Tema (Lc.2,16-21)
Los pastores fueron corriendo y encontraron a María, a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlos les contaron lo que les habían dicho del niño. Y todos se admiraban de lo que ellos contaban. María guardaba todas estas cosas en el corazón, meditándolas. Los pastores se volvieron glorificando a Dios por lo que habían visto y oído.
Síntesis de la homilía
Se hace indispensable, celebrando esta fiesta, instaurada por la devoción mariana
muy intensa y muy polaca de Juan Pablo II, aclarar lo que significamos cuando evocamos ese título concedido a María por el Concilio de Efeso en el año 431, en contra de las vacilaciones e incipientes herejías que negaban la divinidad de Jesús.
Madre de Dios, quería afirmar que su hijo hizo presente a Dios entre nosotros. La aseveración completa para no dar lugar a equivocaciones evasivas, es que María es madre de Jesús en quien creemos que se nos revela Dios. Por eso es un niño hombre que nace como cualquier hombre, en quien, con el tiempo, los que lo conocieron y recogieron su historia, se dieron cuenta de que había una manifestación especial de Dios. Entre todos los hijos de Dios, era el hijo de Dios.
Durante mucho tiempo y con mucha fuerza nos hemos contentado con buscarle títulos a María, como si necesitáramos tenerla contenta con nuestras alabanzas, o quisiéramos volcarla a favor nuestro frente a Dios. No nos hemos casi fijado en que se trata de una mujer fuerte que con todas sus limitaciones humanas se encargó junto a José su esposo de educar a Jesús. En que su título más importante, que no necesita ser atribuido por nadie, porque sencillamente lo aceptó y lo vivió, es ser madre de Jesús, absolutamente fiel a lo que entendió que era su misión junto a él. El cariño y aprecio hacia ella no es el que pueda asegurarnos sus favores, sino el que reconoce todo su esfuerzo humano para que Jesús, su hijo, fuera también fiel a lo que Dios le había confiado en favor de su pueblo oprimido y sufriente por la traición o el descuido de quienes había asumido la responsabilidad de alimentarlo y defenderlo. Así, sin que ella pudiera vislumbrarlo, su hijo se convirtió en vanguardia liberadora para toda la humanidad.
Y ella, en el paso necesario para que, siendo plenamente hombre fuera también la más completa revelación de Dios de que disponemos.
Por eso su figura está ligada absolutamente a esa paz que es deseo inalcanzado para toda la humanidad. La que desea cada uno en su interior y la que anhelamos se logre en las relaciones humanas en todo el mundo. Ella y Jesús podían haberse decepcionado al medir la eficacia de todo lo que hicieron con perseverancia y fortaleza. Lo mismo que seguramente nos sucede a nosotros que, siguiendo sus huellas, tratamos de descubrir cada día lo que está en nuestras manos realizar para multiplicar los felices, para seguir sosteniendo siempre que es posible una realidad mejor gestada en base al compromiso de todos.