Escribíamos anteriormente en estas páginas que la crisis de la Iglesia-institución-jerarquía radica en la absoluta concentración de poder en la persona del papa, poder ejercido de forma absolutista, distanciado de cualquier participación de los cristianos y creando obstáculos prácticamente insuperables para el diálogo ecuménico con las otras Iglesias.
No fue así al principio. La Iglesia era una comunidad fraternal. No existía todavía la figura del papa. Quien dirigía la Iglesia era el emperador pues él era el Sumo Pontífice (Pontifex Maximus) y no el obispo de Roma ni el de Constantinopla, las dos capitales del Imperio. Así el emperador Constantino convocó el primer concilio ecuménico de Nicea (325) para decidir la cuestión de la divinidad de Cristo. Todavía en el siglo VI el emperador Justiniano, que rehízo la unión de las dos partes del Imperio, la de Occidente y la de Oriente, reclamó para sí el primado de derecho y no el de obispo de Roma. Sin embargo, por el hecho de estar en Roma las sepulturas de Pedro y de Pablo, la Iglesia romana gozaba de especial prestigio, así como su obispo, que ante los otros tenía la “presidencia en el amor” y “ejercía el servicio de Pedro”, el de “confirmar en la fe”, no la supremacía de Pedro en el mando.
Todo cambió con el papa León I (440-461), gran jurista y hombre de Estado. Él copió la forma romana de poder que es el absolutismo y el autoritarismo del emperador. Comenzó a interpretar en términos estrictamente jurídicos los tres textos del Nuevo Testamento referentes a Pedro: Pedro como piedra sobre la cual se construiría la Iglesia (Mt 16,18), Pedro, el confirmador en la fe (Lc 22,32) y Pedro como Pastor que debe cuidar de sus ovejas (Jn 21,15). El sentido bíblico y jesuánico va en una línea totalmente contraria: la del amor, el servicio y la renuncia a cualquier honor. Pero predominó la lectura del derecho romano absolutista. Consecuentemente León I asumió el título de Sumo Pontífice y de Papa en sentido propio. Después, los demás papas empezaron a usar las insignias y la indumentaria imperial, la púrpura, la mitra, el trono dorado, el báculo, las estolas, el palio, la muceta, se establecieron los palacios con su corte y se introdujeron hábitos palaciegos que perduran hasta los días actuales en los cardenales y en los obispos, cosa que escandaliza a no pocos cristianos que leen en los evangelios que Jesús era un obrero pobre y sin galas. Entonces empezó a quedar claro que los jerarcas están más próximos al palacio de Herodes que a la gruta de Belén.
Pero hay un fenómeno de difícil comprensión para nosotros: en el afán por legitimar esta transformación y garantizar el poder absoluto del papa, se forjaron una serie de documentos falsos. Primero, una pretendida carta del papa Clemente (+96), sucesor de Pedro en Roma, dirigida a Santiago, hermano del Señor, el gran pastor de Jerusalén, en la cual decía que Pedro antes de morir había determinado que él, Clemente, sería el único y legítimo sucesor. Y evidentemente los demás que vendrían después. Falsificación todavía mayor fue la famosa Donación de Constantino, un documento forjado en la época de León I según el cual Constantino habría hecho al papa de Roma la donación de todo el Imperio Romano. Más tarde, en las disputas con los reyes francos, se creó otra gran falsificación, las Pseudodecretales de Isidoro que reunían falsos documentos y cartas como si proviniesen de los primeros siglos, que reforzaban el primado jurídico del papa de Roma. Y todo culminó con el Código de Graciano en el siglo XIII, tenido como base del derecho canónico, pero que se basaba en falsificaciones y normas que reforzaban el poder central de Roma además de en otros cánones verdaderos que circulaban por las iglesias. Lógicamente, todo esto fue desenmascarado más tarde pero sin producir modificación alguna en el absolutismo de los papas. Pero es lamentable y un cristiano adulto debe conocer los ardides usados y concebidos para gestar un poder que está a contracorriente de los ideales de Jesús y que oscurece el fascinante mensaje cristiano, portador de un nuevo tipo de ejercicio del poder, servicial y participativo.
Posteriormente se produjo un crescendo del poder de los papas: Gregorio VII (+1085) en su Dictatus Papae (la dictadura del papa) se autoproclamó señor absoluto de la Iglesia y del mundo; Inocencio III (+1216) se anunció como vicario-representante de Cristo y por fin, Inocencio IV (+1254) se alzó como representante de Dios. Como tal, bajo Pío IX en 1870, el papa fue proclamado infalible en el campo de doctrina y moral. Curiosamente, todos estos excesos nunca han sido denunciados ni corregidos por la Iglesia jerárquica porque la benefician. Siguen sirviendo de escándalo para los que todavía creen en el Nazareno pobre, humilde artesano y campesino mediterráneo, perseguido, ejecutado en la cruz y resucitado para levantarse contra toda búsqueda de poder y más poder aun dentro de la Iglesia. Ese modo de entender comete un olvido imperdonable: los verdaderos vicarios-representantes de Cristo, según el evangelio de Jesús (Mt 25,45) son los pobres, los sedientos y los hambrientos. Y la jerarquía existe para servirlos, no para sustituirlos