La Cruz NO nos salva. Por José Arregui

Hno Cortés

El título puede sonar escandaloso a oídos de muchos cristianos, más en estos días en que alzamos la cruz para cantar al Hermano Herido. Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido, y son demasiados los que aún lo sostienen, pero hoy es insostenible. No es la cruz la que salva, sino aquello de lo que nos hemos de salvar. En realidad, el equívoco es muy anterior al cristianismo. En infinidad de excavaciones arqueológicas de África, Asia, América y Europa se encuentran restos de cruces de hace ocho mil años. De México a Perú y de China a Babilonia, la cruz fue utilizada como símbolo de vida.

Muchos representaron al dios sol en forma de cruz: así hicieron los egipcios con Osiris (que es, además, el dios de la muerte y de la resurrección), y los acadios, asirios y babilonios con Shamash. Desde Europa hasta la India, todos los pueblos arios utilizaron también la cruz gamada como símbolo del sol más o menos divinizado. Odín cuelga de un árbol. El árbol tiene forma de cruz. El árbol vive del sol. La cruz es el árbol, es el sol, es la Vida en las cuatro direcciones del cosmos.

Si la pobre humanidad, desde la noche de los tiempos en que aprendió a guardar el fuego –fuego del sol o del rayo– e incluso a encenderlo cruzando y frotando dos palos de árbol, si la pobre humanidad hubiera guardado el Fuego y cuidado la Vida, también nosotros podríamos seguir venerando la cruz como el signo más sagrado, el signo de la Vida. Pero la pobre humanidad, para su gran desgracia, hizo de la cruz un instrumento de muerte.

Cuando esta especie humana que llamamos dos veces Sapiens dominó la tierra, construyó ciudades, ordenó el poder y organizó religiones, entonces taló un árbol e inventó la cruz para matar al enemigo condenado como culpable. Babilonios, persas y egipcios, griegos, cartagineses y romanos convirtieron el signo de la vida en el más cruel instrumento de tortura y de muerte para esclavos, sediciosos y prisioneros enemigos. Y llamaron Dios al Poder, e hicieron de Él el Gran Legislador, el Supremo Garante del orden del más poderoso, siempre injusto. Y dijeron: “Dios castiga al culpable”, pero era simplemente para poder ellos castigar con la conciencia tranquila. Nadie explicó nunca por qué Dios exige expiación, ni quién gana qué con que el culpable expíe. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios! Más bien, ¡pobres nosotros!, pues ese Dios no existe, mientras que nosotros sí existimos y seguimos crucificándonos. ¡Maldita cruz!

Miles de años más tarde, un viernes de abril, crucificaron a Jesús, uno más de tantos. El Sanedrín de los sacerdotes le acusó de querer destruir el Templo. El Pretorio romano le condenó por amenazar el orden imperial. El Sanedrín tenía razón según la ley vigente en la religión del templo, y el Pretorio tenía también razón según la ley del Imperio. Pero ambas leyes eran la misma, y ambas eran perversas. Eran la ley del poder y del orden, de la culpa y del castigo. No eran la ley de Dios, la santa ley de la bondad y de la vida. De modo que Jesús fue crucificado contra la voluntad de Dios, que solo puede querer que vivamos y hace salir el sol sobre buenos y malos.

Pero los cristianos entendieron muy pronto la cruz de Jesús de acuerdo a las viejas categorías de la religión del templo: la culpa y el castigo, el sacrificio y el perdón. Eso sí, los cristianos, con Pablo al frente, dieron la vuelta al argumento y dijeron: “Dios exigía que alguien expiara todos los pecados, pero ha sido el Justo quien ha expiado en lugar de los pecadores. Era necesario que alguien cargara con las culpas, pero ha sido el Crucificado quien ha cargado con todas nuestras culpas”. Los cristianos olvidaron la historia del Sanedrín y de Pilato, y comprendieron la cruz, en clave cultual, como un sacrificio de expiación. Dieron la vuelta al argumento, pero mantuvieron el viejo marco de la culpa, la pena y la expiación.

Y llegaron a decir que, en realidad, fue Dios el que crucificó a Jesús. ¿Quién puede creer hoy en un Dios que exige expiar culpas, a veces al propio culpable, a veces al inocente en lugar del culpable? Ese dios sería un monstruo terrible, y la verdadera piedad empezaría por combatirlo. Pero tales monstruos hemos creado, y les hemos consagrado templos, doctrinas y sistemas penitenciales, un siniestro edificio que descansa sobre un dogma erigido en una especie de principio metafísico de carácter absoluto: “Toda culpa debe ser expiada”. Una religión de la expiación universal, en la que lo más importante ni siquiera es que aquel que ha hecho daño a alguien lo repare y trate de curarle, sino que pague, que sufra, que se pudra en la cárcel, que se muera (se oyen gritos de multitudes). Terrible religión, y terrible sociedad, la que así grita.

No es esa la religión de Jesús. El principio absoluto de Jesús es otro, absolutamente distinto: “Toda herida debe ser curada”. A Jesús no le importó el pecado (¿qué es el pecado?), sino el sufrimiento: la gente que sufría y la gente que hacía sufrir. No le importó la culpa (¿qué es la culpa?), sino el daño: la gente herida, y la gente que hería, y todo el que hiere es porque está herido, y lo que necesita es sanación, no castigo. En última instancia, ni siquiera le importó quién tenía la culpa, sino que alguien, cada uno en su lugar y a su manera, se hiciera responsable y dijera: “Yo respondo. No quiero herir, quiero curar. Y también al que hiere quiero curarlo, porque también él está herido. Yo quiero hacer algo para que no haya daño. Y sé que eso es arriesgado, porque el poder es ciego y cruel, y está en todas partes aunque no es nadie. Pero yo lo haré”.

Eso hizo Jesús. Corrió el riesgo, y le crucificaron. Pero sus discípulas y discípulos no dejaron de amarle. Dijeron que estaba vivo. Tan ciertos estaban de que lo que Jesús había dicho y hecho era divino, la vida misma y la bondad misma que es inmortal como Dios. Los cristianos le veneraron primero en figura de cordero, de buen pastor, de pez y de ancla. Y al cabo de trescientos años, empezaron a venerarle en figura de cruz. Y la cruz –el maldito instrumento de tortura y de muerte, impuesto por los poderosos a los sediciosos y profetas– volvió a convertirse en signo de la Vida, en árbol de vida, cargado de frutas y medicinas saludables.

Pero aún persiste el equívoco y hay que despejarlo. El Dios de la expiación nunca existió, y la religión de la expiación ha de ser borrada. El dolor no es lo que salva, sino aquello de lo que hemos de ser salvados. Y la salvación no consiste en ser absueltos de una culpa ni en expiarla, sino en ser curados de todas las heridas. Eso es lo que quiso hacer Jesús. Pero en su vida y en su cruz, no es la cruz la que nos salva, sino la libertad arriesgada, la bondad solidaria, la proximidad sanadora. La suya y la de todos los hombres y mujeres buenas. Benditos sean todos los crucificados, y malditas sean todas las cruces, también la de Jesús.

Es el Hermano Herido el que nos salva. Todas las hermanas y hermanos heridos por ser buenos nos salvan, a pesar de la cruz. Por supuesto, no sin la cruz. Pero ciertamente, no por la cruz.

José Arregi es Teólogo Franciscano.

 

El Evangelio de Jesús en lenguaje de hoy. Entrevista a José Arregui

Jose Arregui, sacerdote y franciscano hasta hace un mes, inició su secularización y exclaustración, tras decidir no acatar, por razones de conciencia, libertad personal y fidelidad al Evangelio, las órdenes del actual obispo de San Sebastián. Abarrotó el primer Foro Gogoa en Pamplona, el 10 de octubre.
Entrevistado por Javier Pagola

Eduardo Galeano dijo que “hay que tener el coraje de estar solos y la valentía de estar juntos” ¿Se parece eso a su situación actual?

A mí me han conmovido la invitación del Foro Gogoa, la afluencia masiva y el largo aplauso de tanta gente que me quiere. Pero lo importante es que, reunidos, podemos encontrar palabras de presente que crean el mundo futuro. Dios crea de nuevo todas las cosas, aprovecha nuestras posibilidades para producir vida.

¿Por qué dice usted que hay que aprender a ser buenos y felices?

“La felicidad es lo que hace buenas a las personas, no las leyes rígidas escritas en tablas de piedra”. Ese es el primer mandamiento. Tal vez el único.

La palabra “dichosos”, felices, aparece 50 veces en el Nuevo Testamento. Las bienaventuranzas resumen toda la alternativa y el programa de vida que propuso Jesús. Es el tiempo de ser felices. La felicidad es lo que nos hace buenos, no las leyes rígidas escritas en tablas de piedra. Es la felicidad la que nos hace humildes, compasivos, pacificadores, dadores de felicidad a otras personas. Y es la bondad la que nos hace ser dichosos. Esa es la magia de Dios: hacernos felices con la sola bondad.

Pero el Evangelio parece contradictorio. Jesús dice que ha venido a traer fuego, espada, división y discordia ¿No es así?

Sí. Según ha descubierto la investigación sobre el Jesús histórico, es seguro que esas son palabras que él pronunció. Con ellas nos invitaba a resistir y a imaginar un mundo distinto. Planteaba una revolución de valores. Prendió fuego a la sociedad opresora y las agobiantes leyes y estructuras religiosas de su tiempo, y ese fuego le abrasó también a él.

Pero ese ascua de Jesús no se apagó, sigue encendida en sus seguidores. Él no sería hoy un ciudadano domesticado y sumiso. Arriesgaría a favor de otra realidad, provocaría conflictos en la sociedad y en la Iglesia. Le volverían a tachar de peligroso y hereje.

Pero quedaría claro que ese fuego suyo no querría deshacer ni consumir a ningún ser humano. El Dios de Jesús es una buena noticia para todos los humanos.

La gente y el mundo de hoy, ¿sufren demasiadas heridas?

Ahora, como antes, existe mucho sufrimiento. Jesús era un sanador, un curador. No hacía milagros, en el sentido de que no rompía el curso natural de las leyes físicas. Pero Jesús curaba, consolaba, aliviaba, sanaba los males físicos y psicológicos. Él curaba contando historias y tocando a las personas, acercándose a ellas, acogiéndolas, devolviéndoles la confianza en sí mismas, transmitiendo paz.

Ser cristiano no consiste en creer en dogmas, ni en cumplir mandamientos. Ser cristiano es seguir a Jesús, cargar como el buen samaritano con el dolor ajeno. Curar al enfermo y amar a Dios no son cosas distintas.

¿Por qué ha hablado tanto la iglesia de pecado, o de culpa, y de perdón?

Muchas religiones, también la católica, han gestionado abundantemente esa idea de pecado y culpa. Pero a Jesús eso no le importaba, no se movió en ese registro culpa-perdón. El traía una buena noticia, y llamaba a seguirle en su grupo a prostitutas y recaudadores de impuestos que estaban muy mal considerados por la gente.

A él no le importaba el pecado, sino la herida. Y no hablaba de castigo, sino de medicina curativa, porque “no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos” Lo que necesita un enfermo no es un juez, sino un médico. Y, no se puede hacer mejor a nadie haciéndole pagar un alto precio por sus culpas. La cárcel puede impedir que alguien cometa un crimen, pero no hace, no puede hacer, a nadie bueno.

¿Ha crecido el miedo entre nosotros?

En el mundo, en la sociedad y en la Iglesia, tenemos demasiados miedos. El miedo, en una justa medida, no es malo de por sí. Nos salva de peligros y nos ayuda a conservar la vida. Pero, a menudo, el propio miedo es el mayor peligro. Levanta ante nosotros negros fantasmas. Construimos sistemas de seguridad, grandes murallas, nos aislamos, pero perdemos libertad y vivimos en un mundo más inseguro que nunca.

También en la iglesia ha crecido un miedo que la aísla. Pero Jesús decía, repetidas veces: “No tengáis miedo, yo estoy con vosotros, yo he vencido al mundo”.

El Espíritu de Dios está construyendo un mundo nuevo. No hay que tener miedo al mundo actual, ni a la cultura moderna, ni a la postmodernidad, ni a la ciencia, ni a las redes de comunicación planetaria. Hay que salir a su encuentro.

¿Pueden dialogar la laicidad y las religiones entre sí?

Hace mucho que llegó ya el tiempo de superar todo confesionalismo, y trascender toda frontera y todo celo del bien ajeno. Porque es triste que nos duela el bien ajeno. Es un auténtico mal de nuestros ojos el que no seamos capaces de ver, de agradecer y de alegrarnos de las buenas cosas que les pasan a otras personas o colectivos humanos.

Esa desgraciada frontera entre nosotros y ellos, frontera que aparece en todos los grupos, singularmente en los partidos políticos y en las confesiones religiosas. Pero el celo colectivo se vuelve aún más mezquino y peligroso cuando se pretende justificarlo, con exclusivismos, en nombre de Dios. Donde está la bondad, con nombre y también sin nombre, allí está Dios.

¿Hay que inventar un nuevo lenguaje religioso, que sea inteligible hoy?

Esa es una gran necesidad y desafío. Es imposible anunciar la Buena Noticia con un lenguaje trasnochado, que correspondió a una sociedad rural, y que no se ha actualizado tras la modernidad, la postmodernidad y la era actual de las comunicaciones.

Jesús no se apegó a expresiones trasnochadas. Varias veces se lee en el Evangelio esta manera suya de hablar: “Habéis oído que se dijo a los antiguos tal o cual cosa, pero yo os digo algo nuevo”.

Nosotros estamos inmersos en un grandísimo cambio cultural. Como alguien ha escrito: “No vivimos en una época de cambio, sino en un cambio de época”.

Manuel Guerra Campos, médico y hermano de aquel obispo de Cuenca en tiempos del franquismo, escribió:

“La iglesia está enferma. Se quedó dormida en la historia. Lleva 500 años pataleando para que nada cambie. Aconsejo a los obispos que tomen el Catecismo de la Iglesia católica, le den un respetuoso beso, lo encierren en el sagrario de una capilla abandonada, tiren la llave y, a continuación, hagan ejercicios espirituales en un monasterio y traten de formular la buena noticia en palabras y contextos adecuados a nuestra cultura”.

¿Qué queda del Concilio Vaticano II?

Aquel fue un esfuerzo sincero de puesta al día. Pero el postconcilio coincidió con el vaciamiento de las iglesias y el fracaso en la transmisión de la fe, porque había llegado un cambio de época. Entonces Juan Pablo II, el cardenal Ratzinger y un sector de la iglesia próximo a ellos hicieron el diagnóstico de que todos los males del postconcilio se debieron al propio concilio que, según ellos, disolvió fronteras, puso en tela de juicio dogmas, y relativizó la identidad católica.

Ese diagnóstico curiosamente coincidió con el alza del neoliberalismo más conservador en los Estados Unidos. Tras ello, pusieron en marcha un proyecto, muy estudiado, de retorno a las verdades de siempre y las estructuras sempiternas. Es un proyecto muy estudiado, coordinado, y sociológicamente sólido. En eso están y su cálculo es que eso va a tener futuro.

Pero somos muchos los cristianos que creemos que no puede tenerlo. Además de convertirse en algo irrelevante, la iglesia institucional va camino de convertirse en un gueto o una secta. Y, desde luego, en las condiciones actuales en que está la Iglesia, un nuevo concilio resultaría un desastre.

¿Qué futuro tiene el cristianismo?

Karl Rhaner, uno de los grandes teólogos de nuestro tiempo dijo que el cristiano del futuro o será un místico, o no será. En medio de una gran masa de indiferentes y agnósticos hay una sed creciente de espiritualidad. Los cristianos debemos estar atentos a lo que está emergiendo fuera de nuestras fronteras.

¿Qué aportar en este invierno social y eclesial?

El invierno recrudece a ojos vista en la Iglesia y en el planeta. Se comprende que cunda el desaliento, porque las amenazas aumentan y las fuerzas disminuyen. Pero no es tiempo para consumir energías en lamentos ni en querellas intraeclesiales. Es tiempo de volver a lo nuclear del Evangelio, de vivirlo y anunciarlo: la bienaventuranza de la bondad, la osadía para decir no, la eliminación de fronteras religiosas, la reinvención del lenguaje.

Es la hora de la fe en la pequeña semilla y en la levadura invisible. Es el momento de hermanar desánimos y perseverar, “dejando el pesimismo para tiempos mejores”. Es el momento de verificar que “donde aumenta la amenaza crece la salvación”. Como dijo el profeta Casaldáliga, “somos perdedores de una causa invencible”.

Fuente: Fe Adulta

A una cristiana divorciada. Por José Arregui

No te conozco, pero tu rostro sufriente es el de muchas, y con eso me basta. También a Jesús le bastaría, pero él además conoce tu rostro y tu nombre, y si tú se lo permites, posará dulcemente sus labios en tu frente, y le contarás tus penas. Tú le harás feliz y él aliviará tus penas.

Nada sé de ti sino el dolor de un amor frustrado (¿a quién le importan las razones?) y el doble dolor de no poder comulgar porque compartes tu vida con otro compañero; el Derecho Canónico te llama adúltera, y te prohíbe acercarte a la mesa de Jesús. Así de inhumano puede ser el Derecho Canónico cuando pone cualquier ley por encima de la carne que goza y sufre; cuanto más sagrada se considere, más perversa es la ley. Así de inhumana puede ser la Iglesia cuando alza los cánones por encima de las personas con sus penas y su dicha.

Yo te aseguro, amiga, que Jesús te besa en la frente y te dice: “¿Cómo puedes dudar en venir a recibirme, amiga mía, si soy yo quien siempre está deseando recibirte? ¿Por qué vacilas en compartir mi pan, si lo que más me gustó siempre fue comer con gente tachada de pecadora por leyes hipócritas, y por ello fui yo también condenado? Un día me sentí especialmente seguro del Dios de la vida, y me brotó del alma una sentencia redonda que los canonistas puntillosos jamás han entendido: El sábado es para el ser humano y no el ser humano para el sábado (Mc 2,27) (decir ‘el sábado’ era para nosotros, los judíos, como decir la ley más sagrada e inviolable, ¡imagínate!). Creo que, vagamente, tenía tu rostro ante mí cuando pronuncié esa máxima rotunda y feliz. Y fueron historias como la tuya las que inspiraron al profeta Isaías aquel oráculo divino que siempre llevé grabado en las entrañas: Misericordia quiero y no sacrificios (Mt 9,13). Yo no quise decir otra cosa en las parábolas de mis días más inspirados. No hagas caso, pues, de normas inhumanas, déjate llevar libremente adonde el corazón te guíe. Invítame, por favor, a tu mesa, y saborearemos juntos el pan y el vino santos de Dios”.

Así te habla Jesús, amiga. Así hablaba a todas las personas heridas: Venid a mí, todas las que estáis fatigadas y agobiadas, y yo os aliviaré (Mt 11,18). Claro que no faltará quien te recuerde, con mejor o peor intención, que Jesús prohibió a un hombre separarse de su mujer e irse con otra, y a una mujer separarse del marida e irse con otro: Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre (Mc 10,9). Sí, es probable que Jesús hablara así, y no dejará de recordártelo cualquier canonista severo, y puede que algún clérigo sin entrañas te niegue ostensiblemente la comunión, cuando te acerques a la mesa de Jesús, hambrienta del cuerpo de Dios. No te aflijas por ello, no se lo tomes a mal, y busca en paz a alguien –serán innumerables– que te dé la comunión tan gustosamente como te la daría Jesús, porque él nunca se la negó a nadie, a nadie se negó, eso sí que no. Es más, el pan y el vino que compartes en casa con tu compañero, consagrados por vuestro amor, ya son para ti el mismo Jesús.

Y si te encuentras de frente con el clérigo o el teólogo inflexible, dile sin acritud y con firmeza: “Amigo, Jesús te ordenó solemnemente que, si te abofetean en una mejilla, presentes la otra (Mt 5,39). ¿Acaso lo cumples? Y si no lo cumples, ¿cómo es que vas a comulgar? Jesús te ordenó que, cuando un hermano tenga algo contra ti, no te acerques al altar sin haberte reconciliado primero (Mt 5,23-24). Yo tengo algo contra ti, porque tú me señalas con el dedo y me niegas la comunión y me hieres el alma. ¿Cómo te atreves a presentar tu ofrenda en el altar y a tomar el pan consagrado? ¿Te parece acaso que esos mandatos de Jesús son menos importantes que la indisolubilidad del matrimonio? Recuerda, amigo: Misericordia quiero, y no sacrificios. Y recuerda que el sábado se hizo para el ser humano y no el ser humano para el sábado. Y comprende que si Jesús quiso que marido y mujer no rompieran, no fue para cumplir ningún mandato divino, menos aún para aumentar dolores en el mundo, sino en todo caso para ahorrarlos. Yo creo que Jesús nunca quiso salvar el amor en abstracto –¿tú quieres acaso defender los derechos del amor abstracto, del amor en general, o del amor por decreto? Un amor así yo no me lo puedo ni imaginar, ni puedo concebir que le guste a Dios–. Yo creo que a Jesús le interesaba solamente el amor de carne y nombre propio. Y creo que el dolor y la dicha fueron siempre su razón y su criterio”.

Amiga, no te garantizo que con estos argumentos vayas a persuadir al canonista o al clérigo. Entonces, puedes decirles que si Jesús insistió en que la pareja – en aquel tiempo no había todavía “matrimonio canónico” – no se ha de romper, fue ante todo para que la parte más débil –entonces ciertamente la mujer– no se quedara tirada en el camino, pues aún no existían ni las calles. O puedes simplemente refrescarles la memoria, recordarles la historia, ante la que no resiste ninguna norma absoluta. Puedes decirle, por ejemplo, que ya en los orígenes San Pablo y San Mateo, ellos al menos, admitieron excepciones para la supuesta “indisolubilidad” impuesta por Jesús: Pablo en el caso de parejas mixtas que no pueden vivir en paz (1 Cor 7,15), Mateo en el caso de “unión ilegítima” (Mt 19,9). Si ellos se permitieron esas excepciones – sobre cuyo alcance concreto no cesan de discutir los expertos–, ¿por qué nosotros no podremos permitirnos hoy las nuestras? Siguiendo su mismo lenguaje, ¿hay alguna unión más ilegítima que aquella en que el amor ya no existe y que no permite vivir en paz? Ésa es la pregunta decisiva, más allá de todos los cánones sagrados. Ése es el criterio evangélico, y por haberlo olvidado –y para salvar el cánon de la indisolubilidad–, nos hemos enredado en disquisiciones sobre la “nulidad” y en complejos procesos eclesiásticos cuyo desenlace depende directamente de las habilidades del abogado, las recomendaciones que uno tenga y los dineros que pueda uno gastar.

No, amiga. Es más sencillo. Dios nos llama a vivir en paz. Cuida el amor cuanto puedas, y cuando lleguen borrascas, procura salvarlo por tantas razones. Si amas y vives en paz con tu compañero o tu compañera, aun en medio de los conflictos cotidianos, eres sacramento de Dios. Pero si en tu primera pareja, por lo que fuera, han desaparecido el amor y la paz, habéis dejado de ser sacramento de Dios. Y si, en el incierto camino de la vida, has encontrado un nuevo compañero (o compañera, no lo sé), y se van curando tus heridas, y vuelves a amar y reencuentras la paz compartiendo el cuerpo y la vida, entonces eres de nuevo, sois de nuevo sacramento de Dios, aunque el Derecho Canónico te diga lo contrario.

Comulga en paz, amiga. Mastica despacio el pan en tu boca. Saborea a Jesús, a Dios, saborea la vida.

Para orar.

GUSTAD Y VED QUÉ BUENO ES EL SEÑOR (Sal 33)

Como el pan, así es de bueno,
Un pan mejor que el maná,
Se parte para dar vida,
Plenitud y eternidad.

Bueno el Señor, como el vino
Que alegra sin embriagar,
Entusiasma y enamora,
Como el vino de Caná.

Es bueno como caricia,
Como perdón paternal,
Como encuentro del amigo,
Como abrazo maternal.

Bueno como medicina,
Como flor primaveral,
Como música inspirada,
Como agua del manantial.

Es como el mejor perfume,
Como aceite de paz,
Como el viento que libera,
Como hoguera familiar.

Es tan bueno como el Padre
Que no sabe castigar,
Que entrega sin pedir cuentas,
Que se alegra en perdonar.

Como el Hijo, así es de bueno
Que a otros hijos va a salvar,
Se deja morir por ellos,
Se deja transverberar.

Es bueno como el Espíritu,
Que llueve sin descansar,
Todo lo llena de vida,
Artista de santidad.

Fuente: Atrio

“El actual funcionamiento del ministerio episcopal no responde a criterios democráticos” Por José Arregui

José Arregi, teólogo vasco, ha optado por desvincularse de la orden a la que pertenecía desde hacía 48 años, ante el enfrentamiento abierto con el recién nombrado obispo de su diócesis, la de San Sebastián, José Ignacio Munilla. “Agobiado” por el revuelo mediático, pero “tranquilo y bien”. Sin más miedo del necesario cuando uno cambia “el marco” de su vida, explica que ha dado este paso “para dejar vivir en paz y vivir en paz yo mismo”.

–¿Cómo explica lo que le ha pasado?

Adopté una posición muy crítica con el nombramiento del obispo Munilla, hice algunas declaraciones comprometedoras. No creo haber dicho ninguna mentira pero, a lo mejor, tenía que haber medido un poco más lo que dije. Esto desencadenó una cierta actitud de mayor control hacia mí. Antes de venir Munilla –en las vísperas de Navidad de 2009– a petición de instancias eclesiásticas superiores, el provincial me impuso el silenciamiento por un año, medidas que yo acepté porque no tenía otra alternativa y para evitar otras medidas peores. Unos meses más tarde, Munilla llamó a nuestro superior provincial y le exigió que me impusiera un silencio total en todos los campos. Entonces juzgué que las medidas primeras habían sido anuladas y me desligué de aquel voto de silencio que hice y así lo hice saber a mi superior franciscano. Al mismo tiempo, difundí un pequeño escrito titulado “Pido la palabra” en el que, de alguna forma, me declaraba en actitud de desobediencia eclesial, crítica, insumiso.

–¿Qué motivó esta decisión de insumisión?

Lo hice por dos motivos: primero, porque quería que se aclarara mi situación cuanto antes, y, segundo, porque no quería colaborar con la estrategia de mi obispo de exigir al superior provincial que me impusieran un silencio para que al cabo de un tiempo él se sintiera autorizado a tomar personalmente esas medidas. Me situé en una posición muy delicada e insostenible: o creaba un grave conflicto a la fraternidad provincial o dejaba la orden. Opté, de acuerdo con mis superiores, por dejar la orden para dejar vivir en paz y vivir en paz yo mismo.

–¿Cuáles son las principales líneas de pensamiento teológico que defiende?

Me he situado en la frontera a sabiendas de que no todo lo que pensaba o expresaba era una opinión segura. Es preciso arriesgarse para responder a las cuestiones de siempre y a las de hoy, no con las fórmulas tradicionales, sino con un nuevo paradigma, con nuevas categorías. Mi intención y deseo profundo hoy, en nuestra sociedad y cultura, es encontrar una palabra y unos planteamientos nuevos que vayan hacia una renovación profunda de la institución de la Iglesia y una reinterpretación a fondo de los dogmas tradicionales de fe. Esto se plasma de manera especial en todo lo que tiene que ver especialmente con dos cuestiones fundamentales: quién tiene la última palabra en la Iglesia; y la diferencia entre la palabra humana y la palabra de Dios, la fe y el texto.

–¿Ha ido demasiado lejos o ha cambiado el clima en el que se venía desenvolviendo?

El clima ha cambiado, no tanto la posición teológica o ideológica del Vaticano, pero sí el talante. El Concilio Vaticano II no alcanzó a hacer una expresión coherente en todos sus documentos de la nueva teología y eclesiología, sino que fue el fruto de los consensos y del equilibrio de las diversas fuerzas. En muchos casos hay dobles lenguajes y concepciones contradictorias que no acaban de armonizarse. No fue un paso muy decidido hacia la renovación de la teología y la Iglesia, pero sí abrió una nueva época de renovación, se podía soñar con nueva Iglesia y se podía arriesgar la palabra y la teología. Eso cambió en el pontificado de Juan Pablo II y con el nombramiento de Joseph Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Se ha visto en todas las medidas jurídicas, disciplinares que se han tomado con muchos teólogos con más renombre que yo –la lista es muy larga– y de manera muy especial en el nombramiento de los obispos.

–¿Ha echado en falta mecanismos de mediación, mayor transparencia e incluso procedimientos jurídicos que eviten que la solución a este tipo de conflictos sea impuesta por la autoridad?

He mantenido diversos encuentros con José Ignacio Munilla. Había buena voluntad de ambas partes, pero chocábamos siempre con dos escollos: ¿qué es lo que define la verdad o quién la define?, y ¿cuál es la medida para poder decir que esto entra o no dentro de la fe? El actual funcionamiento del ministerio episcopal no responde a criterios democráticos mínimos, tampoco se acepta el principio, que ya en 1943, una encíclica de Pío XII sobre la interpretación de la Biblia adoptó claramente al establecer que había géneros literarios y por tanto no se puede leer al pie de la letra, de que hay afirmaciones que no hay que entender al pie de la letra. Yo, a lo mejor, voy demasiado lejos, pero eso no me importa. En repetidas veces le he dicho a mi obispo que no pretendía tener la razón. Reivindico en la Iglesia un lugar amplio para poder expresar la propia opinión teológica sin que se le responda con el peso de la autoridad.

–¿Se siente más libre?

Me siento más libre, pero mi propósito de fondo es el mismo de antes. Tengo muy claro que no debo pensar de ningún modo que mi postura es la buena. De la manera más responsable y respetuosa que pueda, con mi propio temperamento y contradicciones, siendo el que soy, quiero seguir prestando dentro de la comunidad eclesial y en esta sociedad, más allá de si uno es creyente o no creyente, heterodoxo o hereje, mi pequeño servicio como cristiano. Quiero ser seguidor de Jesús, y del espíritu de Francisco de Asís y caminar con mi comunidad. Llevaba tiempo trabajando en ámbitos no ligados a ninguna institución religiosa. La hipoteca a la que están sometidas todas las instituciones religiosas y todas las obras que dependen de ella nos llevan a renunciar a la libertad o a pagar un precio muy alto.

–¿Ve cerca el final del invierno eclesial y el resurgir de la primavera?

No lo veo cerca, soy bastante pesimista, porque todos los hilos y mecanismos del poder están prácticamente monopolizados por un sector ultraconservador, lo que es muy visible en toda la Iglesia católica y más en la del Estado español. El futuro institucional va a ir cerrándose cada vez más y ofreciendo menos oportunidades a la renovación. Vamos hacia una Iglesia no sólo convertida en gueto, sino también en secta. La masa de la sociedad va a ir desertando más o menos silenciosamente, como viene pasando desde hace 30 años.

–Algún brote verde habrá, que por lo menos nos anuncie la llegada, más pronto o más tarde, de la primavera…

No hay que esperar a que se produzca la implosión de la Iglesia institucional, que se va a producir tarde o temprano. Para mí es motivo de optimismo el creer en el Espíritu Santo, que es verdor, no ya un brote verde, sino que hace reverdecer todo, creo en el Espíritu que está presente y habita en todos los seres humanos. Y creo en el Espíritu activo en nuestra cultura. Muchas veces se manifiesta más en los márgenes y fuera de las fronteras de los ámbitos institucionales confesionales. Es importante crear espacios que respondan a esas demandas de espiritualidad, que trasciende fronteras, que es muy viva y que van más allá de todas las expresiones y límites institucionales de tipo religioso.

Fuente: Alandar.org

Ni clérigo ni laico. Por José Arregui

Iba a titular este artículo “Soy laico”. Ahora que, por motivo de doctrinas e interpretaciones que nunca debieron habernos traído hasta aquí, he iniciado el doble proceso de exclaustración (abandono de la “Vida religiosa”) y de secularización (abandono del sacerdocio), quería brindar por mi nuevo estado y decir: “Me honro de ser laico por la gracia de Dios. Me alegro de ser uno de vosotros, la inmensa mayoría eclesial”.

Pero debo corregirme en seguida. ¿Laico? No, realmente no soy laico ni quiero serlo, pues este término sólo tiene sentido en contraposición a clérigo y siempre lleva las de perder. No soy laico ni quiero serlo, porque ese nombre lo inventaron los clérigos -que nadie se extrañe: siempre han sido los poderosos quienes han impuesto su lenguaje-. No quiero ser laico, que es como decir cristiano raso y de segunda, cristiano subordinado.

El Derecho Canónico vigente da una extraña definición del término: “laico” es aquel que no es ni clérigo ordenado ni religioso con votos. No designa algo que es, sino algo que no es. Laico es el que, por definición canónica, carece en la Iglesia de identidad y de función, por haber sido despojado. Laico es el que no ha emitido los tres votos canónicos de pobreza, obediencia y castidad, aunque es casi seguro que habrá de cumplir esos votos, y otros varios, tanto o más que los religiosos instalados en su “estado de perfección”. Laico es el que no puede presidir la fracción del pan, la cena de Jesús, la memoria de la vida. Laico es el que no puede decir en nombre de Jesús de manera efectiva: “Hermano, hermana, no te aflijas, porque estás perdonado, y siempre lo estarás. Nadie te condena, no condenes a nadie. Vete en paz, vive en paz”. Laico es el que no puede decir a una pareja enamorada: “Yo bendigo vuestro amor. Vuestro amor, mientras dure, es sacramento de Dios”. Laico es el que no tiene en la Iglesia ningún poder porque se lo han sustraído. Aquellos que se apoderaron de todos los poderes se llamaron clérigos, es decir, “los escogidos”. Habían sido escogidos por la comunidad, pero luego se escogieron a sí mismos y dijeron: “Somos los escogidos de Dios”.

No soy laico ni quiero serlo, porque no creo en una Iglesia tripartita de religiosos, clérigos y laicos, de cristianos con rango y cristianos de a pie, de clase dirigente y masa dirigida. Jesús no dispuso clases, sino que las anuló todas. Y nadie que conozca algo del Jesús histórico nos podrá decir que a los “Doce” -que luego fueron llamados apóstoles- los puso Jesús como dirigentes, menos aún como clase dirigente con derecho a sucesión. A lo sumo, y como judío que era, los designó como imagen del Israel soñado de las doce tribus, del pueblo reunido de todos los exilios, del pueblo fraterno, liberado de todos los señores. (Y, por lo demás, ¿qué hay de los “setenta y dos” que Jesús también escogió y envió a anunciar que otro mundo es posible? ¿Cómo es que ellos no tuvieron sucesores? A alguien debió de interesar que no los tuvieran, tal vez para que el poder no quedara repartido). Jesús no era sacerdote, pero no por ello se consideró laico y a nadie nos llamó con ese nombre. Es un nombre falaz.

Hace veinte años que así lo veo y lo digo. ¿Por qué, entonces, no he abandonado hasta ahora los votos y el sacerdocio? Simplemente, porque era lo bastante feliz con lo que vivía y hacía, y pensaba que no cambia nada importante por unos votos de más o unos cánones de menos. Y ahora que, por las circunstancias, dejo los votos y el sacerdocio, sigo pensando lo mismo: que “laico” es una denominación clerical y que, en la Iglesia de Jesús, es preciso dejar de hablar de clérigos y laicos, es decir, superar de raíz el clericalismo.

Hablar de clérigos y laicos en la Iglesia es un fraude al Nuevo Testamento, pues esos términos no se utilizan una sola vez ni en los evangelios, ni en las cartas de Pablo, ni en ningún otro escrito del Nuevo Testamento. Sí se utiliza el término griego “laos” (pueblo), del que se deriva “laico”, pero “laos” designa a toda la Iglesia, no a una supuesta “base eclesial” informe e inculta. A toda la Iglesia nos llama el Nuevo Testamento “pueblo de Dios” (1 Pe 2,9-10), y a todos los creyentes nos llama “templo de Dios” (1 Pe 2,5; 1 Cor 3,16), “sacerdotes santos” (1 Pe 2,5), “escogidos” y, sobre todo, “hermanos”. Todo somos pueblo, templo, sacerdotes, elegidos, hermanos; lo somos sin otra distinción que la biografía misteriosa de cada uno con sus dones y sus llagas.

Hablar de clérigos y laicos es también un fraude a los primeros siglos de la Iglesia, pues esos términos no figuran en la literatura cristiana hasta el siglo III. Durante los dos primeros siglos no hubo “laicos” en la Iglesia, porque aún no existía “clero”. Luego, la Iglesia se fue sacerdotalizando, clericalizando, y así surgió el laicado, que no es sino el despojo de lo que el clero se llevó. Nunca habría habido laicos en la Iglesia de no haber habido clérigos primero.

Más cerca aun de nosotros, hablar de clérigos y laicos es un fraude al sueño insinuado por el Concilio Vaticano II que, en la Constitución Lumen Gentium, invirtió el orden tradicional y trató primero sobre la Iglesia como pueblo de Dios y luego sobre los ministerios jerárquicos. Primero, el pueblo; luego, las funciones que el pueblo considere oportunas. Los obispos, presbíteros y diáconos nunca debieron constituirse en “jerarquía” (poder sagrado); no son sino funciones que derivan de la comunidad y han de ser reguladas por ella. Sólo representan a Dios si representan a la Iglesia y no a la inversa.

Hablar de clérigos y laicos es, en definitiva, un fraude a Jesús, pues él rompió con la lógica y los mecanismos de quienes se habían atrincherado en la Ley y el Templo y se habían erigido a sí mismos como dueños absolutos de la verdad y del bien. Jesús les dijo: “Dios no quiere eso. Dios quiere que curemos las heridas y seamos hermanos”. Y por eso le condenaron.

Doce siglos después, vino Francisco, que nunca se reveló de palabra contra el orden clerical ni quiso criticarlo, pero que por alguna otra poderosa razón, además de la humildad, rehusó a ser clérigo y, con la dulzura y la firmeza que le caracterizaban, impidió mientras pudo que se reprodujera en su fraternidad la división entre clérigos y laicos. Y, cuando ya no pudo impedirlo, su cuerpo y su alma se llagaron y murió a los 45 años.

Una vez que él con algunos hermanos moraba de paso en un pobrecillo eremitorio, llegó en visita una importante dama y pidió que le mostraran el oratorio, la sala capitular, el refectorio y el claustro. Francisco y sus hermanos la llevaron a una colina cercana y le mostraron toda la superficie de la tierra que podían divisar y le dijeron: “Este es nuestro claustro, señora”. Que era como decir: “No queremos ser ni monjes ni religiosos ni seglares, ni clérigos ni laicos. Es otra cosa, Señora. Queremos vivir como Jesús”.

Fuente: Lamiarrita

La Ley Natural. Por José Ma Castillo

En los comentarios, que hacen los visitantes de este blog, con frecuencia se recurre a la “ley natural”. Como es un asunto al que algunos le conceden notable importancia, me ha parecido que puede ayudar a los lectores aclarar algunas cuestiones relativas a esa ley.

Lo más elemental: en todos los manuales de filosofía y de ética (los que hablan de este tema), lo primero que se explica es que no es lo mismo la ley “natural” que la ley “positiva”. La ley “natural” (si es que existe) es la que está inscrita en la naturaleza del ser humano, de forma que todo ser humano, por el solo hecho de serlo, por eso lleva en sí la ley “natural”, como lleva en sí todo lo que es “natural” al ser humano, por ejemplo, respirar, tener hambre, sufrir, morir… La ley “positiva” es la que brota, no de la “naturaleza” humana, sino de una “autoridad” (religiosa, civil, militar…). Si la autoridad es religiosa, en ese caso, la ley ya no se percibe por la “naturaleza”, sino por la “fe” (por la “creencia”). El acto religioso no es nunca (ni puede serlo) una “necesidad natural”, sino que es siempre una “creencia libre”. Si deja de ser libre, deja de ser meritorio y, por tanto, deja de ser religioso. Por tanto, no se puede decir que los “diez mandamientos” pertenecen a la ley natural. Los diez mandamientos pertenecen a la Ley de Moisés. Y así los han vivido siempre los israelitas. Y no vale decir que fue Dios el que le dictó esa ley a Moisés. Aparte de que eso necesita sus debidas matizaciones, los que creen que esos mandamientos se los dictó Dios a Moisés, creen eso por un “acto de fe”, no por una “necesidad de la naturaleza”, que (por definición) es la misma para todos, lo mismo para los israelitas creyentes que para los habitantres de Australia o de la Patagonia.

No entro aquí a explicar las muchas y complicadas explicaciones que se le han dado a la llamada “ley natural”, desde Aristóteles, pasando por santo Tomás de Aquino, hasta los incontables comentarios que se han escrito sobre el concilio Vaticano II y sobra la encíclica Humanae Vitae, de Pablo VI. Lo que quiero dejar claro es que la idea misma de “Ley Natural” entraña, como supuesto previo, que existe una naturaleza común y esencial, que es igual en todos los seres humanos, independientemente de las condiciones históricas y culturales. Lo cual es evidente cuando se trata de cosas tan “naturales” como son, por ejemplo, las necesidades biológicas básicas. Pero, ¿se puede afirmar lo mismo de las exigencias de la moral católica, cuando se refiere, por ejemplo, al matrimonio monógamo e indisoluble y siempre abierto a la vida, a la prohibición tajante del aborto en todos sus supuestos, a la maldad de la masturbación o cualquier posible unión homosexual?

Como respuesta a esta pregunta, planteo la siguiente reflexión. Tanto en antropología, como en paleontología o biología, se da por demostrado que la existencia de la especie humana, que “alcanzó el tipo de inteligencia necesario para establecer una civilización”, existe desde hace cien mil años (E. Mayr, en Bioastronomy News, 7, nº 3, 1995). De estos cien mil años, sólo conocemos por la historia unos cinco mil. Es decir, los seres humanos han vivido en este mundo seguramente 95.000 años sin que sepamos casi nada de cómo vivían y menos aún de las ideas morales que tuvieran o pudieran tener aquellos lejanos y desconocidos antepasados nuestros.

Pues bien, si efectivamente existe la llamada “ley natural”, y esa ley incluye todo lo que enseñan algunos libros de moral y no pocos catecismos, entonces hay que suponer que toda la gente, que ha habido en el planeta Tierra desde hace cien mil años, veían y pensaban que eran cosas malas y perversas la fornicación fuera del matrimonio, el matrimonio que no se restringía a la unión entre un hombre y una mujer, como compromiso indisoluble y abierto siempre a la vida, además pensaban que la masturbación era una cosa antinatural, al igual que las relaciones homosexuales, por no aludir a prohibiciones más sutiles de la moral católica como los malos pensamientos, las malas miradas y los malos deseos.

Si es que tomamos en serio la existencia de la ley natural, vamos a tomar en serio también sus exigencias y sus consecuencias. Pero, ¿se puede tomar realmente en serio que los hombres y las mujeres de hace 50.000 o 70.000 años, cuando copulaban o se apareaban, para procrear o simplemente para satisfacer un instinto natural, tenían en sus cabezas todo lo que dicen algunos moralistas católicos que es obligatorio “por ley natural”?

“Natural” es comer o dormir. Por eso comían y dormían las gentes de hace miles de años. Como ahora lo hacen los individuos de tribus amazónicas o africanas; y lo hacemos en Europa y Asia. Pero, ¿es imaginable que suceda lo mismo cuando nos ponemos a hablar de las propuestas éticas de Sófocles o Aristóteles, de Cicerón y Lactancio, de Tomás de Aquino y F. Suárez, de los manuales de Arregui y Zalba, de los catecismos de antes del Concilio, durante el Concilio y después del Concilio?

Yo aconsejaría simplemente que, cuando hablamos de temas que tienen una larga y complicada historia, por lo menos nos informemos debidamente antes de hablar.

Fuente: Teología sin censura

El Dios de Francisco no es amigo de violentos ni bendice cruzadas. Por Eduardo Marazzi

Premisa

A) Estas breves reflexiones que en el franciscanismo son cosas repetidas y aceptadas sin mayores dificultades, nacieron, en parte, como una respuesta a unas afirmaciones que con petulancia y con ánimo de discordia hiciera un conocido vaticanista (V. Messori) respeto a la participación de Francisco en la quinta cruzada. El artículo de Messori (ultraderecha vaticana) acusaba los frailes del Sacro Convento de Asís de haber manipulado la conciencia de Juan Pablo II en la preparación y realización del famoso encuentro de todas las religiones en Asís. Por instigación de los frailes conventuales los índigenas americanos habrían entrado en la Basílica Inferior y bailado sus danzas sacrílegas en el altar mayor. Dejo de lado esta inconsistente acusación. Pienso – abriéndo paréntesis – que si tales danzas se hubieran realmente “danzado” en nada hubieran profanado la Basílica – al menos no más de lo que hubieran podido hacerlo la presencia y la celebración de tantos obispos y curas de no siempre muy buena y sana reputación que a lo largo de los siglos la han visitado.

En ese artículo se presentaba un Francisco “capellán militar” de las fuerzas de la quinta cruzada, las cuales tenían como delegado pontifício un belicoso (el adjetivo es mío) e impaciente cardenal llamado Pelagio. No es que tenga nada contra los “capellanes militares” – si bien nunca entendí cuál es el fundamento evangélico por el cual un cura bendice cañones, pistolas, misiles nucleares, bombas atómicas y toda clase de armas de destrucción de masas. A lo cual, no satisfecho de tanta sacramentaria, agrega una liturgía solemne, en la cual reza para que su Dios destruya y siembre el pánico entre las filas enemigas. Sin polemizar con esa figura una cosa es cierta: Francisco no participó como capellan militar. No fue a Damasco para bendecir las espadas y demonizar los musulmanes. La fe de Francisco es la fe de Jesús, de Aquel que da sin medida y ama sin discriminaciones. Es la fe que se propone, no la fe que se impone. De esto nos ocupamos en estas reflexiones.

1.- Una fe que dialoga y no es indiferente al mundo

1.1) Francisco de Asís, a diferencia de Adán, no juega a las escondidas y no busca ninguna excusa a la hora de responder a la llamada del Amor. El amor del cual Francisco será inimitable mensajero no conoce vacaciones ni es un amor que se identifica o se confunde con la imagen de un Dios padre-patrón, vampiro celeste que coarta o empobrece las potencialidades humanas. El amor del cual Francisco testimoniará el vigor y la ternura no es un amor narcisistico que pone al centro el yo y considera lo otro, lo distinto como un simple instrumento a su servicio ni tampoco es el amor que encurvandose sobre sí mismo lamenta egocéntricamente sus dolores.

Considerando seriamente Dios y el Evangelio, Francisco jamás se escondió detrás de elaborados discursos o racionales excusas para evitar el encuentro con los otros y liberarse del imperativo ineludible del don de sí y de la misericordia. Es esto lo que quiere decir el elogio que hace Buenaventura cuando se refiere al deseo de servir que, como un fuego, ardía aún en el corazón de Francisco no obstante “su cuerpo estuviera desgastado ya por el trabajo y el sufrimiento” (LM 14, 1) y no fuera lejana la “hermana” muerte. “En efecto – dice Buenaventura – no hay puesto para la enfermedad ni para la pereza allí donde el estímulo del amore apremia siempre a empresas mayores” (LM, 14, 1)

1.2) Habitado y habitándo en modo radical la lógica oblativa, la lógica que dona el yo sin discriminación y sin medida, Francisco hará de su fe y de tal lógica los únicos medios para encontrar y hablar con los otros, sean estos otros creyentes o no, gente de buena fama o indeseables, nobles o ladrones, hombres de reconocida santidad o calificados como peligrosos e infieles.

El Dios de Francisco no es una divinidad privada, no es un Dios intimista ni es rehén de la sacristía. El Dios de Francisco recorre los caminos del mundo, dialoga y pacifica. Testimonio del rostro dialogante del Dios de Francisco es la ciudad de Arezzo que había caído en luchas internas y sangrientas, el podestá (intendente) y el obispo de Asís, la ciudad de Perusa, de Siena, de Boloña, el famoso “lobo” de Gubio, el sultán de la ciudad de Damasco… Para hacerla breve, se trata de conflictos en los cuales – como se dice de la ciudad de Boloña – “el furor violento de antiguas enimistades había llegado hasta el esparcimiento de tanta sangre”. Con plena razón, Antonio Merino, uno de los pensadores más vigorosos en el área del franciscanismo de habla española, subrayaba que “la experiencia religiosa de Francisco no fue un fenómeno puramente intimístico, afectivo y subjetivo, sino que se tradujo hacia el externo en palabras, gestos y en comportamientos coherentes” (J. A. Merino, Humanismo franciscano).

1.3) A propósito del popular episodio del lobo de Gubio recuerdo que, sea considerado como una leyenda o no, el texto tiene un valor altamente educativo – y sobre todo hoy. El texto hace referencia al conflicto entre el centro y la perifería. Entre el centro, lugar de los recursos, del bienestar, de la seguridad, y la perifería, o sea, el lugar de la pobreza, de la inseguridad, de los riesgos, lugar en el cual – y no por casualidad – se manifiesta en forma cruel la fuerza homicida por la carencia de todo aquello que satisface las necesidades primarias que, en el caso de este episodio, se identifica con lo que es fundamental para sobrevivir, es decir, el alimento, la comida.“Yo sé bien – dice Francisco al lobo – que por hambre has cometido el mal que has hecho” (Florecillas, cap. XXI).

1.4) El Dios de Francisco, por lo tanto, no es un Dios alienante, sublimación de patologías afectivas que se consume sentimentalisticamente entre los pliegues ocultos de un corazón solipsista y que es benévolo a los ritos propiciatorios de carácter infantil. Se trata de un Dios que exige, sin caer por esto en cruzadas imperialísticas, el encarnarse del yo en la historia cotidiana respetando siempre la “capacitas Dei in homine”.

En este sentido recuerdo que en las biografías de Francisco, escritas en un momento particularmente violento de la práxis de la iglesia, momento en el cual las cruzadas formaban parte de la expresión del todo normal de la iglesia, no hay ninguna huella de un Dios feudal, amigo de los violentos o perseguidor de los enemigos. En efecto, como nos recuerda un testimonio ocular de las prédicas de Francisco, el presbítero Tomás de Spalato, “toda la substancia de sus palabras miraba siempre a apagar las enemistades y a poner los fundamentos de nuevos pactos de paz”.

Francisco, secuáz del paradigma divino, es decir del Cristo que acoje todos sin rechazar a ninguno, ha aprendido a amar y a encarnarse en la historia viviendo en modo no dicotómico o divisibile la unión entre la fe y la obra, el credo y la práxis, el pensamiento y la acción. Francisco no se ha dejado fagocitar por el mundo pero no ha estado jamás ausente del Getsemani del propio tiempo. Sabía que no se puede acojer el Dios que dona el propio Hijo y a su vez quedarse sentado en la sombra protegiéndose del sol bajo la “planta de ricino”, esperando asistir a las caídas de las Babilonias, sin ocuparse responsablemente de ellas, sin hacer el intento de “restablecer la paz” entre los hombres, sus hermanos, que no pocas veces las transforman en infiernos.

2.- Algunas reflexiones acerca de Francisco y la quinta cruzada

2.1) La fe de Francisco no es una fe de sacristía ni una pía devoción sin resonancias en la vida pública. Su fe le impone hablar, le impone no quedar en silencio ante ciertas situaciones que ponen en serio riesgo la vida de los hombres, sus “hermanos”, como ocurrió en el episodio de Damasco, en plena cruzada. La fe le impone hablar, pronunciarse “aún a costo de ser tratado como un loco” (2Cel 4, 30).

Permanecer en silencio, o a parte, cuando se sabe que el ataque de los cruzados a los musulmanes, promovido sobre todo por el delegado papal, el luciferino cardenal Pelagio (el jefe militar de la cruzada, prefería no atacar las murallas de Damasco) terminará en una masacre (hubo más de cinco mil muertos en las filas de los cristianos) es imposible – como le confiesa a uno de sus compañeros. “Si callo – dice Francisco – no podré huir al reproche de mi conciencia”. Esto nos indica que si Francisco no fue un “pacifista” fue, sin embargo, como bien dice Juan Pablo II, “un pacífico”, es decir, un conciliador y un operador de la paz”. Por lo tanto, todos aquellos que están en sintonía con su espíritu y lógica son invitados a ver en él el artesano de un método pacífico respecto a la relación con el Islám, religión “otra”, diversa de la cristiana y que en aquel momento asume la función de la alteridad cuya presencia es de por sí una terrible amenaza.

2.2) En este contexto, quiero hacer referencia a un dato que tiene más bien un tono polémico y puede ayudar a comprender el por qué del método pacífico de Francisco. Antes de su conversión, cuando en su juventud formaba parte de las fuerzas del emperador, comandadas por el caballero Gentile, ejércigto que se dirigían a la zona pugliese para luchar en defensa de los derechos del papa Inocencio III, Francisco tuvo un sueño. Estaba acampado en el valle de Espoleto y en sueños escuchó una voz que decía: “Francisco: ¿por qué abandonas el patrón por el siervo y el príncipe por el súbdito?”. Esta voz inquieta a Francisco y lo pone frente a una encrucijada. Y Francisco responde a la voz diciendo: “¿Señor que quieres que yo haga?” (2Cel 2, 6).

Es fundamental recordar que quien tomó la decisión de hacer la guerra, quien firmó el decreto para las cruzadas fue el papa Inocencio III, el cual amaba llamarse “Siervo de los siervos”. Y bien, ¿qué nos quiere decir el texto con la voz que escucha Francisco, texto que está en un cuadro histórico bélico no insignificante?  Es evidente que la voz que siente Francisco lo pone frente a un gran dilema: ¿Quién puede favorecer más, el siervo o el señor? ¿Por qué buscas al siervo y no al señor? Dicho con otras palabras: obediencia a Dios, el “patrón”, o la obediencia al Papa, es decir al “siervo”.

Quien tenga una mínima idea de lo que estoy diciendo, seguramente tendrá  que dejar de lado la imagen de un Francisco idílico, romanticón, embelesado de la natura y ajeno a los conflictos que laceran a los hombres y en los cuales está involucrada la iglesia en prima persona. Francisco responderá a la voz, ejerciendo el discernimiento. Optará por el Señor y no por el siervo.

Sin por eso abandonar la iglesia, sin por eso criticar con panfletos, pergaminos o cartas de protestas, Francisco hará su opción. Opta por el Patrón y no por el “siervo”, opta por el Principe y no por el “súbdito”, optará por el Evangelio y no por los criterios guerreros del Papa. En otras palabras, no sigue el papa en una guerra fraticida la cual no propone la fe sino que más bien la impone y a costa de la vida de los otros. Francisco dice un rotundo “no” a la Iglesia que, en esos momentos, había hecho de las cruzadas su forma de vida y, en consecuencia era más amiga del Cesar que del Evangelio, confiando más en la espada que en la lógica oblativa. Esta última no es otra cosa que la lógica del Cristo que ha llamado “amigo” a Judas, el traídor, y ha dado sí mismo para que los hombres tengan vida, y la tengan en abundancia.

Francisco, dicho en pocas palabras, permanece, en ese momento crucial, a diferencia de la iglesia guerrera de su tiempo, anclado, aferrado al ejemplo de Cristo y al enseñamiento del evangelio. Es así que se hace presente entre los musulmanes con la disposición total “a morir antes que a matar”. Y esto significa dar una vuelta radical a la lógica immoral de las cruzadas y a la ideología que la sostiene conocida como malicidio. Esta teoría argumentada por el gran maestro de “espiritualidad” (?) monástica Bernardo de Claraval – y retomada por los militares de América latina en la triste época de la Doctrina de Seguridad Nacional – sostenía que “cuando un caballero de Cristo mata el malhechor, su gesto no es homicida, sino, si puede decir así, ‘malicida”; él es en ese momento en todo y por todo el agente de la venganza de Cristo sobre aquellos que cometen el mal” (G. Duby, Lo specchio del feudalismo, Bari-Roma, Laterza, 1980, pag. 287).

Para Francisco, en cambio, el malicidio tiene lugar versando la propia sangre y no la sangre de los otros.

2.3) Cae así la sabiduría pesimística de la antiguedad y que en mayor o menor medida ha alimentado períodos turbios e immorales de la iglesia, es decir, cae el noto “homo homini lupus”. Francisco indica otra vía porque para quienes se han dejado plasmar por la lógica oblativa, que da todo sin nada pedir en cambio, – la lógica del Cristo – esta prohíbido vertir en la guerra la sangre preciosa del otro, siempre “otro”, es verdad, pero siempre “hermano”. Configurado por la lógica crística que es la actitud evangélica, corazón y expresión del Amor del Amante entre nosotros, para Francisco de Asís el Islám no era ya el imperio del mal los demonios en tierra, sino una porción electa de la familia humana que sólo la violencia de los cristianos había hecho sorda y ciega a la voz y a la luz del Evangelio.

3.- Una enseñanza

3.1) Es un hecho innegable que el resultado de la presencia de Francisco en la quinta cruzada no tuvo mucho éxito. El sultán Melek – el Kamel, escuchó atentamente sus palabras, quedó sorprendido de la bondad y sabiduría de Francisco, sobre todo porque se acercó a dialogar sin llevar armas ni escudos, como hacían los otros cristianos. El sultán no se convirtió al cristianismo. Tampoco Francisco obtuvo el martirio – una forma radical de testimonianza muy apreciada en esa época.

Es interesante aquí recordar lo que dice un observador o cronista de aquellos tiempos, llamado Ernoul acerca de la quinta cruzada. El cronista escribe que Francisco “notó el mal y el pecado que comenzaban a crecer y a expandirse entre la gente del campamento que Francisco dejó la cruzada muy disgustado”

3.2) De todos modos su esfuerzo de encuentro con la alteridad, con aquellos que son “otros”, no fue en vano porque el ejemplo de Francisco ha inoculado una semilla de aquella voluntad de coloquio y de ecumenismo entre los hombres de diversa cultura, estirpe, religión, que están entre las iniciativas más importantes de nuestro tiempo.

3.3) Todo esto ayuda a comprender que para Francisco la verguenza y la traición al Dios de la lógica oblativa, se identifican con una espiritualidad atemporal, ahistórica, es decir, indiferente a los conflictos de la historia. La lógica oblativa de la cual, siguiendo las huellas del Cristo, Francisco es uno de los testimonios más creíbles no sólo en Occidente sino también en Oriente, es la única lógica que permite encontrar el otro en cuanto otro, en cuanto distinto y establecer un puente, sin por esto invadirlo, obligándolo por fuerza a plegarse a ciertos criterios que por muchas razones rechaza.

3.3) Agrego, para terminar, que si es verdad que el Oriente musulmán  tiende ( y me disculpen el neologismo) a mezquitizar las discotecas no es menos verdad que un Occidente arrogante e imperalista tiende a“discotequizar” las mezquitas – y esta acción denigrante tiene muchas veces la bendición de la jerarquía eclesiástica o es acompañada de un cómplice silencio. No ha sido ésta la actitud y el comportamiento de Francisco.

Libre de ideologías y partidismos, Francisco anuncia la paz que viene desde el Alto. A la pregunta: ¿dónde está tu hermano? pregunta a la cual Caín responde evasivamente, Francisco, en cambio, “movido a compasión”, es decir, mirando con misericordia los hombres que se masacran mutuamente, responde en prima persona, es decir, haciéndose presente en estos bélicos conflictos, restaurando en cuanto es posible, aún a riesgo de perder la vida, la paz y la armonia.

Identificándose siempre más con el amor donativo del Cristo, Francisco no se fía ni de la diplomacía ni de la espada. Se hace presente en las “zonas rojas” armado – como dice su biógrafo san Buenaventura – no con la espada sino con la fe. En modo excelente Merino retrata este aspecto de Francisco diciendo: “no es un democrático declarado ni un filántropo comprometido, sino un creyente que toma en serio Dios y el Evangelio. Es un cristiano convencido y coherente que ha sembrado una fe viva en el corazón de la realidad social, sin por eso jamás comprometerse con la política. Su autonomía y espontaneidad no se hubieran jamás conseñado a cualquier ideología que pudiera hipotecar su libertad”.

Conclusión

Francisco no ha sido el “capellán militar” de las cruzadas. Decidió ir a Damasco por su cuenta y no en función de bendecir la sed de conquista de la iglesia. Su propósito era dialogar con el sultán y anunciar la fe cristiana, anunciar el Dios de Cristo y el Cristo de Dios, rostros en los cuales, todos los hombres – ésta es la fe de Francisco – se pueden espejar, encontrarse, reconocerse, “salvarse”. Fue, como era su costumbre, provisto de fe y no de espada, habitando la lógica de la gratuidad que es la lógica de la mano abierta y no del puño cerrado que sólo para depredar se abre o para empuñar el cuchillo y cancellar la diferencia que no se deja dominar o se opone a sus intereses.

El Dios de Francisco no es amigo de violentos ni bendice cruzadas porque es el Dios de la gratuidad el cual no siempre es vivido ni testimoniado por la Institución y las comunidades locales. Aún así, Francisco no abandonó nunca la iglesia. Si la “criticó” lo hizo desde dentro, inaugurando caminos diversos alimentados por la lógica oblativa que ejerce la projimidad sin discriminaciones y no bendice la lucha armada porque es la lógica de Aquél que dona sí mismo a todos, incluyendo a quienes lo torturan y lo transpasan con la lanza.  Una lógica que la iglesia de su tiempo, más cerca del Cesar que del Evangelio, no digería facilmente, y que aún hoy (al menos una parte importante de la jerarquía) en ciertas situaciones en las cuales ve en peligro su imagen, su poder y su incidencia en el ámbito social y político, parece olvidar de buenas ganas.

Por qué nos quedamos. Por Guillermo “Quito” Mariani

Muchos se lo preguntan. ¿Por qué varios entre  ustedes los curas que se manifiestan absolutamente  conscientes de las deficiencias de la Iglesia, no se apartan definitivamente de ella en lugar de criticarla tan duramente?

Si se mira a la Iglesia como un Club con reglamento aceptado por todos, la pregunta sería muy lógica y también indicaría lo razonable que sería abandonarla.

Pero,  se trata de una comunidad de seguidores de Jesús de Nazaret que por distintas circunstancias históricas, institucionalizándose, se ha confundido en muchos aspectos con el poder temporal, sin renunciar a presentarse como continuadora del mensaje y el testimonio de Jesús. En ella el “reglamento” establecido, a pesar de todas las irregularidades que contiene, no se extiende más allá de la aceptación de las verdades evangélicas fundamentales y del establecimiento de normas que son consecuencia directa de las mismas. Cada cristiano que ha ratificado su bautismo como inserción a esta iglesia y cada sacerdote que ha sido ordenado para el servicio de la comunidad, no tiene por qué someterse a otros requisitos. Quedan entonces exceptuadas todas las disposiciones o conductas que excedan o contraríen aquellos principios. Ya esto, de por sí, constituye una causa para defender el derecho a permanecer, con disentimientos, en la Iglesia.

En el caso de los sacerdotes, la misión de servicio aceptada no como una función sino como un compromiso de vida, supone una actitud muy firme en defensa de la verdad, la fraternidad y la justicia como valores de la sociedad designada en el N.T como “reino de Dios”. Y éste compromiso se cumple más eficazmente desde el ejercicio del ministerio, desde adentro, porque se está más en contacto con la realidad eclesiástica y todos sus pormenores y  también en relación más íntima con la comunidad cristiana, que tiene derecho a pensar con adultez. Éste es un segundo motivo muy importante.

¿Pero no será que preferimos permanecer como curas porque la iglesia nos mantiene y sería muy duro empezar de nuevo, sobre todo cuando se tiene cierta edad límite para acceder al campo laboral o profesional? Efectivamente aquí hay otro motivo, cultivado por la misma iglesia oficial, ya que en la formación de los sacerdotes ha evitado cuidadosamente toda capacitación y título que no se redujera a lo estrictamente cultual y al conocimiento de las ciencias eclesiásticas. Además, no tiene previsto, o mejor es absolutamente excluyente de la opción de conceder algún beneficio parecido a jubilación o subsidio, para quienes hayan servido pocos o muchos años, cuando se apartan del ministerio. Éste motivo muy fuerte de por sí, no influye demasiado para los más jóvenes con posibilidades de inserción en la sociedad civil y, generalmente, liberados por el enamoramiento, de la disciplina del celibato.

Para mí personalmente, que entre mis 26 y mis 30 años, estuve muy próximo a abandonar no sólo el ministerio sino también la iglesia, permanecer en ella como sacerdote, a los 83, aunque sin someterme a muchas disposiciones que creo claramente erróneas e interesadas, y poniendo corazón en cada una de las que realizo a pedido de quienes me conocen, significa no querer desprenderme de 50 años de comunicación y búsqueda compartidas con tantos hermanos que han dado a mi historia personal un sentido muy particular y profundo.

José G. Mariani (pbro)

La violencia en la Iglesia. Por Camilo Macisse

Hablar de violencia en la Iglesia puede parecer un contrasentido. Violencia, en efecto, implica fuerza (vis) física, moral o psicológica para imponer y coartar, para forzar y obligar. Y esto sería contradictorio e impensable en la comunidad de creyentes fundada por Jesús, nuestra paz, que vino a liberarnos de toda esclavitud y opresión; que “destruyó el muro de separación: el odio, y de los dos pueblos ha hecho uno solo… [y] los reconcilió con Dios por medio de la misma cruz” (Ef 2, 14.16); que edificó su iglesia en el amor a Dios y al prójimo, incluso al enemigo (Mt 5,43-48). Sin embargo, la historia de la Iglesia, divina y humana a la vez, nos hace ver que la violencia ha sido practicada por ella hacia dentro y hacia fuera de la misma suscitando o tratando de reprimir conflictos entre la autoridad jerárquica y la base, entre interpretaciones tradicionales de la fe y nuevos acercamientos a la misma, entre exegetas, teólogos, moralistas y magisterio, entre institución y carisma, entre iglesia y sociedad.

Nuestra reflexión no es sólo teórica. Tiene en cuenta también la historia pasada y reciente en la vida de la iglesia junto con experiencias personales o testimoniales en el presente del pueblo de Dios que peregrina como signo pobre e imperfecto del Reino de Dios. Estas experiencias actuales no son simples anécdotas aisladas sino líneas de dirección que caracterizan habitualmente el modo de actuar de organismos centrales de la iglesia.

1. El trasfondo de la violencia eclesial

Al analizar el trasfondo de la violencia eclesial hay que tener en cuenta los comportamientos psico-sociológicos de los individuos y de los grupos humanos con todas sus tensiones en la esfera relacional y con sus causas personales y estructurales. Igualmente hay que superar visiones maniqueas que identifican el poder con el mal y que juzgan siempre negativamente desde el punto de vista moral a quienes lo ejercen en la sociedad y en la Iglesia. Puede existir y de hecho se da un estilo evangélico de practicar la autoridad (Mt 20,24-28). Esta aclaración permitirá encuadrar con realismo las experiencias de violencia en la iglesia y de evitar, al mismo tiempo, juicios moralmente negativos sobre las intenciones de quienes de hecho la practican en forma consciente o inconsciente. No se trata, por tanto, de enjuiciar a las personas que casi siempre proceden guiadas por el deseo de salvar la identidad eclesial, de proteger lo que consideran el bien y la verdad.

La tensión de dos movimientos presentes en los grupos humanos

Todo grupo humano estructurado vive la tensión entre dos movimientos: uno centrípeto y uno centrífugo. El primero se preocupa de conservar la identidad; el segundo de encarnarla y renovarla con dinamismo y creatividad para que el grupo se mantenga con vida y para que su existencia continúe teniendo sentido. Ordinariamente el movimiento centrípeto está representado por quienes tienen el poder y la autoridad. Una parte de la base, en cambio, tiende más fácilmente a buscar caminos nuevos, a transformar las estructuras, a cuestionar los aspectos organizativos del grupo. Ambas tendencias pueden querer imponerse a través de una cierta violencia. Si el movimiento centrípeto predomina y se impone, el grupo obligará a sus miembros vivir una identidad estática en el sometimiento y la uniformidad. Si, por el contrario, vence el movimiento centrífugo, el grupo corre el peligro de la dispersión y la fragmentación que conducen a la pérdida de la propia identidad. La superación de este doble peligro se dará en la integración armoniosa de ambas tendencias a través del diálogo y de la aceptación de un pluralismo en la unidad.

En la iglesia tenemos dos aspectos necesarios y complementarios: el institucional y el carismático que, de ordinario, concretizan los dos movimientos de los grupos humanos: lo institucional, el movimiento centrípeto; lo carismático, el centrífugo. La iglesia en su aspecto institucional valora más la recta doctrina, la disciplina, la organización, y la cohesión protegiendo su identidad por medio del dogma, la ley, el poder centralizado. En su aspecto carismático, la iglesia da más importancia a la recta praxis, a las relaciones fraternas, a la cercanía con la gente, especialmente con los pobres, a la denuncia profética. Vive y promueve la solidaridad, la inculturación del evangelio, la corresponsabilidad, la descentralización y la práctica del amor cristiano con su dimensión social para promover la justicia en el mundo. Aquí también, como en todo grupo humano, el camino para resolver las tensiones que surgen es el del diálogo que conduzca a la aceptación de la diversidad en la unidad construida alrededor de lo que es realmente esencial.

El modelo de Iglesia

El modelo de Iglesia (la forma como la Iglesia se entiende a sí misma y se presenta a los demás) influye igualmente en la forma de concebir y de ejercer el poder. Ese puede conducir a la violencia que impone o al servicio abierto a la confrontación y al diálogo en la búsqueda de la verdad y de los caminos de Dios para la iglesia.

Durante muchos siglos, a partir del Edicto de Constantino (s. IV), prácticamente hasta el Vaticano II, predominó el modelo de iglesia como sociedad perfecta con fuerte acentuación en lo jerárquico que llevó a distinguir dos categorías de cristianos: el clero junto con la vida religiosa por un lado y los laicos, por otro; la iglesia docente(que enseña) y la iglesia discente (que aprende); la jerarquía que gobierna, decide, determina y el laicado que obedece, acepta y ejecuta. En ella las distinciones se dan piramidalmente, por una jerarquía de carismas. El primer puesto lo ocupan quienes ejercen la autoridad. En ella se concentra casi todo el poder.

El Concilio volvió al modelo bíblico de iglesia y la presentó nuevamente como una iglesia de comunión, pueblo de Dios y sacramento del Reino. En ese modelo las relaciones entre los carismas parten del objetivo de los mismos que es el de favorecer la unidad en la diversidad. Las distinciones no se tienen primordialmente por el orden jerárquico sino por el tipo de servicio. Este modelo de iglesia exige un modo nuevo de ejercer la autoridad. Por desgracia, en el período posconciliar, el discurso teórico en esta línea está siendo frecuentemente desmentido por una praxis eclesial caracterizada por un creciente centralismo, autoritarismo, dogmatismo y juridicismo generadores de exclusión al estilo del modelo anterior de iglesia-sociedad perfecta.

2. Manifestaciones de violencia en la iglesia

En la iglesia actual no se aplica más la violencia física que se practicó en el pasado cuando religión y estado estaban estrechamente unidos. Entonces los disidentes en el campo dogmático como moral eran considerados como miembros desintegradores de la identidad cristiano-católica y social. Aun sin aceptar la leyenda negra de la inquisición, (que también existió en el campo protestante), no se pueden negar hechos inaceptables de condenación de parte de la iglesia como el de consignar a los considerados herejes al “brazo secular” para ser torturados o incluso ejecutados por su falta de ortodoxia o por su rebeldía a la autoridad eclesiástica. En el mundo moderno y posmoderno esa forma de violencia ha desaparecido en la iglesia. Quedan con todo, otras formas de violencia moral y psicológica que siguen siendo practicadas en la institución eclesial y que son manifestaciones de un tipo de poder que no tiene en cuenta el derecho a una legítima diversidad en la iglesia y la exigencia evangélica del diálogo y de la superación del miedo. A la luz de la experiencia puedo señalar algunas de esas violencias, que son práctica muy frecuente en la iglesia, sobre todo en algunos dicasterios romanos.

La violencia del centralismo

El centralismo es una forma refinada de violencia porque concentra el poder de decisión en una burocracia eclesiástica, lejana de la realidad de la vida, ignorante de los desafíos que enfrentan los creyentes en las diferentes circunstancias socio-culturales y eclesiales, incapaz de admitir la pluriformidad. De ese modo se ejerce la violencia al tratar a los creyentes de todas las categorías, desde las conferencias episcopales hasta los grupos de laicos pasando por la vida consagrada, como menores de edad, necesitados de una superprotección y de una disciplina impuesta con criterios miopes.

En el período posconciliar se ha ido destruyendo poco a poco el esfuerzo de descentralización iniciado por el Vaticano II y el camino de la colegialidad episcopal. Incluso los sínodos episcopales convocados periódicamente están controlados en su metodología y en la elaboración de sus documentos por la Curia romana. En la mayor parte de los sínodos ha habido obispos que han denunciado inútilmente la violencia de este control aplicado por mentalidades neo-conservadoras bien estructuradas y con mucho poder para tratar de imponer su punto de vista y sus decisiones condicionadas por una teología abstracta y desfasada. Presionan con acusaciones y sanciones también a quienes se atreven a enjuiciarlas por amor a la iglesia y sin romper la comunión en ella. Se les tacha sistemáticamente de practicar un magisterio paralelo, una pastoral paralela y de pretender crear una iglesia paralela.

El centralismo reforzado procede en gran parte de la desconfianza y el miedo. ¿Cómo explicar si no el que se tarde dos y tres años para aprobar la traducción de textos litúrgicos hecha por expertos y aceptada unánimemente por conferencias episcopales? Se practica así la violencia de la sospecha y de la descalificación de enteros episcopados. Ese mismo miedo de perder el control de todo hizo surgir, ya en el Sínodo sobre la vida consagrada y después por parte de la Congregación para la doctrina de la fe, la propuesta de exigir la confirmación del Vaticano para los Superiores Generales electos por sus respectivos Institutos religiosos. Ante una reacción mayoritariamente negativa, la Congregación para la doctrina de la fe envió una carta a teólogos de su confianza pidiéndoles que comenzarán a escribir para apoyar esa iniciativa e ir creando una opinión favorable a ella.

El control centralista de la Curia romana impide también el acceso de grupos cualificados a un diálogo directo con el Papa. Los Consejos de la Unión de Superiores Generales (USG) y la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG) han tratado inútilmente de tener una audiencia-encuentro con el Santo Padre desde 1995. Mientras otros grupos menores irrelevantes e individuos ajenos a la fe y a la iglesia obtienen esa posibilidad, los representantes de más de un millón de personas consagradas comprometidas en las más diversas actividades pastorales y en los puestos de frontera evangelizadora no han podido lograrlo. Este es un modo sutil de impedir los espacios de diálogo indispensables para una colaboración intraeclesial. Por eso, un padre conciliar se atrevió a decir durante la celebración del Vaticano II: “no le tengo miedo a Pedro (al Papa), sino a los secretarios de Pedro (la Curia romana)”.

La violencia del autoritarismo

Una forma de violencia que se da con frecuencia en las estructuras de la iglesia es la del autoritarismo patriarcal. Pruebas de ello son entre otras la exclusión de las mujeres de los “espacios de participación… en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente”[1]. Resulta incomprensible, por ejemplo, que las mujeres contemplativas no hayan sido consultadas en la preparación del documento Verbi sponsa sobre la clausura. Fueron varones los que legislaron para un tipo de vida que no conocen sino en teoría[2]. Esa legislación exige de las monjas contemplativas lo que no exige de los monjes contemplativos en cuestión de permisos para excepciones a las normas establecidas. Es un ejemplo de violencia discriminatoria hacia la mujer consagrada contemplativa. Se la considera como menor de edad como en siglos pasados, incapaz de mantenerse fiel a su identidad claustral sin una vigilancia de parte de los varones.

Otras formas de violencia autoritaria que se han convertido en costumbre son, por ejemplo: cubrir con el secreto el nombre de quienes acusan (violación de un derecho de la persona humana), porque son generalmente personas de mentalidad conservadora; no permitir testigos que apoyen a la parte acusada cuando ésta es llamada ante un tribunal de algunos dicasterios romanos; enviar cartas en las que quedan asentadas acusaciones sin haber dialogado con el acusado antes de escribirlas. También, cuando éste escribe una respuesta en la que demuestra la falsedad de las aserciones, nunca recibe un escrito que lo descargue de las afirmaciones calumniosas anteriores contra él.

El autoritarismo se cubre con el manto del poder sagrado que protege a quienes actúan de esa manera. No existe la posibilidad de acusarlos de difamación y calumnia. En nombre del poder sagrado exigen obediencia ciega[3], comprensión hacia ellos que, como dicen, tratan de hacer las cosas lo mejor posible y, cuando quedan al descubierto, como último recurso, recuerdan a las víctimas de su autoritarismo que “todos estamos en la misma barca”, sin reconocer que antes han querido arrojarlos al mar. Igualmente no se cansan de remachar que según la ley, tal y cual cosa es “competencia exclusiva de la Sede Apostólica”.

La violencia del dogmatismo

Otro tipo de violencia en la iglesia es el dogmatismo que no admite que vivimos en un mundo pluralista en el cual no es posible seguir dominados por un monocentrismo religioso, cultural y teológico. Por el contrario, se requiere una apertura a un policentrismo en todos esos campos. Sin distinguir entre lo esencial de la fe cristiana y sus formas de expresión teológica, el dogmatismo conduce a imponer una sola perspectiva teológica: la tradicionalista, elaborada a partir de condicionamientos filosóficos y culturales de épocas pasadas. Así, sucesivamente en el período posconciliar hemos asistido a la violencia represiva contra una exégesis renovada, contra nuevas perspectivas teológicas europeas, contra la teología de la liberación, contra la teología asiática y africana, contra la teología indígena. Y, ordinariamente, los procesos siguen una pauta de tipo violento: llegan a la Congregación para la Doctrina de la fe acusaciones de personas conservadoras y ultraconservadoras o de enemigos personales que saben que gozarán de la protección de la confidencialidad y del apoyo incondicional de parte de los responsables de la Congregación; éstos dan a examinar los textos en cuestión a “expertos” que gozarán de la protección del anonimato y que no tendrán que enfrentar al acusado; éste tiene que responder a las acusaciones y ofrecer explicaciones sobre lo que es considerado heterodoxo. Es sorprendente constatar que muchas veces el “experto” basa sus acusaciones en frases fuera de contexto[4]. Después de responder y aclarar las cosas uno no recibe, a no ser en casos especiales, ninguna carta de descargo en la que el Congregación diga que su “experto” se ha equivocado. Tampoco el acusador recibe una amonestación o una pena canónica por haber mentido o calumniado.

Este dogmatismo violento frena la investigación y el estudio legítimos entre los exegetas, teólogos, moralistas, pastoralistas. Muchos, por miedo, se imponen una fuerte autocensura. La Iglesia tiene también con frecuencia actitudes impositivas en la sociedad sin tomar en cuenta el mundo pluralista en que vivimos. La iglesia tiene ciertamente derecho a presentar el evangelio y sus exigencias pero sin dogmatismos y sin pretender imponerlas a quienes no creen o profesan otras religiones.

Hacia una nueva eclesialidad

Las tensiones y conflictos en la iglesia no se pueden eliminar ni con la violencia del centralismo que controla todo, ni con la violencia del autoritarismo que sanciona y excluye, ni con la violencia del dogmatismo que impone y uniforma, ni con la violencia del rechazo de la autoridad o de las verdades fundamentales de la fe y de la moral católicas. Lo que se requiere es superar el modelo de iglesia de cristiandad neoconservadora que ha ido recuperando terreno y que predomina en la estructura de la iglesia a principios del tercer milenio. Hay que caminar hacia la aceptación práctica del modelo de iglesia recuperado por el Vaticano II: una iglesia de comunión, pueblo de Dios y sacramento del Reino. En ella, debe haber lugar para el diálogo y la comunicación, la unidad en la diversidad y un clima de libertad como expresión del amor que acepta al otro y que crea comunión dentro y fuera de la iglesia.

Ante todo, hay necesidad de una actitud dialógica en la iglesia, que lleve a hablar y a escuchar al otro, sin actitudes inquisitoriales o de rechazo, en la búsqueda sincera de la verdad a la luz del evangelio tanto en su interior como con otras confesiones cristianas, otras religiones y con la sociedad. A ello invita el Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes: cuando, hablando de la iglesia y de su misión de iluminar a toda la humanidad con la luz del evangelio, la presentaba como “signo de aquella fraternidad que permite y consolida el diálogo sincero. Esto requiere que, en primer lugar, promovamos en la misma iglesia la estima mutua, el respeto y la concordia, reconociendo toda legítima diversidad, para establecer un diálogo cada vez más fructífero entre todos los que constituyen el único pueblo de Dios, tanto los pastores como los demás fieles cristianos. Lo que une a los fieles es más fuerte que lo que los divide. Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo”[5]. Este diálogo se extiende también a otras confesiones cristianas en un auténtico ecumenismo y no excluye “a nadie, ni a aquellos que cultivan los bienes preclaros del espíritu humano, pero no reconocen todavía a su Autor, ni a aquellos que se oponen a la iglesia y la persiguen de diferentes maneras”[6].

Junto con el diálogo se requiere una descentralización que permita un contacto directo con los desafíos y los problemas dentro y fuera de la Iglesia. Esto favorecerá la corresponsabilidad y la práctica de la colegialidad episcopal y dará menos espacio a actitudes inquisitoriales alimentadas por acusadores cobardes que tiran la piedra y esconden la mano y que se creen poseedores de la verdad “objetiva” y están dominados por el miedo a la confrontación. Esto en el fondo es miedo a la verdad y a la auténtica libertad, ya que la verdad es la que nos hace libres (Jn 8,32). Juan Pablo II en su Encíclica Ut unum sint afirmaba que “cuando la iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos ‘vicarios y legados de Cristo’. El Obispo de Roma pertenece a su ‘colegio’ y ellos son sus hermanos en el ministerio… Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros”[7]. Estas formas nuevas en la estructura de servicios en la iglesia no solamente son necesarias en el campo ecuménico sino que también son urgentes al interior de la iglesia católica. Se requiere que el Papa sea ayudado en su ministerio más directamente por las conferencias episcopales que por la curia romana que ha concentrado excesivamente el poder decisorio que conduce a la violencia del centralismo, del autoritarismo y del dogmatismo. Este es el motivo por el que cada vez con más fuerza personas de nombre y jerarquía en la iglesia proponen que los consultores y consejeros del Papa sean los Presidentes de las conferencias episcopales. El diálogo con ellos daría al Santo Padre una visión más clara de la realidad y de los desafíos que debe enfrentar la iglesia en los diversos contextos socio-culturales y eclesiales. Así se evitarían de parte del juridicismo centralista de la curia romana ordenaciones abstractas y universales que impiden flexibilidad y adaptación a las diversas circunstancias, que crean tensiones y conflictos y que ejercen violencia con la imposición de una rígida uniformidad, fruto de un concepto equivocado de unidad. Este debe ser superado, puesto que la iglesia “en virtud de su misión y su naturaleza, no está ligada a ninguna forma particular de cultura humana o sistema político, económico o social”[8] y, por tanto, está llamada a vivir la unidad en la diversidad socio-cultural y eclesial a través de un diálogo sincero, fraterno y maduro que ayude a superar violencias y miedos.

Notas

[1] VC 58.

[2] No fue consultada ninguna de las 49 Asociaciones o Federaciones de las Carmelitas Descalzas que siguen las Constituciones puestas al día con el Vaticano II y que agrupan 755 monasterios y cuentan con más de once mil monjas. Quejas semejantes surgieron de otras órdenes contemplativas. Tal parece que la consulta se limitó a monasterios o grupos de monasterios de mentalidad conservadora.

[3] Así lo hizo un cardenal de la curia romana en su intervención durante el sínodo sobre la vida consagrada.

[4] Esto aparece todavía en procesos recientes. Con el método que usan ciertos “expertos” (siempre protegidos por el anonimato) uno podría acusarlos hasta de herejías examinando unas pocas páginas de sus escritos.

[5] GS, 92.

[6] Ib.

[7] Ut unum sint, 95.

[8] GS 42.

Autor: Camilo Macisse, ex-general de los Carmelitas Descalzos y ex-presidente de la Unión de Superiores Generales – Revista Testimonio (Revista de la Conferencia de Religiosos y Religiosas de Chile, CONFERRE)

Fuente: Servicios Koinonia