Somos mucho más que dos La Cripta. Por Nicolás Alessio

Ellos la tenían clara. Se vinieron en patota. Sabían que el enfrentamiento era severo, no por violento, por profundo. Era un día clave. Prepararon sus milicias. Estaban advertidos…”algo van a hacer”. Era cierto, no se equivocaron los informantes. Pero lo único que se quiso hacer fue decir la propia palabra. Pero ni eso toleran. Comenzaron con gritos, abucheos y de manera vergonzante, usaron el Padre Nuestro y el Ave María recitados marcialmente a voz en cuello, para intentar silenciar a los dueños de casa, a la comunidad de La Cripta que solo quería hacer oír su voz.

Fueron astutos como serpientes, como recomienda Jesús a sus discípulos. Fueron venenosos como serpientes y eso no lo recomienda Jesús. Nosotros fuimos mansos como palomas, como lo recomienda también Jesús. Pero bastante ingenuos y eso fue un error.

Ellos tienen todo el poder institucional y lo hicieron sentir. Hace varios meses que simplemente se quiere dialogar con Carlos Ñáñez el pastor de la Arquidiócesis sobre el perfil del sucesor de Víctor Acha, el párroco saliente. ¿Tan difícil es que la autoridad tenga en cuenta los criterios de una comunidad a la hora de elegir el sacerdote que será responsable de esa misma comunidad? No estamos hablando de “democratizar” los mecanismos de designación de los titulares de las parroquias, eso sería soñar demasiado, solo se quería ser parte en el proceso de designación. Esto, que la Cripta pedía, rogaba y al final exigía de su pastor y de sus colaboradores, debiera ser una práctica habitual, nada extraordinaria. No lo es. Todo lo contrario. El poder institucional no dialoga, dictamina.

Se quedaron con los ladrillos de La Cripta, como lo quiso señalar Quito Mariani y de manera burda, irrespetuosa, grosera, lo silenciaron con alaridos desencajados de arbitrariedad. Pero no se podrán quedar nunca con su aliento. Se quedaron con la mascarada institucional. No se podrán quedar jamás con su soplo. No negamos la importancia del lugar físico. Somos conscientes que ese aliento y ese soplo deben de alguna manera materializarse, para todos y todas que siguen viviendo esa iglesia “otra” y preguntarán ¿dónde están, cuándo se reúnen, dónde celebramos, dónde nos encontramos, cómo nos buscamos, cómo “seguimos andando”. Debe ser para nosotros un desafío indeclinable ofrecer respuestas.

“La Cripta no se negocia, la Cripta no se entrega” consignas absolutamente vigentes. La Cripta es un ícono de la iglesia de los empobrecidos. Es el “lugar” donde seguirá el Gran Espíritu invadiendo nuestros cuerpos y corazones. El capricho vaticano de arrasar con todos los vestigios de esta iglesia de base, popular, liberadora, fraterna no tiene futuro. Ese mismo día Benedicto XVI beatificaba a Juan Pablo II. Un intento más para disciplinar a los díscolos. Será inútil. Ya fueron advertidos en el Evangelio… “si ellos callan, gritarán las piedras”.

Fuimos ingenuos. Trataremos de no serlo más. Mansos si, también astutos.

2 Mayo 2011

Santo Súbito? Por Rafael Velasco, SJ.

Juan Pablo II ha sido, sin duda, el papa más mediático de todos. Y ha sido, tal vez, el más querido mundialmente. Una personalidad que, por sus gestos y palabras, despertó una gran simpatía no sólo hacia adentro, sino también puertas afuera de la Iglesia institucional.

Es en particular hacia afuera de los límites de la Iglesia donde su recuerdo ha quedado más nítido. Tal vez porque hizo lo que ningún otro antes en siglos: pidió perdón por los pecados de la Iglesia; se acercó a las otras religiones de múltiples maneras; tuvo gestos memorables con judíos (a quienes llamaba nuestros hermanos mayores) y con musulmanes. Ha sido un hombre de encuentro para los creyentes de las diversas confesiones religiosas.

Ha sido el papa que movía multitudes y despertaba, en particular en los jóvenes, un sentimiento de cercanía y afecto nunca vistos antes. Tal vez será por estas cosas y varias más que su despedida fue multitudinaria y aún es llorado por muchos. Ha sido un hombre de Dios.

Puertas adentro. También hay otra faceta de Juan Pablo II: la del papa puertas adentro de la Iglesia. Hacia adentro, intentó revitalizar la Iglesia y lanzarla hacia adelante con renovado fervor. Su énfasis en que se ingresara al tercer milenio con espíritu penitencial y su convocatoria a una “nueva evangelización”, nueva en su ardor y en sus métodos, fue también un distintivo de su pontificado.

Esto fue acompañado, por otra parte, con una mirada bastante tradicional –y hasta rígida– sobre algunos temas doctrinales particularmente sensibles para el hombre posmoderno: los métodos artificiales de control de natalidad, la posibilidad de acceder a la comunión sacramental por parte de los divorciados que se volvieron a casar, el celibato opcional de los sacerdotes, la mayor colegialidad en las decisiones, la posibilidad de que las mujeres accedan al ministerio ordenado.

En cuanto a nuestra realidad, sus reticencias respecto de la Teología de la Liberación han sido particularmente descorazonadoras para amplios sectores del catolicismo latinoamericano.

La Iglesia es una gran familia y, como en toda familia, algunos son más escuchados que otros. Esto fue claro con Juan Pablo II. Movimientos de carácter más tradicional en lo doctrinal vieron crecer su influencia, mientras que otros más volcados hacia el trabajo de transformación de las estructuras injustas (del mundo y de la misma Iglesia) fueron preteridos.

Durante su pontificado, muchos teólogos sufrieron la sospecha o el silenciamiento. Y han sido en particular los movimientos eclesiales más conservadores los que se vieron beneficiados, mientras que los sectores que ensayaron otro tipo de comprensión respecto del mundo y la cultura actual no fueron tan bien tratados.

“Santo subito”. Ya en los días de su largo velatorio comenzó a surgir la consigna: “¡Santo subito!” (¡Santo pronto!), como una expresión del cariño de su pueblo.

Esa consigna, seguida desde las más altas instancias eclesiales, significó la apertura pronta del proceso de su beatificación.

La Iglesia establece que recién después de cinco años de su muerte se puede comenzar el proceso de beatificación de una persona. En este caso, se rompió esa regla. Los procesos, como se ve, han sido bastante súbitos.

La santidad. Un santo, para la Iglesia, es alguien que ha amado mucho y lo hizo de manera heroica. Es alguien que anunció la buena noticia de Jesús y a su vez en su anuncio denunció aquello que oprime a los seres humanos, aquello que no los deja vivir humanamente con dignidad, como hermanos.

Un santo es alguien que se ha dejado transformar por Dios y ha cumplido así con fidelidad su misión.

La santidad –más aun en el caso de un papa– no es algo referido sólo a lo íntimo y personal. La santidad tiene que ver, sin dudas, con cómo la persona ha ejercido la misión que se le encomendó. En este caso, la misión no menor de ser el sucesor de Pedro en la Iglesia Católica.

Ahora bien, en el ejercicio de esa misión –en este caso particular–, más allá de los innegables logros, hubo puntos que aún hoy resultan oscuros, tal vez justamente por la excesiva cercanía. El escándalo del Banco Ambrosiano es uno de ellos.

Fue un conflicto que Juan Pablo II afrontó al principio de su pontificado, aunque en verdad venía de más atrás. Hizo –tal vez– lo mejor que pudo; pero el otorgarle refugio durante años a un personaje siniestro como monseñor Paul Marcinkus –uno de los grandes responsables del fraudulento vaciamiento– no deja de ser algo al menos sorprendente.

Otro caso: Benedicto XVI está lidiando duramente con numerosos casos de abusos de menores por parte de sacerdotes de la Iglesia Católica. Los hechos ocurrieron durante los últimos 50 años. No eran nuevos. No surgieron como un hongo en los últimos cinco años. Benedicto los ha afrontado intentando cambiar una costumbre de encubrimiento y disimulo perversa y de larga data en la Iglesia. Ha aplicado una política de tolerancia cero y se ha hecho cargo.

Pero –como digo– ya se sabía de estos crímenes en ciertos altos círculos eclesiales y la inacción de la jerarquía generó mucho dolor.

Durante el pontificado de Juan Pablo II, surgió con mucha fuerza la congregación conocida como los Legionarios de Cristo. Una congregación religiosa que, más allá de lo que se pueda pensar de ellos y la honorabilidad y santidad de sus intenciones, fue fundada por Marcial Maciel, un sacerdote acusado de abuso de menores y que además llevaba –luego se comprobó– una doble vida matrimonial. Todo amparado en un sistema de ocultamiento perversamente montado en su círculo más íntimo.

Cuesta pensar que esto no se supiera en el Vaticano. ¿Por qué, si no, Joseph Ratzinger, apenas asumió, sancionó a Maciel por su pésima vida cristiana?

No tan súbito. No estoy aquí pronunciándome sobre la santidad de Juan Pablo II. Intento señalar algunos claroscuros que nos devuelve su largo pontificado y las contradicciones y limitaciones propias de su condición humana.

Las contradicciones no anulan la virtud; un santo no es una persona sobrehumana. Los católicos creemos que la persona es hecha santa (por Dios) con las propias contradicciones a cuestas y aun a pesar de ellas. Ningún santo queda eximido de su condición humana. Creer eso no es al menos cristiano.

En realidad, estoy intentando presentar honestamente mis dudas respecto de la conveniencia de haber acelerado los tiempos de su beatificación cuando hay temas tan serios para esclarecer. Más aun cuando algunos de esos temas son todavía una honda herida abierta. Tal vez –por respeto a tantas víctimas– hubiera sido más conveniente tomarse tiempos más prolongados. La Iglesia sabe de esto. Tenemos dos mil años de historia. Llama la atención la premura. Este apuro puede ser un signo confuso. Puede ser leído como un intento de autofelicitación eclesial en un momento de crisis, y no creo que sea positivo. Ni para la Iglesia ni para hacerle verdadera justicia a la santidad de vida de Juan Pablo II.

Los católicos atravesamos tiempos penitenciales. Tiempos de autocrítica y purificación. No son tiempos de autocelebración. Canonizar a nuestro anterior jefe suena a algo así.

Vivimos tiempos en los que más bien debemos mirar hacia adentro y hacer serias autocríticas para cambiar, dado que tenemos asignaturas pendientes importantes respecto a nuestra capacidad de leer los signos de los tiempos y comprender las angustias y sufrimientos de millones de personas que caminan a tientas buscando razones para seguir esperando.

Fuente: La Voz del Interior

El aliado oscuro de Juan Pablo II. Por Jesús Rodriguez

“Y a usted, padre, ¿cuándo le vino la idea de crear la Legión?”, le preguntó Juan Pablo II a Marcial Maciel la primera vez que cenaron juntos en el comedor privado del Santo Padre. La respuesta de Maciel fue inmediata: “Santidad, a los 15 años ya tenía claro que quería crear una congregación de sacerdotes para instaurar el reino de Cristo en la sociedad”. El Papa reflexionó y continuó: “Pues sabe usted, padre Maciel, yo a los 15 años aún no había sido ordenado y no se me pasaba por la cabeza llegar a ser Papa”. Según un religioso que presenció la conversación, tras esa frase del Papa los dos rompieron a reír. El Papa siempre admiró a Maciel esa seguridad absoluta que tenía en su misión. Sabía que iba ser de una fidelidad absoluta.

Cuando Wojtyla accedió al papado en 1978, Maciel ya era pederasta. Ya había tenido relaciones con mujeres; ya sufría una adicción a los opiáceos y llevaba décadas de manejos económicos. Controlaba con mano férrea a sus chicos presos en su particular voto de silencio; era señor de mentes y haciendas en la Legión de Cristo. Pero todo su poder poco tenía que ver con lo que conseguiría de la mano del nuevo pontífice. En 1978, la Legión de Cristo era apenas una congregación profundamente conservadora creada por un ambicioso sacerdote mexicano, que aún no tenía aprobadas sus Constituciones, secretista, poderosa en México y con presencia entre las élites reaccionarias de España, Italia, Irlanda y EE UU. Con Juan Pablo II, Marcial Maciel conseguiría una influencia que nunca pudo imaginar.

Y más aún arrastrando su oscuro pasado del que nadie al parecer se percató. Maciel era un genio como recaudador, sus seminarios estaban llenos y presumía de no ir ni un paso atrás ni delante del Papa. Y, por si fuera poco, apoyaba económicamente a Solidaridad, el sindicato católico creado en Polonia en 1980 y dirigido por Lech Walesa que estaba minando los cimientos del régimen comunista de parte del nuevo Papa.

Durante el papado de Wojtyla, la Legión sería la congregación católica de mayor crecimiento. Cuando Wojtyla llegó al Vaticano, contaba con 100 sacerdotes. A su muerte tenía 800 y más de 2.000 seminaristas repartidos en 124 casas por todo el mundo. Universidades en México, Chile, Italia y España; facultades de Teología, Filosofía y Bioética. Más de 130.000 alumnos. Y 20.000 empleados en su grupo económico Integer. La cifra que más se ha repetido sobre el valor de los activos de la Legión en los últimos años es de 25.000 millones de euros.

Después de un Papa de dudas como Pablo VI, llegó en 1978 Karol Wojtyla, un Papa de certezas. Procedente de la siempre fiel Polonia. Como México. Un catolicismo de resistencia. Ese era el proyecto que ofrecía el nuevo Papa en un tiempo de incertidumbres. Para su batalla, necesitaba un ejército incondicional. Ya no le valían los franciscanos, dominicos o jesuitas. Estaban demasiado comprometidos con los pobres. Fronterizos con el marxismo. Enemistados con los poderosos. Wojtyla encontró sus nuevos reclutas en el Opus, los Kikos, Lumen Dei, los carismáticos, Comunión y Liberación, Schoenstatt, San Egidio y en la Legión de Cristo. Juntos se montaron en la máquina del tiempo y rebobinaron hasta los años cincuenta. Hasta una Iglesia con un poder centralizado, sin lugar para la disidencia. Y decidieron que esa era la Iglesia de fin de siglo; la que tenía que reevangelizar el planeta. Maciel sería uno de los mariscales de campo.

Sus trayectorias eran casi gemelas. Habían nacido en 1920, con dos meses de diferencia, en el seno de familias conservadoras, rurales y de clase media. Criados en un catolicismo piadoso, vigoroso, excluyente, muy de resistencia política y unido al sentimiento nacional de México y Polonia. Vivirían momentos de opresión religiosa durante su niñez que les educaría en un catolicismo de batalla. Las madres de ambos, Emilia y Maurita, serían el amor de su vida; la clave de su adoctrinamiento religioso, su modelo. Las mujeres tenían que ser para ellos madres y esposas. Y transmisoras del catecismo. Como sus madres.

Según Maciel en su libro Mi vida es Cristo, Juan Pablo II y él se conocieron en enero de 1979, dos meses después de que Wojtyla fuera elegido sucesor de san Pedro. Al nuevo Papa se le metió en la cabeza que su primer acto de masas fuera de Italia tenía que ser en México, un país con más de 80 millones de católicos en las puertas de EE UU y la Centroamérica de la Teología de la Liberación. Había que arrebatar América a las garras del comunismo.

En enero de 1979, Wojtyla estaba decidido a realizar ese viaje. Pero el Gobierno mexicano no lo tenía tan claro. México y la Santa Sede no mantenían relaciones diplomáticas. México era un Estado profundamente laico con una constitución anticlerical. Pero a la vez contaba con un catolicismo muy emocional, de sangre. Su legislación implicaba que en el caso de que Juan Pablo II visitara México, no lo podría hacer como jefe de Estado, sino como un “turista ilustre”; no sería invitado oficialmente por el presidente José López Portillo. No podría celebrar la misa en espacios abiertos. Con su apuesta de visitar México, Wojtyla se la jugaba. Justo al comienzo de su pontificado.

En esto apareció Maciel. Dentro de la red de amistades que el fundador de los legionarios había tejido en México estaban Rosario Pacheco y Margarita y Alicia López Portillo. Católicas, ricas y madre y hermanas del presidente mexicano, José López Portillo. Maciel era el confesor de doña Rosario. Habló con ellas. Y ellas con el presidente. Se obró el milagro. López Portillo invitaría al Papa y le recibiría en el aeropuerto. Juan Pablo estaría autorizado a decir misa al aire libre ante cientos de miles de fieles. Y la visita sería transmitida por televisión.

Wojtyla nunca olvidaría aquel fino trabajo. A nadie en Roma le importó que corrieran los rumores contra el superior de los legionarios; que en algún rincón de la curia se escondiera un grueso dossier sobre sus andanzas. Juan Pablo II las ignoró. Y durante casi tres décadas no dejó de recompensar la lealtad de Maciel.

En los años siguientes, Wojtyla aprobaría las Constituciones de la Legión sin cambiar una coma, ordenaría en el Vaticano a 59 legionarios e invitaría a Maciel a fiscalizar varios sínodos de obispos en Europa y Latinoamérica. Favoreció la creación de la universidad pontificia de los legionarios en Roma y la implantación de la congregación en Chile. Y llegó a definir a Maciel como “guía eficaz para la juventud”.

Y cuando las cosas se comenzaron a poner mal para Maciel tras la publicación en The Hartford Courant de las primeras denuncias por abusos sexuales, en febrero de 1997, el Papa hizo oídos sordos. En uno de los últimos actos de la Legión que presidió al final de su vida, Wojtyla aún homenajearía a los miembros de la Legión de Cristo elevando la voz y sobreponiéndose a su enorme debilidad: “Se nota, se siente, los legionarios están presentes”.

Cuando el obispo mexicano Carlos Talavera entregó en 1999 una carta al cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y hoy Papa, que detallaba los abusos de Maciel sobre el ex sacerdote legionario Juan Manuel Fernández Amenábar, la respuesta de Ratzinger fue concluyente, según declaró después ese mismo obispo: “Lamentablemente, no podemos abrir el caso del padre Maciel porque es una persona muy querida del santo padre, ha ayudado mucho a la Iglesia y lo considero un asunto muy delicado”.

Tendría que morir Juan Pablo II en abril de 2005 para que el affaire Maciel se reactivase. Y ya nada podría salvarle de la condena. El fuego eterno lo tenía asegurado.

 

Jesús Rodríguez es autor del libro La confesión. Las extrañas andanzas de Marcial Maciel y otros misterios de la Legión de Cristo (Debate).

La beatificación de Juan Pablo II. Por Juan José Tamayo

Mañana, 1 de mayo de 2011, Benedicto XVI beatificará a su predecesor Juan Pablo II. Desde su anuncio, esta beatificación ha causado malestar y sorpresa en importantes sectores de la Iglesia católica. Entiendo el malestar, ya que no pocas de las actuaciones de Juan Pablo II fueron todo menos ejemplares e imitables como se espera de una persona a quien se eleva a los altares y se presenta como modelo de virtudes para los cristianos. Me refiero a su manera autoritaria de conducir la Iglesia, a su rigorismo moral, el trato represivo dado a los teólogos y las teólogas que disentían del Magisterio eclesiástico -muchos de los cuales fueron expulsados de sus cátedras y sus obras sometidas a censura-, al silencio e incluso la complicidad que demostró en los casos de pederastia, especialmente con el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, a quien dio siempre un trato privilegiado con el beneplácito del cardenal Ratzinger, su brazo derecho, etcétera.

Lo que no encuentro justificada es la sorpresa. Con esta beatificación, Benedicto XVI no ha hecho otra cosa que poner en práctica el viejo refrán: es de bien nacidos ser agradecidos. La elevación de Karol Wojtyla al grado de beato es la mejor muestra de agradecimiento que podía rendir a su predecesor, que le nombró presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y le concedió un poder omnímodo en cuestiones doctrinales, morales y administrativas. Más aún, fue Juan Pablo II quien le allanó el camino nombrándolo sucesor in péctore. ¿Cómo el Papa actual no iba a beatificar al autor de tamaño ascenso en el escalafón eclesiástico?

Si no hubiera sido por Juan Pablo II, Joseph Ratzinger sería hoy un arzobispo emérito sin relevancia alguna. Pero quiso el destino que el papa polaco llamara al arzobispo alemán a su lado y le nombrara Inquisidor de la Fe, para que la vida del cardenal Ratzinger diera un giro copernicano. Durante casi un cuarto de siglo fue el funcionario más poderoso de la curia romana por cuyas manos pasaban los asuntos más importantes del orbe católico, desde el control de la doctrina hasta los casos de pederastia sobre los que decretó el más absoluto secreto, imponiendo a víctimas y verdugos un silencio que le convirtieron en cómplice y encubridor de delitos horrendos contra personas indefensas.

Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger vivieron un idilio durante casi cinco lustros con un reparto de papeles que siempre respetaron. El primero, con vocación de actor desde su juventud, ejerció esa función a la perfección, se convirtió en uno de los grandes actores del siglo XX y recibió los aplausos de millones de espectadores de todo el mundo desde su elección papal hasta su entierro. El segundo ejerció el papel para el que estaba especialmente capacitado, el de ideólogo y guionista de la obra que le tocaba representar al papa y que puso por escrito en el libro-entrevista Informe sobre la fe, cuya idea central era la restauración de la Iglesia católica.

El guión incluía la revisión del concilio Vaticano II y el cambio de rumbo de la Iglesia católica, el restablecimiento de la autoridad papal, devaluada en la etapa posconciliar, la afirmación del dogma católico, la nueva evangelización, la recristianización de Europa, la vuelta a la tradición, el freno a la reforma litúrgica, la confesionalidad de la política y de la cultura, la defensa de la moral tradicional en toda su rigidez en materias que hasta entonces eran objeto de un amplio debate dentro y fuera del catolicismo, como la familia, el matrimonio, la sexualidad, el comienzo y el final de la vida, etcétera.

El panorama eclesial descrito por el cardenal Ratzinger en la entrevista con Vittorio Messori, publicada luego como libro bajo el título antes citado Informe sobre la fe, no podía ser más sombrío: “Resulta incontestable que los últimos 20 años han sido decisivamente desfavorables para la Iglesia católica. Los resultados que han seguido al Concilio parecen oponerse cruelmente a las esperanzas de todos, comenzando por las del papa Juan XXIII y, después, las de Pablo VI. Los cristianos son, de nuevo, minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad. Los papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica y ha sobrevenido una división tal que -en palabras de Pablo VI- se ha pasado de la autocrítica a la autodestrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo, y se ha terminado con demasiada frecuencia en el hastío y en el desaliento. Esperábamos un salto hacia adelante, y nos hemos encontrado ante un proceso progresivo de decadencia que se ha desarrollado en buena medida bajo el signo del presunto espíritu del Concilio, provocando de este modo su descrédito”.

Dentro del guión entraba el cambio en la política de nombramiento de obispos, sin la cual no podía llevarse a cabo la restauración eclesial diseñada al unísono por Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger. Poco a poco fueron sustituidos los obispos conciliares por prelados preconciliares, los obispos comprometidos con el pueblo dieron paso a obispos cuya preocupación principal era la ortodoxia, los obispos vinculados a la teología de la liberación dieron paso a los obedientes a Roma. De esa manera se garantizaba el éxito de la nueva estrategia neoconservadora.

Wojtyla y Ratzinger se conocían desde la época del concilio Vaticano II, en el que ambos participaron, el primero como obispo, el segundo como asesor teológico del cardenal Joseph Frings, arzobispo de Colonia. Wojtyla se alineó con el sector conservador. Ratzinger estuvo del lado del grupo moderadamente reformista. Ambos dieron su apoyo a los documentos conciliares. Se esperaba por ello que, ubicados posteriormente en los puestos de la máxima responsabilidad eclesiástica, llevaran a la práctica las reformas aprobadas por el Vaticano II en los diferentes campos del quehacer eclesial: vida y organización de la Iglesia, teología, liturgia, recurso a los métodos histórico-críticos en el estudio de los textos sagrados, diálogo con el mundo moderno, presencia de la Iglesia en la sociedad y, sobre todo, la creación de la “Iglesia de los pobres”, propuesta estrella de Juan XXIII. No fue ese, sin embargo, el camino seguido por Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Cuando accedieron al papado fueron desmontando poco a poco el edificio construido por los padres conciliares entre 1962 y 1965 y alejándose del proyecto de Iglesia diseñado cuidadosamente en las cuatro Constituciones, los nueve Decretos y las tres Declaraciones que conforman el Magisterio conciliar.

El giro no podía ser más notorio: se pasó de la Iglesia pueblo de Dios y comunidad de creyentes a la Iglesia jerárquico-piramidal, de la corresponsabilidad al gobierno autoritario, del pensamiento crítico al pensamiento único, de la autonomía de las realidades temporales a su sacralización, de la secularización al retorno de las religiones, de la autonomía de la Iglesia local a su control, de la jerarquía como servicio a la jerarquía como ejercicio de poder, de la teología como inteligencia de la fe en diálogo con otros saberes a la teología como glosa del Magisterio eclesiástico, de la ética de la responsabilidad al rigorismo moral, del diálogo multilateral al anatema.

La beatificación de Juan Pablo II constituye, a mi juicio, una muestra más del paso que Benedicto XVI ha dado desde el neoconservadurismo al integrismo.

 

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.

Para entender quién fue Juan Pablo II. Un pontificado con contradicciones fatales. Por Hans Küng

El 17 de octubre de 1979 publiqué un balance del primer año en el cargo del papa Juan Pablo II. Fue este artículo, que apareció en varias publicaciones del mundo, lo que dos meses después dio lugar a que se me retirara la autorización eclesiástica para enseñar como teólogo católico.

Veinticinco años de pontificado han confirmado mi crítica. Para mí, este Papa no es el más grande, pero sí el más contradictorio del siglo XX. Un Papa con muchas y muy grandes dotes y con muchas decisiones equivocadas. Reduciéndolo a un único denominador: su política exterior exige a todo el mundo conversión, reforma, diálogo. En crasa contradicción con ella está su política interior, que apunta a la restauración del status quo ante Concilium y a la negación del diálogo intraeclesiástico. Este carácter contradictorio se manifiesta en diez complejos ámbitos de problemas:

1. El mismo hombre que defiende de puertas afuera los derechos humanos los niega de puertas adentro a obispos, teólogos y mujeres, sobre todo: el Vaticano no puede suscribir la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa; sería necesario cambiar antes demasiados preceptos del derecho canónico medieval-absolutista. La separación de poderes es desconocida en la Iglesia católica. En caso de disputa, la misma autoridad actúa como legisladora, fiscal y juez.
Consecuencias: un episcopado servil y una situación jurídica insostenible. Quien litigue con una instancia eclesiástica superior no tiene prácticamente ninguna oportunidad de que se le haga justicia.

2. Un gran admirador de María que predica excelsos ideales femeninos, pero que reba-ja a las mujeres y les niega la ordenación sacerdotal: siendo atractivo para muchas mujeres católicas tradicionales, este Papa repele a las mujeres modernas, a las que quiere excluir “infaliblemente” de las órdenes mayores para toda la eternidad y a las que en el caso de la anticoncepción incluye en la “cultura de la muerte”.
Consecuencias: escisión entre el conformismo exterior y la autonomía interna de la conciencia, que en casos como en el del conflicto de los consejeros de mujeres embarazadas también aleja a las mujeres de los obispos afines a Roma, lo que provoca el creciente éxodo de quienes aún seguían fieles a la Iglesia.

3. Un predicador en contra de la pobreza masiva y la miseria del mundo que, sin embargo, con su posición sobre la regulación de la natalidad y la explosión demográfica, es corresponsable de esa miseria: el Papa, que tanto en sus numerosos viajes como en la conferencia sobre población de la ONU en El Cairo tomó postura en contra de la píldora y del preservativo, podría tener mayor responsabilidad que cualquier estadista en el crecimiento demográfico descontrolado de numerosos países y la extensión del sida en África.
Consecuencias: incluso en países tradicionalmente católicos como Irlanda, España y Polonia, existe un creciente rechazo a la moral sexual y al rigorismo católico romano en el tema del aborto.

4. Un propagandista de la imagen del sacerdocio masculino y célibe que es corresponsable de la catastrófica escasez de curas, el colapso del sacerdocio en muchos países y el escándalo de la pedofilia en el clero, que ya es imposible encubrir: el que a los sacerdotes les siga estando prohibido el matrimonio no es más que un ejemplo de cómo este Papa también posterga la doctrina de la Biblia y la gran tradición católica del pri-mer milenio (que desconocen las leyes del celibato eclesiástico) en favor del derecho canónico del siglo XI.
Consecuencias: los sacerdotes son cada vez más escasos, su reemplazo inexistente, pronto casi la mitad de las parroquias carecerán de párrocos ordenados y celebrantes regulares de la eucaristía, hechos que no pueden ocultar la creciente importación de sacerdotes de Polonia, India y África ni la inevitable fusión de parroquias en “unidades eclesiales”.

5. El impulsor de un número inflacionista de beatificaciones lucrativas que al mismo tiempo, con poder dictatorial, insta a su Inquisición a actuar contra teólogos, sacerdotes, religiosos y obispos desafectos: son perseguidos inquisitorialmente sobre todo aquellos creyentes que destacan por su pensamiento crítico y su enérgica voluntad reformista. Del mismo modo que Pío XII persiguió a los teólogos más importantes de su época (Chenu, Congar, De Lubac, Rahner, Teilhard de Chardin), Juan Pablo II (y su Gran Inquisidor Ratzinger) ha perseguido a Schillebeeckx, Balasuriiya, Boff, Bulányi, Curran, así como al obispo Gaillot (de Evreux) y al arzobispo Huntington (de Seattle).
Consecuencias: una Iglesia de vigilantes en la que se extienden los denunciantes, el temor y la falta de libertad. Los obispos se perciben a sí mismos como gobernadores romanos y no como servidores del pueblo cristiano, y los teólogos escriben en conformidad o callan.

6. Un panegirista del ecumenismo que, sin embargo, hipoteca las relaciones con las iglesias ortodoxas y reformistas e impide el reconocimiento de sus sacerdotes y la comunidad eucarística de evangélicos y católicos: el Papa podría, tal como ha sido recomendado repetidas veces por las comisiones ecuménicas de estudio y practican mu-chos párrocos, reconocer a los eclesiásticos y las celebraciones de la comunión de las iglesias no católicas y permitir la hospitalidad eucarística. También podría atemperar la exagerada ambición medieval de poder frente a las iglesias orientales y reformadas. Pero quiere mantener el sistema de poder romano.
Consecuencias: el entendimiento ecuménico quedó bloqueado tras el Concilio Vaticano II. Ya en los siglos XI y XVI el papado demostró ser el mayor obstáculo para la unidad de las iglesias cristianas en libertad y pluralidad.

7. Un participante en el Concilio Vaticano II que desprecia la colegialidad del Papa con los obispos, decidida en ese concilio, y que vuelve a celebrar en cada ocasión que se presenta el absolutismo triunfalista del papado: en sustitución de las palabras progra-máticas conciliares (aggiornamiento, diálogo, colegialidad, apertura ecuménica), se vuelve ahora, en las palabras y en los hechos, a la “restauración”, “doctrina”, “obediencia”, “rerromanización”.
Consecuencias: No deben llamar a engaño las masas de las manifestaciones papales: son millones los que bajo este pontificado han “huido de la Iglesia” o se han retirado al exilio interior. La animosidad de gran parte de la opinión pública y de los medios de comunicación frente a la arrogancia jerárquica se ha intensi-ficado de forma amenazadora.

8. Un representante del diálogo con las religiones del mundo, a las que simultáneamen-te descalifica como formas deficitarias de fe: al Papa le gusta reunir en torno a sí a dignatarios de otras religiones. Pero no se percibe mucha atención teológica a sus demandas. Antes bien, incluso bajo el signo del diálogo sigue concibiéndose como un “misionario” de viejo corte.
Consecuencias: la desconfianza hacia el imperialismo ro-mano está ahora tan difundida como antes. Y esto no sólo entre las iglesias cristianas, sino también en el judaísmo y el islam, por no hablar de India y China.

9. Un poderoso abogado de la moral privada y pública y comprometido paladín de la paz que, al mismo tiempo, por su rigorismo ajeno a la realidad, pierde credibilidad como autoridad moral: las posiciones rigoristas en materias de fe y de moral han socavado la eficacia de los justificados esfuerzos morales del Papa.
Consecuencias: aunque para algunos católicos o secularistas tradicionalistas sea un superstar, este Papa ha propiciado la pérdida de autoridad de su pontificado por culpa de su autoritarismo. A pesar de que en sus viajes, escenificados con eficacia mediática, se presenta como un comunicador carismático (aunque al mismo tiempo es incapaz de diálogo y obsesivamen-te normativo de puertas adentro), carece de la credibilidad de un Juan XXIII

10. El Papa, que en el año 2000 se decidió con dificultad a reconocer públicamente sus culpas, apenas ha extraído las consecuencias prácticas: sólo pidió perdón para las fal-tas de los “hijos e hijas de la Iglesia”, no para las del “Santo Padre” y las de la “propia Iglesia”.
Consecuencias: la reticente confesión no tuvo consecuencias: nada de enmienda, tan sólo palabras, nada de hechos. En vez de orientarse por la brújula del evangelio, que ante los errores actuales apunta en dirección de la libertad, la compasión y el amor a los hombres, Roma sigue rigiéndose por el derecho medieval, que, en lugar de un mensaje de alegría, ofrece un anacrónico mensaje de amenaza con decretos, catecismos y sanciones.

No puede pasarse por alto el papel del Papa polaco en el colapso del imperio soviético. Pero éste no se derrumbó a causa del Papa, sino de las contradicciones socioeconómicas del propio sistema soviético. La profunda tragedia personal de este Papa es ésta: su modelo de Iglesia polaco-católica (medieval-contrarreformista-antimoderna) no pudo trasladarse al “resto” del mundo católico. Más bien fue la propia Polonia la que resultó arrollada por la evolución moderna.

Para la Iglesia católica, este pontificado, a pesar de sus aspectos positivos, se revela a fin de cuentas como un desastre. Un Papa declinante que no abdica de su poder, aunque podría hacerlo, es para muchos el símbolo de una Iglesia que tras su rutilante fa-chada está anquilosada y decrépita. Si el próximo Papa quisiera seguir la política de este pontificado, no haría sino potenciar aún más la monstruosa acumulación de problemas y haría casi insuperable la crisis estructural de la Iglesia católica. No, un nuevo papa tiene que decidirse a cambiar el rumbo e infundir a la Iglesia valor para la renova-ción, siguiendo el espíritu de Juan XXIII y, en consecuencia, los impulsos reformistas del Concilio Vaticano II.

 

Hans Küng es teólogo. © Hans Küng, 2003. Traducción de Jesús Alborés.

Hans Küng fue uno de los teólogos consultores más importantes del concilio Vaticano II

Fuente Servicios Koinonia

 

¿Quién necesita a Juan Pablo II santo?. Un intento más de disciplinamiento. Por Nicolas Alessio

“…la fuerza y la tenacidad con que defendió y proclamó el vínculo indisoluble de la Iglesia con Cristo y la integridad de la doctrina católica” [1]

 

Aquí esta el problema. Juan Pablo II no distingue entre Iglesia y Cristo. Eso quiere decir “vínculo indisoluble”. Y este “vínculo” lo defendió con “fuerza” y “tenacidad”. Por eso no extraña que, junto a esta identificación, se incluya “la integridad de la doctrina católica”. Nada que discutir, nada que reflexionar, nada que observar, nada que opinar, nada que criticar, nada que refutar, nada que pensar… solo acatar, custodiar y defender la doctrina católica. Por eso las advertencias, las persecuciones, las prohibiciones, las censuras y las condenas a todos y todas aquellos que se animen tan solo a “pensar distinto” de esta “integridad de la doctrina”. Esta posición supone una manera de entender a la Iglesia, un modelo de Iglesia.

La “canonización” de Juan Pablo II solo apunta a fortalecer ese modelo eclesial, es un intento fuerte para continuar disciplinando y ordenando hacia adentro. Se trata de fortalecer el modelo romano, centralizado, dogmático, cerrado. Y, como por doquier aparecen fisuras en este modelo, porque “el Espíritu sopla donde y como quiere” y no está secuestrado por el vaticano, se necesita un signo fuerte, una figura que de por si legitime esta concepción eclesial.

Juan Pablo II no es precisamente un “santo” del Vaticano II. Mucho menos un “santo” de los empobrecidos. En Latinoamérica lo sabemos demasiado bien. Juan Pablo II, en sintonía con, en aquel entonces cardenal Joseph Ratzinger, se empeñaron en desmerecer, advertir, corregir, censurar y estigmatizar a la “teología de la liberación”. Movimiento que, luego del Concilio Vaticano II, fue el “segundo gran acontecimiento histórico del siglo XX, abrió el diálogo con el mundo de lo social y lo político, en el encuentro con los pobres y en la praxis histórica de transformación social. Esta teología desató también una explosión de vitalidad y de mística, cuya manifestación mayor fue la multitud de comunidades de base esparcidas por la geografía universal y una pléyade de mártires literalmente jesuánicos, según el modelo de Jesús”[2]. Juan Pablo II será un santo del orden y la disciplina restauradora.

Benedicto XVI quiere darse el gusto presentar a todo el mundo y a todos los pueblos del mundo una manera de vivir, de pensar y de sentir que debe ser imitado. En definitiva eso es un “santo oficial” y eso pretende ser Juan Pablo II canonizado. Y este “modelo” no está ajeno a los avatares históricos. El “modelo” tiene connotaciones no solo “espirituales”, si no también ideológicas, políticas, sociales. Juan Pablo II “santo” es una manea de bendecir, de consagrar una concepción “imperial”, una concepción clausurada, de la Iglesia y también de la sociedad. Así decía María Vigil: “El máximo error de la Iglesia católica en ese mismo siglo ha sido el miedo a la dinámica de vida y de recuperación histórica que el Vaticano II y la Teología de la liberación despertaron, miedo que cristalizó en la elección de Juan Pablo II y su programa de freno y de retroceso. Como suele decir González Faus, su pontificado ha sido en muchos aspectos el pontificado del miedo, una actitud que aún mantiene cautivo al catolicismo, sin permitirle entrar verdaderamente en el «nuevo milenio»[3].

Aquí, el miedo, es un soporte de la identidad monolítica romana y de toda ideología conservadora, restauradora, dominante. Ese miedo es aún mayor bajo el pontificado de Benedicto XVI. Y no es el miedo que surge de manera prudente frente a una amenaza. Es el miedo de la soberbia de los que detentan el poder imperial. Este poder religioso es funcional al poder soberbio de los EEUU, por eso nadie se sorprendió cuando Jorge Bush y Benedicto XVI, al culminar su visita, dieran un comunicado en conjunto señalando que: “…hablaron de diversos temas de interés común para la Santa Sede y los Estados Unidos de América, entre ellos cuestiones morales y religiosas en las que ambas partes están comprometidas”[4]. Ambas partes comprometidas. Por eso tampoco nos sorprendimos ante las tibias declaraciones cuando comenzó la invasión a Libia, solo luego de un par de semanas, Benedicto pidió el cese de la agresión militar.

Sin embargo esta batalla por la hegemonía espiritual está a perdida. Para las sociedades actuales un santo mas un santo menos en el calendario es absolutamente insignificante. Para las grandes mayorías empobrecidas también. Solo resabios de la pompa vaticana. Tendrá sus ecos en las iglesias locales durante un tiempo corto, fortalecido por una puesta en escena mediática y no mucho más. Esta canonización será un esfuerzo inútil por parte del poder vaticano. Estamos en un tiempo donde ya hemos comenzado a creer de otra manera. A creer desligados de las tutelas institucionales y mucho más desligados cuando esas tutelas se expresan de manera autoritaria, autócrata. Vivimos una nueva espiritualidad. “Tras siglos viviendo la experiencia de un cristianismo como «la única religión verdadera”, hoy en día, la biodiversidad -también la religiosa- es percibida como un valor sagrado que no permite tales exclusivismos. Esta nueva conciencia está afectando ya a nuestra forma de vivir y de comprender nuestra espiritualidad y nuestro cristianismo”[5].

Cientos de miles de seguidores de Jesús y otros tantos de diversas religiones y credos, seguirán buscando y viviendo esa nueva espiritualidad. Una espiritualidad que expresa, celebra y se compromete con la libertad, la pluralidad, la diversidad y un hondo y profundo humanismo al servicio de los olvidados de la historia.

 

Nicolas Alessio, teólogo, en las vísperas del día del trabajador.

 

 

[1] Sesión de Apertura de la Investigación Diocesana sobre la vida, las virtudes y la reputación de santidad del Siervo de Dios Juan Pablo II (Karol Wojty?a) Sumo Pontífice, reflexiones conclusivas del Cardenal Vicario Camillo Ruini Roma, Basílica de San Juan de Letrán, 28 junio 2005

[2] A los 40 años del Vaticano II, Adiós al Vaticano II “No puesta al día, sino mutación” José María Vigil

[3] Idem

[4] Washington (Estados Unidos), 17 Abr. 08 AICA

[5] Cfr. RESUMEN DE LA PONENCIA ‘OTRA ESPIRITUALIDAD ES POSIBLE en Foro Social Mundial Nairobi, 15 Enero 2007

 

Jueves Santo. Por Laura Garzón

Hoy es el día en que celebramos la institución del amor como servicio, o, del servicio como amor.

Es el día en que la autoridad, la catequesis, el discipulado, se ejercen y se ennoblecen, desde los pies, desde abajo, desde la tierra, desde los menores diría San Francisco de Asís.

Es el día en que los que tienen alguna función de conducción, de orientación, de guía, de pastoreo; dentro de la Iglesia se replanteen, si están siendo fieles y consecuentes a la buena noticia de Jesús; o solo repiten gestos y rituales vacíos de contenido para el mundo de hoy, porque en su práctica diaria se asemejan más al sanedrín, que a los discípulos de Jesús.

Como laicos, como personas comunes, pero igualmente responsables en el seguimiento y actualización del proyecto de Jesús de Nazaret; cuestionamos y denunciamos a la jerarquía eclesial, que con su hipocresía y rigor medieval, solo confunde y aleja a las personas creyentes de hoy, del Dios Padre y Madre universal que nos revela Jesús.

Como comunidad, rechazamos la decisión del obispo de imponernos un párroco que no coincide con nuestras búsquedas de una fe recreada, renovada, con responsabilidad y libertad, a la luz de las nuevas propuestas teológicas pos-conciliares, a la luz de la ciencia y del arte, y especialmente a la luz de los crucificados de hoy.

Hemos decidido, no aceptar tal designación, ni la instalación del nuevo sacerdote en la sede parroquial, por ser inconsulta y opuesta a nuestra identidad cristiana.

Comunidad de la parroquia nuestra señora del valle

“La Cripta”

Los extremos… se tocan? Por Miguel Berrotarán

Existen frases que revelan posturas, son como análisis o lecturas condensadas de lo que acontece. Abarcarlas, cuestionarlas, llegar a la raíz de su visión de la realidad, es parte de lo que intentaremos aquí. Estas son frases que entran y hacen mella en los que las escuchan, más si son pronunciadas en el ámbito de lo eclesial, ya que allí, en más de una ocasión,  se da una especie de recepción acrítica  más atenta a la autoridad “del que las dice” que a la veracidad “de lo que dicen”.

Vamos abordar una frase (y solo una), con sus planteos derivados, que surgió en nuestra comunidad católica  para echar luz a los conflictos intra-eclesiales que estábamos  y aun estamos viviendo en Córdoba (signo y reflejo del conflicto global de la Iglesia toda). La frase dice: “los extremos se tocan”, y de algún modo, “nosotros estamos intentando no perder el equilibrio, no bandearnos ni para un lado ni para el otro”. Esta es una lectura comprimida de la realidad, como decíamos,  vamos a ver si es correcta, es decir, si contiene argumentos de peso que la sustenten.

Dichos extremos son, en este caso, ideológicos, y podemos encontrarlos en  frecuentes expresiones  como: progresistas y conservadores, aperturistas e integristas, derecha e izquierda, teologías desde arriba o desde abajo, y muchos otros. Lo que se está diciendo, en primera instancia, es que  estas visiones, en más de una ocasión, pueden tornarse extremas, es decir, pecar de cierto fundamentalismo. La tentación de la intolerancia y la falta diálogo está siempre a nuestro acecho. Cabe entonces pensar que en cierto sentido estos extremos pueden tocarse, es decir, perecerse en lo intransigente de sus modos. Ahora bien, llegar solo hasta aquí sería simplista e injusto. Nos falta mucho por “des-hacer” en esta frase demasiado “hecha”.

Continuando con nuestro análisis debemos afirmar que las visiones  son extremas, no solo por su ocasional posibilidad de intransigencia (cuestión de forma), sino porque son sustancialmente diversas (cuestión de fondo), y lo son porque parten de principios diversos, y porque parten de principios diversos, en lo esencial “no se tocan”. Podrán converger en algunos aspectos accidentales, mas no en lo esencial. Entonces aquí, y desde esta perspectiva, debemos poner en cuestión  la afirmación de nuestra frase y decir que “los extremos no se tocan”, y que no intentemos que lo hagan porque sería abordar una misión imposible. Podrán estar juntos, reunirse a tomar un café y dialogar horas, pero no se tocarán.

Veamos entonces como varía el análisis de la significación de una frase. De la expresión “los extremos se tocan”  hasta ahora podemos decir que en algún sentido puede llegar a ser cierta en cuanto a las formas y la posibilidad de sus vicios “morales”, pero se torna incorrecta si miramos a los principios ideológicos que la sustentan.

Avanzando un poco más en el análisis, debemos decir que hay visiones que pueden llegar a complementarse porque sus fundamentos son compatibles, pero otras veces no, sencillamente, porque no lo son. Algo de eso sucede con las izquierdas y las derechas (tanto en la política cívica como eclesial), parten de presupuestos tan diversos que son incompatibles, hay diferencias esenciales e irreconciliables. En este sentido son extremos que no se tocan precisamente por tratarse de extremos “opuestos” o “antagónicos”. Aquí no cabe el discurso simplón de “aceptar las diferencias” y aprender a asumir lo diverso. Esta postura implica negar  o desconocer la complejidad de lo que está en juego. Respetar lo diverso no significa aceptarlo, porque en la aceptación se estarían negociando los principios. Lo de la unidad en la diversidad, habría que decir que es absolutamente cierto y necesario, en tanto las diversidades sean compatibles, en caso contrario, hay que optar por alguna de las diversas  posibilidades ante la imposibilidad de optar por todas como si todas dieran lo mismo. Para poner un ejemplo, más que burdo, pero bastante claro: podemos  hacer dialogar para llegar a puntos convergentes a Evo Morales, Tosco, Guevara y Marx, pero no cabe esa posibilidad cuando intentamos hacer converger alguna de estas personas con Videla, Macri, o Menem. En el plano eclesial sería intentar conciliar a Romero, De Nevares, Cámara, Casaldáliga, Castillo, Boff, etc. con Balaguer, Aguer, Lopez Trujillo u otros. Pedirles que juntos lleguen a un acuerdo esencial es, simplemente, pedirles un imposible.

Es válido que existan estas diferencias, lo cual nos obliga a tratarlas de analizar en sus postulados para ver y elegir desde donde partimos. Lo que no es válido es pedirles que se toquen, que construyan juntas en pos de la comunión y de la unidad,  ese pedido parte  simplemente de una negación de las diferencias y de la seriedad de sus convicciones. Es, en pos de una caricatura de la comunión y la unidad, no tomar en serio la complejidad de las diferencias que existen en la diversidad y ahorrarse así, la siempre conflictiva tarea de optar. Aquí entramos en la gran tentación de las posturas intermedias (algo de esto nos pasa a nosotros aquí en la Iglesia de Córdoba).

Estas posiciones intentan ser un “centro” de “equilibrio”, “el justo medio del varón prudente” diría Aristóteles, el espacio del “sano juicio” ante el “desquicio” de los extremos. El sagrado lugar de la asepsia y  la neutralidad ¿Será así? Solo en un plano absolutamente teórico, no en la dimensión de lo real e histórico.

Estos cuestionamientos, estos planteos, no son exclusivos ni privativos de lo eclesial, son análisis que se hacen en la filosofía,  en la sociología, los realizan los politólogos, historiadores, porque son fundamentales para entender los procesos históricos y sus avatares.

Volviendo a las posturas moderadas, a los centros del equilibrio, debemos decir que esta moderación insípida, aunque la sintamos transida por la tibieza de lo indefinido, de hecho son posturas definidas, y lo son generalmente a favor de los extremos más reaccionarios. En más de una ocasión, los centros han jugado a favor de la derecha, han sido funcionales a ella, son, por decirlo con mayor plasticidad, la derecha edulcorada. Esta pareciera ser la postura hoy,  de nuestra Iglesia de Córdoba.

Aquí entramos en lo neurálgico del debate. Frente a una Iglesia claramente restauracionista (pensar en los últimos nombramientos de Obispos, por poner solo un signo, y más que claro): ¿qué postura hay que asumir?, ¿cómo hay que pararse?. Ahora bien, si no vemos  que a nivel universal hay un retroceso respecto al Vaticano II, que la política es efectivamente de restauración, ya estamos ante un nuevo (y doble) problema. A este retroceso hoy lo ven infinidad de teólogos, congregaciones religiosas enteras (que ya han asumido sus políticas de resistencia), movimientos laicales, exégetas, y muchos miembros más de nuestra Iglesia. Claro que no pueden expresar lo que ven, “abiertamente”, en un lugar tan “cerrado”, porque saben que en una estructura con rasgos tan fundamentalistas, se vive actualizando el “error galileo” en donde el que “ve pierde” y si “hace ver… muere”, pero si calla (por un supuesto y caricaturesco “amor” a la Iglesia (¿?) o por “obediencia debida”)… se salva.

Acá estamos ante el gran desafío de discernir, con el evangelio en la mano y con nuestra historia pasada y presente, en cómo pararnos ante una jerarquía que ha decidido retroceder, no avanzar, sofocar el espíritu del concilio. Hasta ahora han decidido “algunos” esta postura “moderada” y claramente funcional al “retroceso” provocado por los sectores más reaccionarios, integristas y conservadores de nuestra comunidad. Conflictos habrá siempre, incomprensiones también, aún con la autoridad (pensar en Jesús sino). Si la conflictividad es fruto de nuestra opción por el Reino, bendita sea, no hay que “gambetearle a la cruz”. Obviamente no se trata de “quemar naves” a locas y sueltas, pero tampoco retroceder ni ser funcionales a un proyecto anti-evangélico.

Por lo pronto de esto “no se habla” y,  por tanto, no hay posibilidad de discernimiento  “comunitario” y menos aun, “libre” (rasgo ideal de nuestro plan pastoral). A lo sumo, y por debajo, se hacen análisis muy epidérmicos,  desde una moralina simplista o desde una psicología barata, como si se tratara simplemente de una puja entre eternos adolescentes que no conocen de límites, y eternos inseguros que solo entienden de límites. Así se llegó a la frase “los extremos se tocan” como un modo más que “básico” de abordar una problemática “compleja y profunda”. Es por eso que “pongo” el tema en la mesa y así, me “expongo”, con la esperanza de que esto genere algún tipo de diálogo, aunque más no sea de pasillo.

Pbro. Miguel Berrotarán

 

 

 

 

Desde el Jardín. Por Darío Passadore

Me presento
Buenas tardes a todos y Gracias por acompañarnos hoy en este “ABRAZO A LA CRIPTA”.
Soy Darío Passadore, Presidente del Consejo Pastoral de La Cripta.

Estas expresiones artísticas que estamos compartiendo hoy son espectaculares, como es significativo que nos reunamos hoy a compartir todo esto. Pero me toca a mi proponerles un alto e invitarlos a darle significación a esta actividad.

La Identidad de La Cripta NO se negocia. Grupo de Teatro ExTras

Como todos Uds. saben la inconsulta decisión del Obispo Carlos Ñañez de designar un párroco disonante con nuestra línea pastoral nos pone aquí, en el jardín, a la intemperie.

Desde la intemperie es interesante recordar que hemos logrado una construcción como comunidad, y una identidad, impulsados por una búsqueda que nos es común. Pero es momento de preguntarnos, esta búsqueda, ¿desde dónde la hacemos?

Somos testimonio de lo que hemos cosechado aquí, en La Cripta, mas, ¿Cuál ha sido la nutriente de esta experiencia?
La respuesta a estos dos interrogantes es una, y es poderosa, la respuesta es UNA LECTURA DE JESUS Y DE SU EVANGELIO.

LA REALIDAD ES ENTONCES QUE TENEMOS UNA LECTURA DEL EVANGELIO DE JESUS DE NAZARET, Y DESDE ALLI ES DESDE DONDE HACEMOS, Y HA SIDO LA NUTRIENTE DE ESTA EXPERIENCIA QUE QUEREMOS ABRAZAR Y QUE RECONOCEMOS COMO LA CRIPTA.

DESDE LA INTEMPERIE, Y DESDE ESTA LECTURA, TAL COMO VOTAMOS LIBRE Y UNANIMEMENTE EN OCASION DE NUESTRA ASAMBLEA PARROQUIAL,  DECIDIMOS RECHAZAR LA IMPOSICION DEL OBISPO

 

DECIDIMOS RECHAZAR LA IMPOSICION DEL OBISPO

  • Porque nos ha costado un largo proceso personal y comunitario acrisolar un sentido de la vida y un sentido de nuestra fe.

  • Porque eso ni lo renunciamos, ni lo negociamos, ni lo cambiamos, porque sería renunciar a lo que somos, pensamos y sentimos.

  • Porque no queremos renunciar  a nuestro espacio en la Iglesia de la que somos parte, en la que hemos crecido o descubierto este modo de vivir la fe; no queremos entregar este espacio porque nos pertenece y no queremos dejárselo a quienes intentan otra cosa.

 

Doy paso ahora al grupo de teatro de la cripta, ExTras, que nos guiará en este emotivo abrazo simbólico a nuestra Cripta.

 

 

 

¡“la identidad de la Cripta NO se negocia”! Abrazo Multitudinario. Por Laura Garzón

La convocatoria superó las expectativas. La consigna fue clara y la gritamos entre todos: ¡“la identidad de la Cripta NO se negocia”!

ABRAZO A LA CRIPTA  Por Laura Garzón.

Desde la afirmación: ¡“la identidad de la Cripta NO se negocia”!  Aún resonando en nuestros oídos y corazones, es que afirmamos:

Que ante el desconcierto y perplejidad que nos causan estas actitudes rígidas, de imposiciones y sanciones, vamos a resistir, a no dejarnos desanimar o perder la esperanza.
Nos comprometemos a continuar trabajando, en un auténtico seguimiento de Jesús de Nazareth, en su proyecto, y en el desafío de llevar su Buena Noticia, con coraje y alegría, a las minorías de nuestra sociedad.
Seguiremos luchando, por una Iglesia pluralista y participativa; convencidos que el Espíritu Santo guía e ilumina, a todas las personas de Buena Voluntad. No tiene sede exclusiva, ni preferida, en el Vaticano, o en Av. Hipólito Irigoyen. Ningún obispo, ningún sacerdote, ningún Papa, están por encima de nuestra Libertad de conciencia, de expresión o de pensar.
Por último, queremos reafirmar, que  reconocemos en el término Iglesia a la Asamblea de todos los bautizados, que se gobierna a si misma. Todos reconocemos a un mismo Padre, y en Jesús, a todos los hombres como nuestros hermanos.

Queremos agradecer especialmente a Quito, Víctor y las Hermanas de San Casimiro; pilares fundamentales en la construcción de esta Utopía, que durante 40 años, más allá de ser el sueño de una porción de Iglesia, ha sido un aporte y una lucha por la Dignidad Humana.

No sé si somos muchos o pocos, algunos dicen que somos un pequeño grupo de rebeldes (o algo así) pero no importa la cantidad, sino la convicción y el compromiso auténtico con la causa de Jesús.

¡“la identidad de la Cripta NO se negocia”!