Ratzinger y el sacerdocio femenino. Por Juan G. Bedoya

En teoría, cada obispo es pontífice en su diócesis, y el obispo de Roma ejerce de coordinador a la manera de un primus inter pares. Pura ilusión. El creciente poder del catolicismo romano en el conjunto de la Cristiandad no permitió mucho tiempo esa situación, ganando para su prelado, muchas veces manu militari, el título de pontífice máximo, que nombra o destituye, y premia o castiga. Pese a todo, desde el Concilio Vaticano II, el Papa guardaba las apariencias, forzado por el qué dirán. El Vaticano II fue una demostración de poder de los obispos de todo el mundo frente a la Curia. Convocados por Juan XXIII para que le ayudasen a modernizar la Iglesia (la palabra fue aggionamento) y a torcer el brazo a las resistencias de la Curia (Gobierno del Estado vaticano), 3.500 prelados en números redondos ejercieron su libertad a fondo durante tres años, asesorados por los mejores teólogos. Empezaron por la supresión del Santo Oficio de la Inquisición y la creación de un sínodo de obispos para ayudar al Papa en el futuro. Es decir, apuntalaron (o creían hacerlo) el principio de la colegialidad del mando eclesial.

Ya se ve lo poco que duró ese sueño, sobre todo desde que accedieron al poder Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla, polaco de nacimiento, y el alemán Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. Hombres de carácter y profundamente conservadores, Wojtyla y Ratzinger han guardado las formas convocando varios sínodos parciales (de obispos europeos, de prelados africanos, etc.), pero lo han hecho para apuntalar el centrismo romano y el poder del Papa, sin hacer caso a las conclusiones de los reunidos y, mucho menos, al lamento de sus discursos.

Entre esos lamentos, ninguno ha sonado tan alto como el vacío de vocaciones sacerdotales con la consecuencia de decenas de miles de parroquias sin pastor. Entre sus propuestas, aparecía siempre la idea de autorizar el ejercicio pastoral de curas casados, permitir el celibato opcional y, sobre todo, abrir el santuario a las mujeres. Como la crisis no cesa, muchos obispos se han tomado el remedio por su cuenta y hay en España cientos de sacerdotes casados ejerciendo en parroquias, aunque de tapadillo (¡qué no se entere el obispo, que no sepa Roma!), y otras comunidades practican su confesión guiadas por mujeres.

Lo peor es cuando todo esto se hace voz pública. Entonces se ponen en marcha los movimientos ultraconservadores del catolicismo, y empiezan a llover sobre Roma las denuncias y las exigencias para que el Papa actúe. Es lo que le ha pasado al obispo William M. Morris. Llevaba 18 años al frente de la diócesis de Toowoomba (cerca de Brisbane), pero un día, hace seis años, escribió una carta pastoral reflexionando sobre la alarmante falta de curas en las parroquias australianas. En teoría, a buen entendedor con pocas palabras bastan. Es decir, monseñor Morris estaba pidiendo soluciones, y no hay otras que el celibato opcional y abrir paso a la mujer hacia el sacerdocio ordenado. Es lo que pensaron, con razón, algunos fieles airados, que empezaron la guerra contra su pastor. Cuando llegó la batalla a Roma, (“mal leída y deliberadamente malinterpretada”, se queja el pastor), Benedicto XVI envió a Toowoomba una “visita apostólica”, es decir, a su policía de la fe. Batalla perdida para el obispo.

La última traca del inquisidor es que el supuesto pleito entre partes se ha cerrado sin dar audiencia al obispo para defenderse. El Papa ha dejado claro el principio: “Nos soy el juez supremo; la ley canónica no prevé celebrar procesos relativos a los obispos”. A esto se refiere el pueblo con el dicho Roma locuta, causa finita (cuando Roma habla, se acabó la discusión). Roma no es una monarquía absoluta, que centra en una única persona todo el poder ejecutivo, legislativo y judicial. Es mucho más: la personificación del viejo poder imperial, elevado al cuadrado por una función divina reforzada por el principio de la infalibilidad.

El obispo Morris, como decenas de miles de prelados o sacerdotes, cree que pronto llegará el tiempo de abrir el sacerdocio a curas casados y a las mujeres. En España, un sacerdote tan carismático como Padre Ángel, el admirable fundador de Mensajeros de la Paz, se ha apostado un café con su biógrafo, Jesús Bastante, a que el papa Ratzinger “se atreverá a poner en funcionamiento el sacerdocio femenino”. Ha dicho: “Estoy seguro de que, el día que se levante con buen pie, dirá: Hasta aquí hemos llegado. Me apuesto un café a que antes de cinco años lo hace”.

Padre Ángel lo dijo hace tres años, y el camino va en la dirección contraria. Juan Pablo II fue especialmente beligerante contra el sacerdocio femenino. En 1994, en la carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (La ordenación sacerdotal) sentenció: “la Iglesia no tiene ninguna facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal, y esta sentencia debe ser respetada de manera definitiva (definitive tenenda) por todos los fieles” ¿Infalible? Ratzinger, que está detrás de todo porque era el teólogo particular del Papa polaco, ha remachado recientemente: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo y se debe mantener siempre y por doquier por todos los fieles, por cuando es perteneciente al desim4ento de la fe”. (Lo ha dicho en Luz del Mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación Peter Seewald. Editorial Herder. Barcelona 2010).

Y mucho más: Benedicto XVI reforzó en otoño pasado el código de los delitos más graves en su Iglesia para incluir en el listado la ordenación de mujeres. Será penado con la excomunión automática e igual severidad que los delitos de pederastia. Argumento de estos papas contra el sacerdocio femenino: Jesús no tuvo mujeres entre sus doce apóstoles. Replica de los críticos: Tampoco Jesús, el fundador cristiano, vivió entre lujos y palacios, ni tuvo (ni buscó) poderes y prebendas, y ahí tenemos a los pontífices máximos romanos, herederos de emperadores (“que se creen más el emperador Constantino, incluso en la vestimenta, que el humilde pescador Pedro”, en palabras del teólogo Hans Küng).

“El que se mueve no sale en la foto”, decía el sindicalista mexicano Fidel Velázquez. Murió mandando pasados los 97 años y su idea totalitaria se extendió como una lepra por los partidos modernos. La Iglesia romana llevaba siglos practicándola, pero Wojtyla y Ratzinger han resucitado esa fea consigna con gran entusiasmo. También han impuesto otro criterio muy de los secretarios de organización de los partidos: el de la raya. La doctrina la fija el poder, pero es movible. Cuando pides que se marque una raya de hasta dónde llegar, para saber a qué atenerse, el secretario de organización de turno contesta, como si ello fuera un signo de inteligencia: “Ah, la raya se mueve”.

Los obispos deberían saber cómo se las gasta el Vaticano con el tema de las mujeres y los curas casados. Hay un precedente ilustre, publicado en muchos libros. Sucedió en 1980, en el sínodo de obispos sobre la familia, donde el papa perdió la paciencia mientras hablaba con los cardenales alemanes: “Demasiados hablan de replantearse la ley del celibato eclesiástico. ¡Hay que hacerles callar de una vez!”, les dijo.

La primera víctima fue el ya fallecido cardenal de Sevilla y ex presidente de la Conferencia Episcopal, José María Bueno Monreal, un gran colaborador del cardenal Tarancón. Había ido a despedirse del Papa porque quería jubilarse y osó decirle en su despacho, a solas: “Santidad, mi conciencia me impone hacerle presente que existen problemas como los del celibato, la escasez de clero y la cantidad de sacerdotes que siguen esperando la dispensa de Roma”. “Y mi conciencia de Papa me impone echar a su eminencia de mi despacho”, fue la respuesta de Wojtyla. El bondadoso cardenal contó a sus amigos el incidente admirándose, textualmente, “de las malas pulgas del Papa”. Días más tarde, sufrió un infarto y cesó en el cargo. No tardó en morir.

 

Fuente: http://blogs.elpais.com/mujeres/2011/05/ratzinger-sacerdocio-femenino.html#more

 

El cielo pierde pie en la tierra. Por Juan G. Bedoya

“Compelle eos” (oblígalos a entrar), apremiaba el obispo san Agustín en pleno combate contra laicistas y herejes. Esa orden a las autoridades civiles pone de manifiesto la involución de un prelado que poco antes había defendido la libertad de conciencia y la religiosa. Cuando se hace fuerte en su diócesis, acaba exigiendo al Estado el uso de la fuerza para someter a sus contraopinantes. Forzaba así la interpretación de la parábola en la que unos invitados descorteses se niegan a aceptar la invitación al banquete de un rey por la boda de su hijo. “Compelle eos”, ordena el monarca. Interpretando así al evangelista Lucas, Agustín de Hipona expone por primera vez la teoría de que el Estado, además de la obligación de proteger a la Iglesia, debe utilizar todos los medios, incluso la fuerza, para exigir a sus ciudadanos que abracen la fe cristiana.

Las sociedades modernas no aceptan esas prepotencias del pasado. Ciencia, política y cultura les han curado de espanto, y detestan la intolerancia y el que el poder quiera uniformar teorías y verdades, e imponer usos y costumbres. Es el imperio del relativismo contra el absoluto totalizador que predica el Papa romano. El escaso seguimiento del viaje de Benedicto XVI a Santiago de Compostela y Barcelona el fin de semana pasado -siempre en comparación con visitas anteriores- tiene que ver con todo esto.

Hay otras causas. La mujer, que es quien llenaba las iglesias, se está alejando de la práctica religiosa (o de su exhibición pública) por el papel secundario que tiene en lo eclesiástico, minusvalorada por la jerarquía y marginada de lo sagrado hasta el punto de considerar este Papa un delito muy grave su ordenación sacerdotal, equiparable al de pederastia. Los expertos también subrayan el desprestigio que acosa al Vaticano por encubrir abusos sexuales a menores en colegios y parroquias. Además, se achaca el retroceso de los entusiasmos al carácter de jefe de Estado y de Pontífice romano que exhibe en los viajes, con exuberancia de medios.

Frente a las banderolas con el eslogan de Totus Tuus (Todo tuyo) con que las masas recibieron a Juan Pablo II en Madrid en 1982, ahora se han exhibido banderas del Estado vaticano. También pesa la imagen del Pontífice, un anciano alemán que en el pasado ejerció de intransigente inquisidor romano, como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como se llama ahora el detestable Santo Oficio de la Inquisición.

Estas circunstancias explican el poco entusiasmo de las iglesias de base ante el viaje papal, pero también la caída de la práctica religiosa. No es pequeño el dato de que el año pasado se celebraron más matrimonios civiles que eclesiásticos. Cuando en 1870 el Gobierno legalizó las uniones civiles, acabando con el monopolio eclesiástico, los obispos de la época pusieron el grito en el cielo calificándolo como “la legalización del concubinato público universal”.

“Compelle eos”. Oblígalos a entrar. La intolerancia agustiniana le recuerda al teólogo Juan José Tamayo el desatino con que los ultraclericales han criticado al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, por no acudir el domingo a la misa oficiada por Benedicto XI. Lo reclamaban los nostálgicos de cuando hace menos de medio siglo la Guardía Civil multaba (e, incluso, pegaba) a quienes en los pueblos osaban no cumplir con la obligación de la misa dominical. Ahora atiende a ese precepto apenas el 13% de los que se dicen católicos en las encuestas. Peor: en miles de parroquias ni siquiera hay un sacerdote que ofrezca ese servicio pastoral, que antes era pecado no cumplir.

Frente al laicismo agresivo que se palpa ahora en España según Benedicto XVI, se alza todavía ese clericalismo furioso que querría ver arrodilladas a las autoridades civiles ante un líder religioso que es, además, jefe de un Estado extranjero y se exhibe como tal. Es esta terrible historia de clericales y anticlericales intransigentes -“¡Españoles, siempre detrás de los curas, unas veces con el cirio, otras veces con el palo!”, maliciaba Pío Baroja- la que explica, según el historiador católico Jaume Botey, de la Universidad Autónoma de Barcelona, “la desafección de la población con la Iglesia católica y el escaso entusiasmo ciudadano ante la visita del Papa”.

“Entre las razones de la desafección sigue pesando la identificación de la Iglesia con el franquismo, de la que la jerarquía no ha pedido perdón. Mientras no lo haga, seguirá siendo vista como colaboradora del terror en beneficio propio”, dice Botey.

El arzobispo emérito de Pam plona, Fernando Sebastián, ha expresado en voz alta la satisfacción por las escasas consecuencias que ha tenido para la Iglesia romana las décadas de brutal nacionalcatolicismo franquista. No hay que olvidar que la “sacralización del golpe militar” que provocó la Guerra Civil y aquella dictadura se produjo desde el primer momento. “No fueron los sublevados quienes solicitaron la adhesión de la Iglesia, sino que fue esta la que muy pronto se les entregó en cuerpo y alma. Fue una gran sorpresa para los generales sublevados, y la cuerda religiosa se convirtió muy pronto en la más vibrante en la lira de la propaganda nacional”, dice el historiador Hilari Raguer.

Benedicto XVI se remontó el sábado al “laicismo agresivo” del tiempo de la II República. El Vaticano siempre ha considerado de Derecho divino la Monarquía, y como regímenes impíos a las Republicas. “Hay que estrangular a la ramera”, era el grito de guerra del clericalismo en 1931. Lo que vino más tarde es historia terrible, sobre todo porque los vencedores no pararon de fusilar y encarcelar hasta varias décadas después de la última batalla.

Cuando el cardenal primado de Toledo, el catalán Isidro Gomá, se dispuso a pedir que pararan los fusilamientos, con la pastoral Lecciones de la guerra y deberes de la paz (8 de agosto de 1939), Franco prohibió su publicación, sin contemplaciones. También ordenó acabar con las homilías en vasco y catalán. El pobre cardenal no tardó en morir, se dijo que de disgusto. Había presidido la ceremonia de exaltación de la Victoria conduciendo bajo palio a Franco hasta el altar de la Iglesia de Santa Bárbara en Madrid para dejarlo “ungido” como Caudillo.

“La Iglesia ha salido viva” de esos tiempos de dictadura, ha subrayado el arzobispo Sebastián. No opina lo mismo el historiador Botey. Añade dos razones de presente para el enfriamiento de los fieles. “Se trata de la concepción del poder. La evangelización se hace desde el poder, en alianza con el poder político y económico. Esto va en contra de la actitud de Jesús que se enfrentó y denunció duramente tanto al poder religioso como al político”.

“La gente ve a la jerarquía como cómplice de los poderosos. También cuenta la concepción de la verdad y su convencimiento de poseerla, tanto en lo religioso como en lo civil. Este es el origen de la incapacidad de la Iglesia para entender la modernidad. En lugar de vivir como buena noticia que la humanidad vaya llegando a su adultez laica en la ciencia, la moral, la economía, la política o la construcción de la paz, lo vive lamentando su pérdida de poder. Su discurso va siendo progresivamente fundamentalista, alejado de la vida”, añade Botey.

La visita del Papa ha sido un claro ejemplo en estos dos aspectos. “Ha venido rodeado de poder político y mediático como ningún príncipe o gobernante hasta ahora, y de manera incomprensible riñendo a la sociedad española porque funciona ya con criterios de sociedad adulta, laica. Como creyente lamento que tanto lo uno como lo otro hará que aumente entre la gente el sentimiento de que la fe y las creencias que el Papa proclama no tienen nada que ver con ellos”, concluye el historiador católico catalán.

Otro motivo de distanciamiento es el carácter institucional y de poder mundano que se exhibe en este tipo de viajes. “La clave es la figura del Papa, desencajada desde hace mil años. Que sea un jefe de Estado resulta anacrónico, no tiene sentido. Que en su persona haya monopolizado la verdad y el bien, que se haya declarado infalible y que haya centrado en su persona todo el poder es un esquema medieval que resulta insostenible. Todo ese montaje entorno a su figura está muy superado. Es de otros tiempos”, sostiene el teólogo José Arregi.

La deserción de la mujer en estos actos de sublimación papal tiene que ver también con el poder que desprende el papado. Dice la teóloga Margarita Pintos: “Aunque todavía somos mayoría en las concentraciones, el que no se llenen los espacios previstos tiene que ver con la antropología eclesiástica, que sigue considerando a las mujeres criaturas dependientes, no autónomas”.

Añade Pintos: “Se nos niega la categoría de sujetos morales, teológicos y eclesiales. Solo esperan de nosotras la fidelidad que signifique sometimiento. Por esto el Papa tiene que adjudicarnos el lugar ‘casa y trabajo’, cosa que nunca hace con los hombres. Mientras nos quieran como servidoras (‘su carisma como religiosas es limpiar’, dijo el obispo de Barcelona ayer) y no como mediadoras de gracia y salvación, la Iglesia católica también perderá a las mujeres como ya perdió a trabajadores e intelectuales”.

Joan Oñate, presidente de Esglesia Plural, de Barcelona, cree que la Iglesia no ha sabido adaptarse a los valores del conjunto de la sociedad. “El escaso entusiasmo ante el Papa se debe a que su figura y la de la jerarquía es muy controvertida. El viaje se ha dirigido a los convencidos, a los más beligerantes. Llevamos décadas sin solucionar el encaje de la religión en la vida de las personas y cómo hacer visible la presencia de la Iglesia en la vida pública”.

Oñate sostiene que el Concilio Vaticano II jamás fue asumido por los obispos. “La Iglesia oficial no se ha apeado de un discurso simple y limitado -moral sexual, defensa de derechos adquiridos, postura defensiva ante el crecimiento del laicismo…-, que no conecta con una capa social creyente comprometida con el reparto desigual de la riqueza, las injusticias, los problemas medioambientales, etcétera”.

La Iglesia también debería actualizar su estructura, según Joan Oñate. “Las tomas de decisión deben ser democráticas, la paridad de género es imprescindible, los cargos no pueden ser vitalicios, debe existir el derecho a la disensión y es imprescindible una división de poderes. También se debería poner en marcha inmediatamente el acceso de la mujer al sacerdocio, la eliminación del celibato obligatorio, la participación decisoria de los fieles en los consejos parroquiales y la participación de los fieles en la elección de obispos, además de la limitación de la edad del Papa a 75 años, como entre los obispos”.

El Foro de Curas de Madrid también coincide en el desajuste entre realidad y jerarquía, y de ésta con respecto a sus fieles. “La obsesión por la defensa de la institución eclesial, la manía persecutoria, no es un camino evangélico. Cristo nos ha hecho libres”.

La dirigente de Somos Iglesia, Raquel Mallavibarrena, sostiene que las celebraciones de este fin de semana, más allá de la estética, distaban mucho de un planteamiento fraterno. “La liturgia debe ser una expresión viva de esa iglesia de iguales en la que no hay estamentos y en la que se vive la fraternidad”. Añade: “Los católicos debemos ser los primeros en favorecer la separación entre la Iglesia y el Estado, por fidelidad y coherencia con el mensaje evangélico. El dinamismo de un cristianismo profético e independiente a favor de los pobres y de los que sufren queda muy condicionado si la Iglesia como institución se mantiene en esa confluencia de intereses políticos y sociales bajo la idea, cada vez más un espejismo, de que España es un país católico”.

También lamenta Mallavibarrena que “la jerarquía siga mayoritariamente sin reconocer que dentro de la Iglesia existe un pluralismo respecto a muchas cuestiones de actualidad”. Según Somos Iglesia, también el Gobierno tiene una larga asignatura pendiente. “Es urgente que el Gobierno y los partidos y grupos sociales afronten con valentía y sin posiciones radicalizadas, el desarrollo de la laicidad, pendiente desde hace ya demasiado tiempo. La vigencia de los Acuerdos Iglesia-Estado condiciona de entrada que se llegue a consensos y a posturas constructivas”, dice.

Fuente: El Pais

Ella como pecado. Juan G. Bedoya

Benedicto XVI equipara la ordenación femenina con los delitos más graves e indigna a teólogos e iglesias de base – Roma se niega a revisar la misoginia de sus primeros sabios

“De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer”. Es la opinión de la teóloga Uta Ranke-Heinemann, compañera de estudios del actual papa, Joseph Ratzinger, en la Universidad de Múnich, entre 1953 y 1954.

“De los innumerables pecados cometidos a lo largo de su historia, de ningún otro deberían de arrepentirse tanto las Iglesias como del pecado cometido contra la mujer”. Es la opinión de la teóloga Uta Ranke-Heinemann, compañera de estudios del actual papa, Joseph Ratzinger, en la Universidad de Múnich, entre 1953 y 1954. La pensadora católica habla de machismo, pero sobre todo de las políticas de exclusión impuestas por la jerarquía. La Iglesia romana no parece dispuesta a rectificar. El pasado 15 de julio reformó su código para endurecer las penas de los delitos más graves que pueden cometerse en su seno. Junto a la pederastia figura la ordenación sacerdotal de mujeres. La decisión ha causado estupor. Entre las protestas en marcha, destaca la exhibición en autobuses que circulan por el centro de Londres de carteles con la leyenda Pope Benedict. Ordain Women Now! (“Papa Benedicto: ¡ordene mujeres ya!”). Benedicto XVI viaja este mes a Reino Unido, en la primera visita de un pontífice romano a ese país desde que el rey Enrique VIII rompió con el Vaticano en 1534.

Margarita Pintos, miembro de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, leyó “con estupor” la carta apostólica que, con el título de Normae de gravioribus delictis (Normas sobre los delitos más graves), agrava las penas contra el sacerdocio femenino. “La institución que pretende ser referente moral para la humanidad acentúa una antropología dualista, en la que el hecho de ser mujer es un impedimento para acceder al ámbito de lo sagrado”, afirma.

Como principio general, no hay derecho a entrometerse en las obligaciones que una religión impone a sus fieles. Quien no esté de acuerdo, tiene la libertad de marcharse, y, antes, la de no entrar. Los laicos no deben escandalizarse porque los obispos execren del divorcio, de la despenalización del aborto o de los curas que quieren casarse. Si quieres ser católico, no te divorcies; si quieres divorciarte, hazte protestante. Solo se puede protestar cuando la Iglesia católica pretenda impedir que se divorcie alguien que no es católico, o predica la insumisión ante una ley que protege derechos, no los impone.

Pero, muchas veces, la “ideología del apartheid”, como la llama Margarita Pintos, “no solo toca a la institución vaticana, sino que refuerza imágenes de lo masculino y de lo femenino que el patriarcado social ha impuesto con la ayuda del cristianismo”. Pintos concluye que es ese “apartheid antropológico” quien contribuye a mantener y a reforzar la marginación, el desprecio e, incluso, la violencia contra las mujeres.

¿En qué doctrinas apoya la Iglesia de Roma su decisión de que las mujeres deben ser excluidas del sacerdocio? Hay respuestas para todos los gustos, con citas de los hombres más doctos de esa confesión. Si no fuese porque lo que Ranke-Heinemann califica de “denigración de la mujer” ha causado dolor y violencias, la sola enumeración selectiva de esa doctrina convertiría estas páginas en una regocijada lectura de verano. Lo malo son las consecuencias. Si la religión más influyente del mundo denigra con saña a las mujeres por boca de sus mejores pensadores, ¿qué esperar de muchos de sus fieles?

Santo Tomás de Aquino, al que los religiosos acuden cuando se sienten perdidos en cuestiones de doctrina, apeló incluso al argumento libidinoso, para aborrecer el sacerdocio de la mujer. “Si el sacerdote fuera mujer, los fieles se excitarían al verla”. Es la parte simpática de su teoría. Umberto Eco, en sus debates con el cardenal emérito de Milán, Carlo Maria Martini, se mofa de esa idea recordando páginas de Stendhal en La Cartuja de Parma a propósito de los sermones del bello Fabrizio. “Dado que los fieles son también mujeres, ¿qué ocurre con las muchachitas que podrían excitarse ante un cura guapo?”. La simpática disputa entre el autor de El nombre de la rosa y el príncipe de la Iglesia más intelectual del momento se recoge en el libro En qué creen los que no creen.

En los textos sagrados de las religiones abrahámicas abundan mujeres importantes. Imposible imaginar a Abraham sin la simpática Sara; a Jesús sin la generosa María la de Magdala; a Mahoma sin la madura Jadiya. La literatura antigua no es injusta con la mujer. Entre los privilegios que confirió el fundador cristiano a la mujer no es menor el haberse aparecido a ellas resucitado, antes que a ninguno de sus posteriormente empavonados apóstoles, que habían huido muertos de miedo cuando vieron detenido y condenado a su maestro. Pedro, el primer papa, iba a negarlo hasta tres veces.

¿Cuándo se torció todo para la mujer? Cuando los religiosos pusieron en el portal de su actividad el sexto pecado cristiano: el sexo, el hombre como un “ser empecatado” en palabras de san Agustín. Hay antes la increíble historia del Paraíso y la anécdota de la manzana, donde Eva simboliza la tentación y la caída por deseo de inmortalidad (y por curiosidad, gran virtud).

Aunque parezca raro, la Iglesia católica concibió hasta finales del siglo XIX este relato del Génesis como un documental que debía ser tomado al pie de la letra. ¿Por qué el diablo no se dirigió a Adán, sino a Eva?, se pregunta incluso san Agustín. El demonio interpeló primero a “la parte inferior de la primera pareja humana” porque creyó que “el varón no sería tan crédulo”. Así lo escribe en La ciudad de Dios.

“La cuestión es que esos roles refuerzan la dominación de unos sobre otras, además de proyectarse sobre la naturaleza y la humanidad”, sostiene Margarita Pintos. ¿Con qué consecuencias? La teóloga alude a las víctimas de la violencia doméstica. “Nos estremecemos con la frecuencia de noticias sobre mujeres asesinadas por sus parejas. Creemos que, si no somos golpeadas físicamente, no somos víctimas de esa violencia. Estamos tan habituadas a vivir en relaciones desiguales que ciertas formas de violencia se tornan normales y no las reconocemos como tales”.

La inferioridad de la mujer (femina, en latín) se pone de manifiesto ya en ese término latino. El nombre femina proviene de fides (fe) y minus (menos), luego fémina significa: la que tiene menos fe. Todo empezó cuando los primeros sabios cristianos tomaron a Aristóteles como pensador de cabecera. El griego fue quien primero enumeró los motivos más profundos de la inferioridad de la mujer. Ésta debe su existencia a un descarrilamiento en su proceso de formación; es “un varón fallido”. San Agustín solo reforzó ese desprecio, y santo Tomás lo hizo teología de la grande.

Según el axioma de que “todo principio activo produce algo semejante a él”, en realidad siempre deberían nacer varones. A veces nacen mujeres, que son varones fallidos. Aristóteles llama a la mujer arren peperomenon (“varón mutilado”). El de Aquino traduce al latín esa expresión griega como mas occasionatus (varón fallido). Así que toda mujer lleva a cuestas, desde su nacimiento, un fracaso. La mujer es un producto secundario, que se da cuando fracasa la primera intención de la naturaleza, que apunta a los varones. El sabio de Aquino también sostiene que la mujer “está sometida al marido como su amo y señor” (gubernator), que tiene “inteligencia más perfecta” y “virtud más robusta”.

La subordinación a los varones es el motivo de que se niegue el sacerdocio a la mujer. “Porque las mujeres están en estado de subordinación, tampoco pueden recibir el sacramento del orden”, sentencia santo Tomás. Se contradice a sí mismo cuando habla también de mujeres en estado de no subordinación a los varones: “Al hacer el voto de castidad o el de viudedad y desposar así a Cristo, son elevadas a la dignidad del varón, con lo que quedan libres de la subordinación al varón y están unidas de forma inmediata a Cristo”. El famoso teólogo, admirado en Roma como un doctor angelicus (maestro angelical), no llega a responder por qué tampoco esas mujeres perfectas tienen derecho a ser sacerdotes.

¿Qué habría dicho Jesús ante tanta marginación? El teólogo Hans Küng, que participó como perito en el Vaticano II, responde con una frase de Karl Rahner, el gran pensador de ese concilio: “Jesús no habría entendido ni una palabra”. Es que a veces, como escribió Bertrand Russell, “el mundo que conocemos fue hecho por el demonio en un momento en que Dios no estaba mirando”.

Mientras las demás religiones cristianas (sobre todo anglicanos y protestantes) siguen ordenando mujeres -algunas ya con la dignidad episcopal-, la Iglesia romana endurece las penas a quienes osen soñar con sacerdotes femeninos. Pero el padre Ángel García, fundador de Mensajeros de la Paz y uno de los grandes eclesiásticos españoles -fue premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1994-, tiene una corazonada. “Tengo la firme esperanza de que, si Dios quiere, este Papa pondrá en funcionamiento el sacerdocio femenino. El día que se levante con buen pie, dirá: ‘Hasta aquí hemos llegado’. Antes de cinco años lo hace. No hay una sola razón para que no pueda haber sacerdotes femeninos. Además, hay mucha presión”, dice el padre Ángel. Se refiere a la falta de sacerdotes, con decenas de miles de parroquias sin pastor. En cambio, son mujeres quienes realmente llenan las iglesias e, incluso, las gestionan.

No hay indicios de que Benedicto XVI vaya por el camino que sueña el fundador de Mensajeros de la Paz. En su famosa biografía de Jesús, el Papa apenas dedica unas páginas a la mujer, para decir, citando al evangelista Lucas, que el fundador cristiano, “que caminaba con los Doce predicando, también iba acompañado de algunas mujeres”. Lucas menciona tres nombres, Benedicto XVI ninguno. Solo que iban “tres mujeres con Jesús”, sin nombrarlas, “y muchas otras que le ayudaban con sus bienes”.

No puede ser un olvido casual. Antonio Piñero, catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense de Madrid, subraya las veces que María Magdalena, por ejemplo, aparece en los textos primitivos: 17 veces en los Evangelios, ninguna vez en Hechos de los Apóstoles. Esta mujer, la más citada, por encima de la madre de Jesús, María, ayudaba a Jesús “con sus bienes”, según el evangelista Lucas, pero ha sido presentada por muchos predicadores como “poseída por demonios”, e incluso de vida licenciosa. Piñero ha dedicado un libro a los “cristianismos derrotados”, con este mismo título. Las mujeres son un rostro perdurable de esa derrota.

Pese a su indiferencia hacia el protagonismo de la mujer junto al fundador cristiano, Ratzinger no desaprovecha la ocasión para subrayar “la diferencia entre el discipulado de los Doce y el de las mujeres”. “El cometido de ambos es completamente diferente”, concluye. Suyas son ahora las decisiones de endurecer las penas contra el sacerdocio femenino.

Ramón Teja, catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Cantabria, documenta los tiempos en que el cristianismo estuvo dominado por las mujeres, con esta cita a san Jerónimo: “Vigilemos a fin de que las matronas no dominen en las iglesias; estemos atentos a fin de que no sea el favor de las mujeres el que decida sobre los rangos sacerdotales”. Teja cree que la participación o no de mujeres en el ministerio sacerdotal fue un principio práctico para distinguir la herejía de la ortodoxia, de acuerdo con una norma establecida por Tertuliano: “No está permitido que una mujer hable en la Iglesia, ni le está permitido enseñar, ni bautizar, ni ofrecer [la eucaristía], ni reclamar para sí una participación en las funciones masculinas, y mucho menos en las sacerdotales”.

Una atracción fatal

Hay una simpática anécdota del papa Juan XXIII ante la exuberante Sofía Loren. Cuando era nuncio en París, el papa del Concilio Vaticano II se encontró en un acto oficial con la actriz italiana, que lucía rumboso escote y una cadena con una cruz de esmeralda adentrándose con coquetería entre sus senos. “¡Benedetto, quel Calvario!” (¡Bendito, ese Calvario!), suspiró con sonrisa desarmante el futuro pontífice. Fue beatificado por Juan Pablo II en el año 2000.

No todos los eclesiásticos reaccionan con humor. La visión de la mujer como objeto de pecado es cosa de hombres obsesos, y sus reacciones suelen ser maleducadas, por ejemplo esta de san Juan Damasceno: “La mujer es una burra tozuda, un gusano terrible en el corazón del hombre, hija de la mentira, centinela del infierno”. O esta de san Alberto Magno: “La mujer tiene la naturaleza incorrecta y defectuosa”.

No todos los grandes eclesiásticos son así, ni mucho menos. El teólogo Marciano Vidal lo analiza en su libro Moral de amor y de la sexualidad, con el relato con que el buen san Alfonso María de Ligorio contemplaba un escote(ubera) de mujer. “Pectus non est pars vehementer provocans ad lasciviam” (“El pecho no es parte que provoque vehementemente la lascivia”), escribió el fundador de los redentoristas.

En cambio, el gran san Agustín escribió que “el marido ama a la mujer porque es su esposa, pero la odia porque es mujer”, y que “nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer”. ¿Hablaba por experiencia? Padre de un chico al que llamó Deodato (Dado por Dios), repudió a la madre sin contemplaciones, aunque “con la promesa de no entregarse a ningún otro hombre”. Antes de convertirse, san Agustín fue un obseso sexual, además de un presumido. Escribe en Confesiones, por lo demás un libro maravilloso: “Fui a Cartago, donde terminé en un bullente caldero de lascivia. En un frenesí de lujuria hice cosas abominables; me sumergí en fétida depravación hasta hartarme de placeres infernales. Los apetitos carnales, como un pantano burbujeante, y el sexo viril manando dentro de mí rezumaban vapores”. Agustín tenía un problema con el sexo. Lo malo es que hizo escuela. Haría bien Roma en desmitificar a sus clásicos.

Otro que temblaba en presencia de las mujeres fue santo Tomás de Aquino, el mayor de los teólogos cristianos. Encarcelado por sus parientes a causa de su ingreso en la orden de los dominicos, fue tentado carnalmente, instigado por una prostituta vestida con suma elegancia. Se la habían enviado sus propios parientes. Dicen sus biógrafos que en cuanto la vio, el llamado Doctor Angélico corrió a un fuego de verdad, cogió un leño en llamas y echó fuera de la cárcel “a la que quería despertar en él el fuego del placer”. Inmediatamente después, santo Tomás cayó de rodillas para pedir el don de la castidad y se quedó dormido. Entonces se le aparecieron dos ángeles que le dijeron: “Por voluntad de Dios te ceñiremos con el cinturón de la castidad, que no podrá ser desatado por ninguna tentación posterior; y lo que no ha sido conseguido por mérito, es dado por Dios como don”.

Se dice que Tomás sintió el cinturón y despertó dando un grito. Entonces se sintió dotado con el don de tal castidad que, a partir de ese instante, iba a retroceder espantado ante toda lozanía, hasta el punto de que ni una sola vez pudo hablar con las mujeres sin tener que hacerse violencia. ¿Castidad perfecta? Castidad quiere decir castigo.

Fuente: Diario El País