillo Ruini Roma, Basílica de San Juan de Letrán, 28 junio 2005

[2] A los 40 años del Vaticano II, Adiós al Vaticano II “No puesta al día, sino mutación” José María Vigil

[3] Idem

[4] Washington (Estados Unidos), 17 Abr. 08 AICA

[5] Cfr. RESUMEN DE LA PONENCIA ‘OTRA ESPIRITUALIDAD ES POSIBLE en Foro Social Mundial Nairobi, 15 Enero 2007

 

La Ley Natural. Por José Ma Castillo

En los comentarios, que hacen los visitantes de este blog, con frecuencia se recurre a la “ley natural”. Como es un asunto al que algunos le conceden notable importancia, me ha parecido que puede ayudar a los lectores aclarar algunas cuestiones relativas a esa ley.

Lo más elemental: en todos los manuales de filosofía y de ética (los que hablan de este tema), lo primero que se explica es que no es lo mismo la ley “natural” que la ley “positiva”. La ley “natural” (si es que existe) es la que está inscrita en la naturaleza del ser humano, de forma que todo ser humano, por el solo hecho de serlo, por eso lleva en sí la ley “natural”, como lleva en sí todo lo que es “natural” al ser humano, por ejemplo, respirar, tener hambre, sufrir, morir… La ley “positiva” es la que brota, no de la “naturaleza” humana, sino de una “autoridad” (religiosa, civil, militar…). Si la autoridad es religiosa, en ese caso, la ley ya no se percibe por la “naturaleza”, sino por la “fe” (por la “creencia”). El acto religioso no es nunca (ni puede serlo) una “necesidad natural”, sino que es siempre una “creencia libre”. Si deja de ser libre, deja de ser meritorio y, por tanto, deja de ser religioso. Por tanto, no se puede decir que los “diez mandamientos” pertenecen a la ley natural. Los diez mandamientos pertenecen a la Ley de Moisés. Y así los han vivido siempre los israelitas. Y no vale decir que fue Dios el que le dictó esa ley a Moisés. Aparte de que eso necesita sus debidas matizaciones, los que creen que esos mandamientos se los dictó Dios a Moisés, creen eso por un “acto de fe”, no por una “necesidad de la naturaleza”, que (por definición) es la misma para todos, lo mismo para los israelitas creyentes que para los habitantres de Australia o de la Patagonia.

No entro aquí a explicar las muchas y complicadas explicaciones que se le han dado a la llamada “ley natural”, desde Aristóteles, pasando por santo Tomás de Aquino, hasta los incontables comentarios que se han escrito sobre el concilio Vaticano II y sobra la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI. Lo que quiero dejar claro es que la idea misma de “Ley Natural” entraña, como supuesto previo, que existe una naturaleza común y esencial, que es igual en todos los seres humanos, independientemente de las condiciones históricas y culturales. Lo cual es evidente cuando se trata de cosas tan “naturales” como son, por ejemplo, las necesidades biológicas básicas. Pero, ¿se puede afirmar lo mismo de las exigencias de la moral católica, cuando se refiere, por ejemplo, al matrimonio monógamo e indisoluble y siempre abierto a la vida, a la prohibición tajante del aborto en todos sus supuestos, a la maldad de la masturbación o cualquier posible unión homosexual?

Como respuesta a esta pregunta, planteo la siguiente reflexión. Tanto en antropología, como en paleontología o biología, se da por demostrado que la existencia de la especie humana, que “alcanzó el tipo de inteligencia necesario para establecer una civilización”, existe desde hace cien mil años (E. Mayr, en Bioastronomy News, 7, nº 3, 1995). De estos cien mil años, sólo conocemos por la historia unos cinco mil. Es decir, los seres humanos han vivido en este mundo seguramente 95.000 años sin que sepamos casi nada de cómo vivían y menos aún de las ideas morales que tuvieran o pudieran tener aquellos lejanos y desconocidos antepasados nuestros.

Pues bien, si efectivamente existe la llamada “ley natural”, y esa ley incluye todo lo que enseñan algunos libros de moral y no pocos catecismos, entonces hay que suponer que toda la gente, que ha habido en el planeta Tierra desde hace cien mil años, veían y pensaban que eran cosas malas y perversas la fornicación fuera del matrimonio, el matrimonio que no se restringía a la unión entre un hombre y una mujer, como compromiso indisoluble y abierto siempre a la vida, además pensaban que la masturbación era una cosa antinatural, al igual que las relaciones homosexuales, por no aludir a prohibiciones más sutiles de la moral católica como los malos pensamientos, las malas miradas y los malos deseos.

Si es que tomamos en serio la existencia de la ley natural, vamos a tomar en serio también sus exigencias y sus consecuencias. Pero, ¿se puede tomar realmente en serio que los hombres y las mujeres de hace 50.000 o 70.000 años, cuando copulaban o se apareaban, para procrear o simplemente para satisfacer un instinto natural, tenían en sus cabezas todo lo que dicen algunos moralistas católicos que es obligatorio “por ley natural”?

“Natural” es comer o dormir. Por eso comían y dormían las gentes de hace miles de años. Como ahora lo hacen los individuos de tribus amazónicas o africanas; y lo hacemos en Europa y Asia. Pero, ¿es imaginable que suceda lo mismo cuando nos ponemos a hablar de las propuestas éticas de Sófocles o Aristóteles, de Cicerón y Lactancio, de Tomás de Aquino y F. Suárez, de los manuales de Arregui y Zalba, de los catecismos de antes del Concilio, durante el Concilio y después del Concilio?

Yo aconsejaría simplemente que, cuando hablamos de temas que tienen una larga y complicada historia, por lo menos nos informemos debidamente antes de hablar.

Fuente: Teología sin censura

El Dios de Francisco no es amigo de violentos ni bendice cruzadas. Por Eduardo Marazzi

Premisa

A) Estas breves reflexiones que en el franciscanismo son cosas repetidas y aceptadas sin mayores dificultades, nacieron, en parte, como una respuesta a unas afirmaciones que con petulancia y con ánimo de discordia hiciera un conocido vaticanista (V. Messori) respeto a la participación de Francisco en la quinta cruzada. El artículo de Messori (ultraderecha vaticana) acusaba los frailes del Sacro Convento de Asís de haber manipulado la conciencia de Juan Pablo II en la preparación y realización del famoso encuentro de todas las religiones en Asís. Por instigación de los frailes conventuales los índigenas americanos habrían entrado en la Basílica Inferior y bailado sus danzas sacrílegas en el altar mayor. Dejo de lado esta inconsistente acusación. Pienso – abriéndo paréntesis – que si tales danzas se hubieran realmente “danzado” en nada hubieran profanado la Basílica – al menos no más de lo que hubieran podido hacerlo la presencia y la celebración de tantos obispos y curas de no siempre muy buena y sana reputación que a lo largo de los siglos la han visitado.

En ese artículo se presentaba un Francisco “capellán militar” de las fuerzas de la quinta cruzada, las cuales tenían como delegado pontifício un belicoso (el adjetivo es mío) e impaciente cardenal llamado Pelagio. No es que tenga nada contra los “capellanes militares” – si bien nunca entendí cuál es el fundamento evangélico por el cual un cura bendice cañones, pistolas, misiles nucleares, bombas atómicas y toda clase de armas de destrucción de masas. A lo cual, no satisfecho de tanta sacramentaria, agrega una liturgía solemne, en la cual reza para que su Dios destruya y siembre el pánico entre las filas enemigas. Sin polemizar con esa figura una cosa es cierta: Francisco no participó como capellan militar. No fue a Damasco para bendecir las espadas y demonizar los musulmanes. La fe de Francisco es la fe de Jesús, de Aquel que da sin medida y ama sin discriminaciones. Es la fe que se propone, no la fe que se impone. De esto nos ocupamos en estas reflexiones.

1.- Una fe que dialoga y no es indiferente al mundo

1.1) Francisco de Asís, a diferencia de Adán, no juega a las escondidas y no busca ninguna excusa a la hora de responder a la llamada del Amor. El amor del cual Francisco será inimitable mensajero no conoce vacaciones ni es un amor que se identifica o se confunde con la imagen de un Dios padre-patrón, vampiro celeste que coarta o empobrece las potencialidades humanas. El amor del cual Francisco testimoniará el vigor y la ternura no es un amor narcisistico que pone al centro el yo y considera lo otro, lo distinto como un simple instrumento a su servicio ni tampoco es el amor que encurvandose sobre sí mismo lamenta egocéntricamente sus dolores.

Considerando seriamente Dios y el Evangelio, Francisco jamás se escondió detrás de elaborados discursos o racionales excusas para evitar el encuentro con los otros y liberarse del imperativo ineludible del don de sí y de la misericordia. Es esto lo que quiere decir el elogio que hace Buenaventura cuando se refiere al deseo de servir que, como un fuego, ardía aún en el corazón de Francisco no obstante “su cuerpo estuviera desgastado ya por el trabajo y el sufrimiento” (LM 14, 1) y no fuera lejana la “hermana” muerte. “En efecto – dice Buenaventura – no hay puesto para la enfermedad ni para la pereza allí donde el estímulo del amore apremia siempre a empresas mayores” (LM, 14, 1)

1.2) Habitado y habitándo en modo radical la lógica oblativa, la lógica que dona el yo sin discriminación y sin medida, Francisco hará de su fe y de tal lógica los únicos medios para encontrar y hablar con los otros, sean estos otros creyentes o no, gente de buena fama o indeseables, nobles o ladrones, hombres de reconocida santidad o calificados como peligrosos e infieles.

El Dios de Francisco no es una divinidad privada, no es un Dios intimista ni es rehén de la sacristía. El Dios de Francisco recorre los caminos del mundo, dialoga y pacifica. Testimonio del rostro dialogante del Dios de Francisco es la ciudad de Arezzo que había caído en luchas internas y sangrientas, el podestá (intendente) y el obispo de Asís, la ciudad de Perusa, de Siena, de Boloña, el famoso “lobo” de Gubio, el sultán de la ciudad de Damasco… Para hacerla breve, se trata de conflictos en los cuales – como se dice de la ciudad de Boloña – “el furor violento de antiguas enimistades había llegado hasta el esparcimiento de tanta sangre”. Con plena razón, Antonio Merino, uno de los pensadores más vigorosos en el área del franciscanismo de habla española, subrayaba que “la experiencia religiosa de Francisco no fue un fenómeno puramente intimístico, afectivo y subjetivo, sino que se tradujo hacia el externo en palabras, gestos y en comportamientos coherentes” (J. A. Merino, Humanismo franciscano).

1.3) A propósito del popular episodio del lobo de Gubio recuerdo que, sea considerado como una leyenda o no, el texto tiene un valor altamente educativo – y sobre todo hoy. El texto hace referencia al conflicto entre el centro y la perifería. Entre el centro, lugar de los recursos, del bienestar, de la seguridad, y la perifería, o sea, el lugar de la pobreza, de la inseguridad, de los riesgos, lugar en el cual – y no por casualidad – se manifiesta en forma cruel la fuerza homicida por la carencia de todo aquello que satisface las necesidades primarias que, en el caso de este episodio, se identifica con lo que es fundamental para sobrevivir, es decir, el alimento, la comida.“Yo sé bien – dice Francisco al lobo – que por hambre has cometido el mal que has hecho” (Florecillas, cap. XXI).

1.4) El Dios de Francisco, por lo tanto, no es un Dios alienante, sublimación de patologías afectivas que se consume sentimentalisticamente entre los pliegues ocultos de un corazón solipsista y que es benévolo a los ritos propiciatorios de carácter infantil. Se trata de un Dios que exige, sin caer por esto en cruzadas imperialísticas, el encarnarse del yo en la historia cotidiana respetando siempre la “capacitas Dei in homine”.

En este sentido recuerdo que en las biografías de Francisco, escritas en un momento particularmente violento de la práxis de la iglesia, momento en el cual las cruzadas formaban parte de la expresión del todo normal de la iglesia, no hay ninguna huella de un Dios feudal, amigo de los violentos o perseguidor de los enemigos. En efecto, como nos recuerda un testimonio ocular de las prédicas de Francisco, el presbítero Tomás de Spalato, “toda la substancia de sus palabras miraba siempre a apagar las enemistades y a poner los fundamentos de nuevos pactos de paz”.

Francisco, secuáz del paradigma divino, es decir del Cristo que acoje todos sin rechazar a ninguno, ha aprendido a amar y a encarnarse en la historia viviendo en modo no dicotómico o divisibile la unión entre la fe y la obra, el credo y la práxis, el pensamiento y la acción. Francisco no se ha dejado fagocitar por el mundo pero no ha estado jamás ausente del Getsemani del propio tiempo. Sabía que no se puede acojer el Dios que dona el propio Hijo y a su vez quedarse sentado en la sombra protegiéndose del sol bajo la “planta de ricino”, esperando asistir a las caídas de las Babilonias, sin ocuparse responsablemente de ellas, sin hacer el intento de “restablecer la paz” entre los hombres, sus hermanos, que no pocas veces las transforman en infiernos.

2.- Algunas reflexiones acerca de Francisco y la quinta cruzada

2.1) La fe de Francisco no es una fe de sacristía ni una pía devoción sin resonancias en la vida pública. Su fe le impone hablar, le impone no quedar en silencio ante ciertas situaciones que ponen en serio riesgo la vida de los hombres, sus “hermanos”, como ocurrió en el episodio de Damasco, en plena cruzada. La fe le impone hablar, pronunciarse “aún a costo de ser tratado como un loco” (2Cel 4, 30).

Permanecer en silencio, o a parte, cuando se sabe que el ataque de los cruzados a los musulmanes, promovido sobre todo por el delegado papal, el luciferino cardenal Pelagio (el jefe militar de la cruzada, prefería no atacar las murallas de Damasco) terminará en una masacre (hubo más de cinco mil muertos en las filas de los cristianos) es imposible – como le confiesa a uno de sus compañeros. “Si callo – dice Francisco – no podré huir al reproche de mi conciencia”. Esto nos indica que si Francisco no fue un “pacifista” fue, sin embargo, como bien dice Juan Pablo II, “un pacífico”, es decir, un conciliador y un operador de la paz”. Por lo tanto, todos aquellos que están en sintonía con su espíritu y lógica son invitados a ver en él el artesano de un método pacífico respecto a la relación con el Islám, religión “otra”, diversa de la cristiana y que en aquel momento asume la función de la alteridad cuya presencia es de por sí una terrible amenaza.

2.2) En este contexto, quiero hacer referencia a un dato que tiene más bien un tono polémico y puede ayudar a comprender el por qué del método pacífico de Francisco. Antes de su conversión, cuando en su juventud formaba parte de las fuerzas del emperador, comandadas por el caballero Gentile, ejércigto que se dirigían a la zona pugliese para luchar en defensa de los derechos del papa Inocencio III, Francisco tuvo un sueño. Estaba acampado en el valle de Espoleto y en sueños escuchó una voz que decía: “Francisco: ¿por qué abandonas el patrón por el siervo y el príncipe por el súbdito?”. Esta voz inquieta a Francisco y lo pone frente a una encrucijada. Y Francisco responde a la voz diciendo: “¿Señor que quieres que yo haga?” (2Cel 2, 6).

Es fundamental recordar que quien tomó la decisión de hacer la guerra, quien firmó el decreto para las cruzadas fue el papa Inocencio III, el cual amaba llamarse “Siervo de los siervos”. Y bien, ¿qué nos quiere decir el texto con la voz que escucha Francisco, texto que está en un cuadro histórico bélico no insignificante?  Es evidente que la voz que siente Francisco lo pone frente a un gran dilema: ¿Quién puede favorecer más, el siervo o el señor? ¿Por qué buscas al siervo y no al señor? Dicho con otras palabras: obediencia a Dios, el “patrón”, o la obediencia al Papa, es decir al “siervo”.

Quien tenga una mínima idea de lo que estoy diciendo, seguramente tendrá  que dejar de lado la imagen de un Francisco idílico, romanticón, embelesado de la natura y ajeno a los conflictos que laceran a los hombres y en los cuales está involucrada la iglesia en prima persona. Francisco responderá a la voz, ejerciendo el discernimiento. Optará por el Señor y no por el siervo.

Sin por eso abandonar la iglesia, sin por eso criticar con panfletos, pergaminos o cartas de protestas, Francisco hará su opción. Opta por el Patrón y no por el “siervo”, opta por el Principe y no por el “súbdito”, optará por el Evangelio y no por los criterios guerreros del Papa. En otras palabras, no sigue el papa en una guerra fraticida la cual no propone la fe sino que más bien la impone y a costa de la vida de los otros. Francisco dice un rotundo “no” a la Iglesia que, en esos momentos, había hecho de las cruzadas su forma de vida y, en consecuencia era más amiga del Cesar que del Evangelio, confiando más en la espada que en la lógica oblativa. Esta última no es otra cosa que la lógica del Cristo que ha llamado “amigo” a Judas, el traídor, y ha dado sí mismo para que los hombres tengan vida, y la tengan en abundancia.

Francisco, dicho en pocas palabras, permanece, en ese momento crucial, a diferencia de la iglesia guerrera de su tiempo, anclado, aferrado al ejemplo de Cristo y al enseñamiento del evangelio. Es así que se hace presente entre los musulmanes con la disposición total “a morir antes que a matar”. Y esto significa dar una vuelta radical a la lógica immoral de las cruzadas y a la ideología que la sostiene conocida como malicidio. Esta teoría argumentada por el gran maestro de “espiritualidad” (?) monástica Bernardo de Claraval – y retomada por los militares de América latina en la triste época de la Doctrina de Seguridad Nacional – sostenía que “cuando un caballero de Cristo mata el malhechor, su gesto no es homicida, sino, si puede decir así, ‘malicida”; él es en ese momento en todo y por todo el agente de la venganza de Cristo sobre aquellos que cometen el mal” (G. Duby, Lo specchio del feudalismo, Bari-Roma, Laterza, 1980, pag. 287).

Para Francisco, en cambio, el malicidio tiene lugar versando la propia sangre y no la sangre de los otros.

2.3) Cae así la sabiduría pesimística de la antiguedad y que en mayor o menor medida ha alimentado períodos turbios e immorales de la iglesia, es decir, cae el noto “homo homini lupus”. Francisco indica otra vía porque para quienes se han dejado plasmar por la lógica oblativa, que da todo sin nada pedir en cambio, – la lógica del Cristo – esta prohíbido vertir en la guerra la sangre preciosa del otro, siempre “otro”, es verdad, pero siempre “hermano”. Configurado por la lógica crística que es la actitud evangélica, corazón y expresión del Amor del Amante entre nosotros, para Francisco de Asís el Islám no era ya el imperio del mal los demonios en tierra, sino una porción electa de la familia humana que sólo la violencia de los cristianos había hecho sorda y ciega a la voz y a la luz del Evangelio.

3.- Una enseñanza

3.1) Es un hecho innegable que el resultado de la presencia de Francisco en la quinta cruzada no tuvo mucho éxito. El sultán Melek – el Kamel, escuchó atentamente sus palabras, quedó sorprendido de la bondad y sabiduría de Francisco, sobre todo porque se acercó a dialogar sin llevar armas ni escudos, como hacían los otros cristianos. El sultán no se convirtió al cristianismo. Tampoco Francisco obtuvo el martirio – una forma radical de testimonianza muy apreciada en esa época.

Es interesante aquí recordar lo que dice un observador o cronista de aquellos tiempos, llamado Ernoul acerca de la quinta cruzada. El cronista escribe que Francisco “notó el mal y el pecado que comenzaban a crecer y a expandirse entre la gente del campamento que Francisco dejó la cruzada muy disgustado”

3.2) De todos modos su esfuerzo de encuentro con la alteridad, con aquellos que son “otros”, no fue en vano porque el ejemplo de Francisco ha inoculado una semilla de aquella voluntad de coloquio y de ecumenismo entre los hombres de diversa cultura, estirpe, religión, que están entre las iniciativas más importantes de nuestro tiempo.

3.3) Todo esto ayuda a comprender que para Francisco la verguenza y la traición al Dios de la lógica oblativa, se identifican con una espiritualidad atemporal, ahistórica, es decir, indiferente a los conflictos de la historia. La lógica oblativa de la cual, siguiendo las huellas del Cristo, Francisco es uno de los testimonios más creíbles no sólo en Occidente sino también en Oriente, es la única lógica que permite encontrar el otro en cuanto otro, en cuanto distinto y establecer un puente, sin por esto invadirlo, obligándolo por fuerza a plegarse a ciertos criterios que por muchas razones rechaza.

3.3) Agrego, para terminar, que si es verdad que el Oriente musulmán  tiende ( y me disculpen el neologismo) a mezquitizar las discotecas no es menos verdad que un Occidente arrogante e imperalista tiende a“discotequizar” las mezquitas – y esta acción denigrante tiene muchas veces la bendición de la jerarquía eclesiástica o es acompañada de un cómplice silencio. No ha sido ésta la actitud y el comportamiento de Francisco.

Libre de ideologías y partidismos, Francisco anuncia la paz que viene desde el Alto. A la pregunta: ¿dónde está tu hermano? pregunta a la cual Caín responde evasivamente, Francisco, en cambio, “movido a compasión”, es decir, mirando con misericordia los hombres que se masacran mutuamente, responde en prima persona, es decir, haciéndose presente en estos bélicos conflictos, restaurando en cuanto es posible, aún a riesgo de perder la vida, la paz y la armonia.

Identificándose siempre más con el amor donativo del Cristo, Francisco no se fía ni de la diplomacía ni de la espada. Se hace presente en las “zonas rojas” armado – como dice su biógrafo san Buenaventura – no con la espada sino con la fe. En modo excelente Merino retrata este aspecto de Francisco diciendo: “no es un democrático declarado ni un filántropo comprometido, sino un creyente que toma en serio Dios y el Evangelio. Es un cristiano convencido y coherente que ha sembrado una fe viva en el corazón de la realidad social, sin por eso jamás comprometerse con la política. Su autonomía y espontaneidad no se hubieran jamás conseñado a cualquier ideología que pudiera hipotecar su libertad”.

Conclusión

Francisco no ha sido el “capellán militar” de las cruzadas. Decidió ir a Damasco por su cuenta y no en función de bendecir la sed de conquista de la iglesia. Su propósito era dialogar con el sultán y anunciar la fe cristiana, anunciar el Dios de Cristo y el Cristo de Dios, rostros en los cuales, todos los hombres – ésta es la fe de Francisco – se pueden espejar, encontrarse, reconocerse, “salvarse”. Fue, como era su costumbre, provisto de fe y no de espada, habitando la lógica de la gratuidad que es la lógica de la mano abierta y no del puño cerrado que sólo para depredar se abre o para empuñar el cuchillo y cancellar la diferencia que no se deja dominar o se opone a sus intereses.

El Dios de Francisco no es amigo de violentos ni bendice cruzadas porque es el Dios de la gratuidad el cual no siempre es vivido ni testimoniado por la Institución y las comunidades locales. Aún así, Francisco no abandonó nunca la iglesia. Si la “criticó” lo hizo desde dentro, inaugurando caminos diversos alimentados por la lógica oblativa que ejerce la projimidad sin discriminaciones y no bendice la lucha armada porque es la lógica de Aquél que dona sí mismo a todos, incluyendo a quienes lo torturan y lo transpasan con la lanza.  Una lógica que la iglesia de su tiempo, más cerca del Cesar que del Evangelio, no digería facilmente, y que aún hoy (al menos una parte importante de la jerarquía) en ciertas situaciones en las cuales ve en peligro su imagen, su poder y su incidencia en el ámbito social y político, parece olvidar de buenas ganas.

Por qué nos quedamos. Por Guillermo “Quito” Mariani

Muchos se lo preguntan. ¿Por qué varios entre  ustedes los curas que se manifiestan absolutamente  conscientes de las deficiencias de la Iglesia, no se apartan definitivamente de ella en lugar de criticarla tan duramente?

Si se mira a la Iglesia como un Club con reglamento aceptado por todos, la pregunta sería muy lógica y también indicaría lo razonable que sería abandonarla.

Pero,  se trata de una comunidad de seguidores de Jesús de Nazaret que por distintas circunstancias históricas, institucionalizándose, se ha confundido en muchos aspectos con el poder temporal, sin renunciar a presentarse como continuadora del mensaje y el testimonio de Jesús. En ella el “reglamento” establecido, a pesar de todas las irregularidades que contiene, no se extiende más allá de la aceptación de las verdades evangélicas fundamentales y del establecimiento de normas que son consecuencia directa de las mismas. Cada cristiano que ha ratificado su bautismo como inserción a esta iglesia y cada sacerdote que ha sido ordenado para el servicio de la comunidad, no tiene por qué someterse a otros requisitos. Quedan entonces exceptuadas todas las disposiciones o conductas que excedan o contraríen aquellos principios. Ya esto, de por sí, constituye una causa para defender el derecho a permanecer, con disentimientos, en la Iglesia.

En el caso de los sacerdotes, la misión de servicio aceptada no como una función sino como un compromiso de vida, supone una actitud muy firme en defensa de la verdad, la fraternidad y la justicia como valores de la sociedad designada en el N.T como “reino de Dios”. Y éste compromiso se cumple más eficazmente desde el ejercicio del ministerio, desde adentro, porque se está más en contacto con la realidad eclesiástica y todos sus pormenores y  también en relación más íntima con la comunidad cristiana, que tiene derecho a pensar con adultez. Éste es un segundo motivo muy importante.

¿Pero no será que preferimos permanecer como curas porque la iglesia nos mantiene y sería muy duro empezar de nuevo, sobre todo cuando se tiene cierta edad límite para acceder al campo laboral o profesional? Efectivamente aquí hay otro motivo, cultivado por la misma iglesia oficial, ya que en la formación de los sacerdotes ha evitado cuidadosamente toda capacitación y título que no se redujera a lo estrictamente cultual y al conocimiento de las ciencias eclesiásticas. Además, no tiene previsto, o mejor es absolutamente excluyente de la opción de conceder algún beneficio parecido a jubilación o subsidio, para quienes hayan servido pocos o muchos años, cuando se apartan del ministerio. Éste motivo muy fuerte de por sí, no influye demasiado para los más jóvenes con posibilidades de inserción en la sociedad civil y, generalmente, liberados por el enamoramiento, de la disciplina del celibato.

Para mí personalmente, que entre mis 26 y mis 30 años, estuve muy próximo a abandonar no sólo el ministerio sino también la iglesia, permanecer en ella como sacerdote, a los 83, aunque sin someterme a muchas disposiciones que creo claramente erróneas e interesadas, y poniendo corazón en cada una de las que realizo a pedido de quienes me conocen, significa no querer desprenderme de 50 años de comunicación y búsqueda compartidas con tantos hermanos que han dado a mi historia personal un sentido muy particular y profundo.

José G. Mariani (pbro)

La violencia en la Iglesia. Por Camilo Macisse

Hablar de violencia en la Iglesia puede parecer un contrasentido. Violencia, en efecto, implica fuerza (vis) física, moral o psicológica para imponer y coartar, para forzar y obligar. Y esto sería contradictorio e impensable en la comunidad de creyentes fundada por Jesús, nuestra paz, que vino a liberarnos de toda esclavitud y opresión; que “destruyó el muro de separación: el odio, y de los dos pueblos ha hecho uno solo… [y] los reconcilió con Dios por medio de la misma cruz” (Ef 2, 14.16); que edificó su iglesia en el amor a Dios y al prójimo, incluso al enemigo (Mt 5,43-48). Sin embargo, la historia de la Iglesia, divina y humana a la vez, nos hace ver que la violencia ha sido practicada por ella hacia dentro y hacia fuera de la misma suscitando o tratando de reprimir conflictos entre la autoridad jerárquica y la base, entre interpretaciones tradicionales de la fe y nuevos acercamientos a la misma, entre exegetas, teólogos, moralistas y magisterio, entre institución y carisma, entre iglesia y sociedad.

Nuestra reflexión no es sólo teórica. Tiene en cuenta también la historia pasada y reciente en la vida de la iglesia junto con experiencias personales o testimoniales en el presente del pueblo de Dios que peregrina como signo pobre e imperfecto del Reino de Dios. Estas experiencias actuales no son simples anécdotas aisladas sino líneas de dirección que caracterizan habitualmente el modo de actuar de organismos centrales de la iglesia.

1. El trasfondo de la violencia eclesial

Al analizar el trasfondo de la violencia eclesial hay que tener en cuenta los comportamientos psico-sociológicos de los individuos y de los grupos humanos con todas sus tensiones en la esfera relacional y con sus causas personales y estructurales. Igualmente hay que superar visiones maniqueas que identifican el poder con el mal y que juzgan siempre negativamente desde el punto de vista moral a quienes lo ejercen en la sociedad y en la Iglesia. Puede existir y de hecho se da un estilo evangélico de practicar la autoridad (Mt 20,24-28). Esta aclaración permitirá encuadrar con realismo las experiencias de violencia en la iglesia y de evitar, al mismo tiempo, juicios moralmente negativos sobre las intenciones de quienes de hecho la practican en forma consciente o inconsciente. No se trata, por tanto, de enjuiciar a las personas que casi siempre proceden guiadas por el deseo de salvar la identidad eclesial, de proteger lo que consideran el bien y la verdad.

La tensión de dos movimientos presentes en los grupos humanos

Todo grupo humano estructurado vive la tensión entre dos movimientos: uno centrípeto y uno centrífugo. El primero se preocupa de conservar la identidad; el segundo de encarnarla y renovarla con dinamismo y creatividad para que el grupo se mantenga con vida y para que su existencia continúe teniendo sentido. Ordinariamente el movimiento centrípeto está representado por quienes tienen el poder y la autoridad. Una parte de la base, en cambio, tiende más fácilmente a buscar caminos nuevos, a transformar las estructuras, a cuestionar los aspectos organizativos del grupo. Ambas tendencias pueden querer imponerse a través de una cierta violencia. Si el movimiento centrípeto predomina y se impone, el grupo obligará a sus miembros vivir una identidad estática en el sometimiento y la uniformidad. Si, por el contrario, vence el movimiento centrífugo, el grupo corre el peligro de la dispersión y la fragmentación que conducen a la pérdida de la propia identidad. La superación de este doble peligro se dará en la integración armoniosa de ambas tendencias a través del diálogo y de la aceptación de un pluralismo en la unidad.

En la iglesia tenemos dos aspectos necesarios y complementarios: el institucional y el carismático que, de ordinario, concretizan los dos movimientos de los grupos humanos: lo institucional, el movimiento centrípeto; lo carismático, el centrífugo. La iglesia en su aspecto institucional valora más la recta doctrina, la disciplina, la organización, y la cohesión protegiendo su identidad por medio del dogma, la ley, el poder centralizado. En su aspecto carismático, la iglesia da más importancia a la recta praxis, a las relaciones fraternas, a la cercanía con la gente, especialmente con los pobres, a la denuncia profética. Vive y promueve la solidaridad, la inculturación del evangelio, la corresponsabilidad, la descentralización y la práctica del amor cristiano con su dimensión social para promover la justicia en el mundo. Aquí también, como en todo grupo humano, el camino para resolver las tensiones que surgen es el del diálogo que conduzca a la aceptación de la diversidad en la unidad construida alrededor de lo que es realmente esencial.

El modelo de Iglesia

El modelo de Iglesia (la forma como la Iglesia se entiende a sí misma y se presenta a los demás) influye igualmente en la forma de concebir y de ejercer el poder. Ese puede conducir a la violencia que impone o al servicio abierto a la confrontación y al diálogo en la búsqueda de la verdad y de los caminos de Dios para la iglesia.

Durante muchos siglos, a partir del Edicto de Constantino (s. IV), prácticamente hasta el Vaticano II, predominó el modelo de iglesia como sociedad perfecta con fuerte acentuación en lo jerárquico que llevó a distinguir dos categorías de cristianos: el clero junto con la vida religiosa por un lado y los laicos, por otro; la iglesia docente(que enseña) y la iglesia discente (que aprende); la jerarquía que gobierna, decide, determina y el laicado que obedece, acepta y ejecuta. En ella las distinciones se dan piramidalmente, por una jerarquía de carismas. El primer puesto lo ocupan quienes ejercen la autoridad. En ella se concentra casi todo el poder.

El Concilio volvió al modelo bíblico de iglesia y la presentó nuevamente como una iglesia de comunión, pueblo de Dios y sacramento del Reino. En ese modelo las relaciones entre los carismas parten del objetivo de los mismos que es el de favorecer la unidad en la diversidad. Las distinciones no se tienen primordialmente por el orden jerárquico sino por el tipo de servicio. Este modelo de iglesia exige un modo nuevo de ejercer la autoridad. Por desgracia, en el período posconciliar, el discurso teórico en esta línea está siendo frecuentemente desmentido por una praxis eclesial caracterizada por un creciente centralismo, autoritarismo, dogmatismo y juridicismo generadores de exclusión al estilo del modelo anterior de iglesia-sociedad perfecta.

2. Manifestaciones de violencia en la iglesia

En la iglesia actual no se aplica más la violencia física que se practicó en el pasado cuando religión y estado estaban estrechamente unidos. Entonces los disidentes en el campo dogmático como moral eran considerados como miembros desintegradores de la identidad cristiano-católica y social. Aun sin aceptar la leyenda negra de la inquisición, (que también existió en el campo protestante), no se pueden negar hechos inaceptables de condenación de parte de la iglesia como el de consignar a los considerados herejes al “brazo secular” para ser torturados o incluso ejecutados por su falta de ortodoxia o por su rebeldía a la autoridad eclesiástica. En el mundo moderno y posmoderno esa forma de violencia ha desaparecido en la iglesia. Quedan con todo, otras formas de violencia moral y psicológica que siguen siendo practicadas en la institución eclesial y que son manifestaciones de un tipo de poder que no tiene en cuenta el derecho a una legítima diversidad en la iglesia y la exigencia evangélica del diálogo y de la superación del miedo. A la luz de la experiencia puedo señalar algunas de esas violencias, que son práctica muy frecuente en la iglesia, sobre todo en algunos dicasterios romanos.

La violencia del centralismo

El centralismo es una forma refinada de violencia porque concentra el poder de decisión en una burocracia eclesiástica, lejana de la realidad de la vida, ignorante de los desafíos que enfrentan los creyentes en las diferentes circunstancias socio-culturales y eclesiales, incapaz de admitir la pluriformidad. De ese modo se ejerce la violencia al tratar a los creyentes de todas las categorías, desde las conferencias episcopales hasta los grupos de laicos pasando por la vida consagrada, como menores de edad, necesitados de una superprotección y de una disciplina impuesta con criterios miopes.

En el período posconciliar se ha ido destruyendo poco a poco el esfuerzo de descentralización iniciado por el Vaticano II y el camino de la colegialidad episcopal. Incluso los sínodos episcopales convocados periódicamente están controlados en su metodología y en la elaboración de sus documentos por la Curia romana. En la mayor parte de los sínodos ha habido obispos que han denunciado inútilmente la violencia de este control aplicado por mentalidades neo-conservadoras bien estructuradas y con mucho poder para tratar de imponer su punto de vista y sus decisiones condicionadas por una teología abstracta y desfasada. Presionan con acusaciones y sanciones también a quienes se atreven a enjuiciarlas por amor a la iglesia y sin romper la comunión en ella. Se les tacha sistemáticamente de practicar un magisterio paralelo, una pastoral paralela y de pretender crear una iglesia paralela.

El centralismo reforzado procede en gran parte de la desconfianza y el miedo. ¿Cómo explicar si no el que se tarde dos y tres años para aprobar la traducción de textos litúrgicos hecha por expertos y aceptada unánimemente por conferencias episcopales? Se practica así la violencia de la sospecha y de la descalificación de enteros episcopados. Ese mismo miedo de perder el control de todo hizo surgir, ya en el Sínodo sobre la vida consagrada y después por parte de la Congregación para la doctrina de la fe, la propuesta de exigir la confirmación del Vaticano para los Superiores Generales electos por sus respectivos Institutos religiosos. Ante una reacción mayoritariamente negativa, la Congregación para la doctrina de la fe envió una carta a teólogos de su confianza pidiéndoles que comenzarán a escribir para apoyar esa iniciativa e ir creando una opinión favorable a ella.

El control centralista de la Curia romana impide también el acceso de grupos cualificados a un diálogo directo con el Papa. Los Consejos de la Unión de Superiores Generales (USG) y la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG) han tratado inútilmente de tener una audiencia-encuentro con el Santo Padre desde 1995. Mientras otros grupos menores irrelevantes e individuos ajenos a la fe y a la iglesia obtienen esa posibilidad, los representantes de más de un millón de personas consagradas comprometidas en las más diversas actividades pastorales y en los puestos de frontera evangelizadora no han podido lograrlo. Este es un modo sutil de impedir los espacios de diálogo indispensables para una colaboración intraeclesial. Por eso, un padre conciliar se atrevió a decir durante la celebración del Vaticano II: “no le tengo miedo a Pedro (al Papa), sino a los secretarios de Pedro (la Curia romana)”.

La violencia del autoritarismo

Una forma de violencia que se da con frecuencia en las estructuras de la iglesia es la del autoritarismo patriarcal. Pruebas de ello son entre otras la exclusión de las mujeres de los “espacios de participación… en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente”[1]. Resulta incomprensible, por ejemplo, que las mujeres contemplativas no hayan sido consultadas en la preparación del documento Verbi sponsa sobre la clausura. Fueron varones los que legislaron para un tipo de vida que no conocen sino en teoría[2]. Esa legislación exige de las monjas contemplativas lo que no exige de los monjes contemplativos en cuestión de permisos para excepciones a las normas establecidas. Es un ejemplo de violencia discriminatoria hacia la mujer consagrada contemplativa. Se la considera como menor de edad como en siglos pasados, incapaz de mantenerse fiel a su identidad claustral sin una vigilancia de parte de los varones.

Otras formas de violencia autoritaria que se han convertido en costumbre son, por ejemplo: cubrir con el secreto el nombre de quienes acusan (violación de un derecho de la persona humana), porque son generalmente personas de mentalidad conservadora; no permitir testigos que apoyen a la parte acusada cuando ésta es llamada ante un tribunal de algunos dicasterios romanos; enviar cartas en las que quedan asentadas acusaciones sin haber dialogado con el acusado antes de escribirlas. También, cuando éste escribe una respuesta en la que demuestra la falsedad de las aserciones, nunca recibe un escrito que lo descargue de las afirmaciones calumniosas anteriores contra él.

El autoritarismo se cubre con el manto del poder sagrado que protege a quienes actúan de esa manera. No existe la posibilidad de acusarlos de difamación y calumnia. En nombre del poder sagrado exigen obediencia ciega[3], comprensión hacia ellos que, como dicen, tratan de hacer las cosas lo mejor posible y, cuando quedan al descubierto, como último recurso, recuerdan a las víctimas de su autoritarismo que “todos estamos en la misma barca”, sin reconocer que antes han querido arrojarlos al mar. Igualmente no se cansan de remachar que según la ley, tal y cual cosa es “competencia exclusiva de la Sede Apostólica”.

La violencia del dogmatismo

Otro tipo de violencia en la iglesia es el dogmatismo que no admite que vivimos en un mundo pluralista en el cual no es posible seguir dominados por un monocentrismo religioso, cultural y teológico. Por el contrario, se requiere una apertura a un policentrismo en todos esos campos. Sin distinguir entre lo esencial de la fe cristiana y sus formas de expresión teológica, el dogmatismo conduce a imponer una sola perspectiva teológica: la tradicionalista, elaborada a partir de condicionamientos filosóficos y culturales de épocas pasadas. Así, sucesivamente en el período posconciliar hemos asistido a la violencia represiva contra una exégesis renovada, contra nuevas perspectivas teológicas europeas, contra la teología de la liberación, contra la teología asiática y africana, contra la teología indígena. Y, ordinariamente, los procesos siguen una pauta de tipo violento: llegan a la Congregación para la Doctrina de la fe acusaciones de personas conservadoras y ultraconservadoras o de enemigos personales que saben que gozarán de la protección de la confidencialidad y del apoyo incondicional de parte de los responsables de la Congregación; éstos dan a examinar los textos en cuestión a “expertos” que gozarán de la protección del anonimato y que no tendrán que enfrentar al acusado; éste tiene que responder a las acusaciones y ofrecer explicaciones sobre lo que es considerado heterodoxo. Es sorprendente constatar que muchas veces el “experto” basa sus acusaciones en frases fuera de contexto[4]. Después de responder y aclarar las cosas uno no recibe, a no ser en casos especiales, ninguna carta de descargo en la que el Congregación diga que su “experto” se ha equivocado. Tampoco el acusador recibe una amonestación o una pena canónica por haber mentido o calumniado.

Este dogmatismo violento frena la investigación y el estudio legítimos entre los exegetas, teólogos, moralistas, pastoralistas. Muchos, por miedo, se imponen una fuerte autocensura. La Iglesia tiene también con frecuencia actitudes impositivas en la sociedad sin tomar en cuenta el mundo pluralista en que vivimos. La iglesia tiene ciertamente derecho a presentar el evangelio y sus exigencias pero sin dogmatismos y sin pretender imponerlas a quienes no creen o profesan otras religiones.

Hacia una nueva eclesialidad

Las tensiones y conflictos en la iglesia no se pueden eliminar ni con la violencia del centralismo que controla todo, ni con la violencia del autoritarismo que sanciona y excluye, ni con la violencia del dogmatismo que impone y uniforma, ni con la violencia del rechazo de la autoridad o de las verdades fundamentales de la fe y de la moral católicas. Lo que se requiere es superar el modelo de iglesia de cristiandad neoconservadora que ha ido recuperando terreno y que predomina en la estructura de la iglesia a principios del tercer milenio. Hay que caminar hacia la aceptación práctica del modelo de iglesia recuperado por el Vaticano II: una iglesia de comunión, pueblo de Dios y sacramento del Reino. En ella, debe haber lugar para el diálogo y la comunicación, la unidad en la diversidad y un clima de libertad como expresión del amor que acepta al otro y que crea comunión dentro y fuera de la iglesia.

Ante todo, hay necesidad de una actitud dialógica en la iglesia, que lleve a hablar y a escuchar al otro, sin actitudes inquisitoriales o de rechazo, en la búsqueda sincera de la verdad a la luz del evangelio tanto en su interior como con otras confesiones cristianas, otras religiones y con la sociedad. A ello invita el Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes: cuando, hablando de la iglesia y de su misión de iluminar a toda la humanidad con la luz del evangelio, la presentaba como “signo de aquella fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero. Esto requiere que, en primer lugar, promovamos en la misma iglesia la estima mutua, el respeto y la concordia, reconociendo toda legítima diversidad, para establecer un diálogo cada vez más fructífero entre todos los que constituyen el único pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles cristianos. Lo que une a los fieles es más fuerte que lo que los divide. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo”[5]. Este diálogo se extiende también a otras confesiones cristianas en un auténtico ecumenismo y no excluye “a nadie, ni a aquellos que cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, pero no reconocen todavía a su Autor, ni a aquellos que se oponen a la iglesia y la persiguen de diferentes maneras”[6].

Junto con el diálogo se requiere una descentralización que permita un contacto directo con los desafíos y los problemas dentro y fuera de la Iglesia. Esto favorecerá la corresponsabilidad y la práctica de la colegialidad episcopal y dará menos espacio a actitudes inquisitoriales alimentadas por acusadores cobardes que tiran la piedra y esconden la mano y que se creen poseedores de la verdad “objetiva” y están dominados por el miedo a la confrontación. Esto en el fondo es miedo a la verdad y a la auténtica libertad, ya que la verdad es la que nos hace libres (Jn 8,32). Juan Pablo II en su Encíclica Ut unum sint afirmaba que “cuando la iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos ‘vicarios y legados de Cristo’. El Obispo de Roma pertenece a su ‘colegio’ y ellos son sus hermanos en el ministerio… Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros”[7]. Estas formas nuevas en la estructura de servicios en la iglesia no solamente son necesarias en el campo ecuménico sino que también son urgentes al interior de la iglesia católica. Se requiere que el Papa sea ayudado en su ministerio más directamente por las conferencias episcopales que por la curia romana que ha concentrado excesivamente el poder decisorio que conduce a la violencia del centralismo, del autoritarismo y del dogmatismo. Este es el motivo por el que cada vez con más fuerza personas de nombre y jerarquía en la iglesia proponen que los consultores y consejeros del Papa sean los Presidentes de las conferencias episcopales. El diálogo con ellos daría al Santo Padre una visión más clara de la realidad y de los desafíos que debe enfrentar la iglesia en los diversos contextos socio-culturales y eclesiales. Así se evitarían de parte del juridicismo centralista de la curia romana ordenaciones abstractas y universales que impiden flexibilidad y adaptación a las diversas circunstancias, que crean tensiones y conflictos y que ejercen violencia con la imposición de una rígida uniformidad, fruto de un concepto equivocado de unidad. Este debe ser superado, puesto que la iglesia “en virtud de su misión y su naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de cultura humana o sistema político, económico o social”[8] y, por tanto, está llamada a vivir la unidad en la diversidad socio-cultural y eclesial a través de un diálogo sincero, fraterno y maduro que ayude a superar violencias y miedos.

Notas

[1] VC 58.

[2] No fue consultada ninguna de las 49 Asociaciones o Federaciones de las Carmelitas Descalzas que siguen las Constituciones puestas al día con el Vaticano II y que agrupan 755 monasterios y cuentan con más de once mil monjas. Quejas semejantes surgieron de otras órdenes contemplativas. Tal parece que la consulta se limitó a monasterios o grupos de monasterios de mentalidad conservadora.

[3] Así lo hizo un cardenal de la curia romana en su intervención durante el sínodo sobre la vida consagrada.

[4] Esto aparece todavía en procesos recientes. Con el método que usan ciertos “expertos” (siempre protegidos por el anonimato) uno podría acusarlos hasta de herejías examinando unas pocas páginas de sus escritos.

[5] GS, 92.

[6] Ib.

[7] Ut unum sint, 95.

[8] GS 42.

Autor: Camilo Macisse, ex-general de los Carmelitas Descalzos y ex-presidente de la Unión de Superiores Generales – Revista Testimonio (Revista de la Conferencia de Religiosos y Religiosas de Chile, CONFERRE)

Fuente: Servicios Koinonia