La brasileña Ivone Gebara es una feminista declarada. Cree firmemente que los gobiernos deben despenalizar el aborto porque “el dolor de los principios es abstracto pero el dolor de la mujer que no quiere y no puede dejar que se desarrolle su embarazo es un dolor concreto, es un dolor que se siente en la piel”. El pensamiento no resultaría extraño en una feminista, si no fuera porque Ivone Gebara también es monja. Religiosa de la congregación Hermanas de Nuestra Señora y doctora en Filosofía y Ciencias Religiosas, sus pensamientos escandalizaron en 1994 a las jerarquías del Vaticano, que le exigieron un silencio de dos años y la trasladaron a Bruselas (Bélgica) con la esperanza de acallar su rebeldía. Gebara acató la orden y aprovechó el tiempo para trabajar sobre nuevos libros que posteriormente le permitieron continuar esparciendo sus ideas nacidas, según narró a La República de las Mujeres, del conocimiento de las mujeres pobres de su pueblo.
Hablas como un hombre le dijo a Ivone Gebara hace algunos años una mujer pobre de la vecindad. Hablas sobre política y economía y no tomas en cuenta nuestros problemas, lo difícil que es llegar con la comida hasta el viernes porque nuestros compañeros cobran los sábados y a veces no hay para comer”.
Fue entonces cuando Gebara resolvió³ “hablar como mujer” y a partir de la publicación de obras como “Teología a ritmo de mujer”, “Intuiciones ecofeministas”, “Ecofeminismo y liberación”, “Rompiendo el silencio”, “Mujeres en la experiencia de muerte y salvación” y “Las aguas de mi pozo. Reflexiones sobre experiencias de libertad”, ensayo que acaba de ser editado en Uruguay.
Aunque las críticas desde su iglesia continúan, ella se niega a renunciar a su carácter de religiosa porque “ellos no tienen derecho a mi elección. Yo elegí entrar en una congregación religiosa y ellos no tienen derecho a sacarme”.
– “Las aguas de mi pozo” refiere concretamente a la libertad. ¿Qué es para usted la libertad?
– Generalmente, cuando se habla de libertad se limita el tema a una experiencia social, pero cuando se pregunta a la gente directamente por sus propias experiencias no saben qué responder. La libertad aparece como un valor grandioso, público pero alejado de lo cotidiano.
En mi caso, para ser libre yo tuve que comenzar por negar el sueño que mi mamá tuvo para mi, que era casarme con un hombre de origen sirio libanés, preferentemente de primera generación, igual que yo. Mi libertad comienza en forma fundamental con el conflicto con la figura materna y después con la paterna. También influyeron en mí las historias contadas por una empleada que había en mi casa paterna desde que nací. Ella era nieta de esclavos y fue en sus labios donde escuché por primera vez la palabra libertad.
Años después, ya joven profesora de Filosofía, inicié una amistad con una profesora de Química que luchaba contra la dictadura militar y me enseñó otra cara de la libertad. Ella fue presa y murió luchando por esa libertad.
– ¿No hay una contradicción entre la búsqueda de la libertad y la decisión de ingresar en una institución religiosa, con todas las limitaciones que ello supone?
– Cuando me preguntan por qué me hice monja, respondo que fue para buscar mi libertad aunque parezca contradictorio. Yo terminé la Universidad en diciembre de 1966, plena dictadura militar en Brasil, y en febrero de 1967 entré en mi congregación.
Ya cuando decidí estudiar Filosofía fui transgresora, porque mi familia no quería que estudiara. No había dinero para pagar la Universidad y yo decidí trabajar para poder estudiar. Mis padres decían que si trabajaba, los muchachos ricos no iban a acercarse y perdería mi oportunidad de casarme “bien”; creían que me convenía estudiar decoración.
Elegí trabajar y estudiando me convertí en líder estudiantil. Era presidenta del Centro de Filosofía y así tomé contacto con las religiosas de la Universidad, que iban a los barrios a trabajar con los pobres. Así me fui sintiendo atraída por un modelo de mujer intelectual, comprometida con los pobres y opuesta a la dictadura militar.
Yo no pensaba en los límites de la institución religiosa ni en los curas. Lo único que pensaba era que quería vivir como estas mujeres, en forma muy distinta a lo que parecía ser mi destino.
– ¿Qué ocurrió cuando se encontró con esa otra Iglesia, la de los límites y el patriarcado?
– Con esa Iglesia no me encontré hasta los años ochenta, cuando hice mis primeras incursiones en el feminismo. Yo viví feliz durante todos esos años, contenta porque tenía un espacio pequeñito entre una elite de varones de la Iglesia.
– ¿Cómo se da ese pasaje al feminismo sin abandonar la religión?
– En 1979 empecé a leer cosas de las feministas y me caí del caballo. Esto me abrió los ojos y comencé a ver a las mujeres pobres con quienes trabajaba, su sumisión y su desprecio por su propio cuerpo, siempre relegadas para el final, después del marido y los hijos y la casa. Y junto con eso me di cuenta que yo hacía lo mismo, poniendo en primer lugar la congregación, la Iglesia, los padres.
Ahí empecé a hablar de otros problemas, introduciendo los temas de las mujeres cada vez que se hablaba de determinadas luchas, de la búsqueda de justicia. El mío comienza siendo un feminismo medio tímido, limitado a cuestiones religiosas, pero dentro de la Iglesia no creen que sea tímida.
– Al volcarse al feminismo, ¿no pensó en dejar la Iglesia?
– No, porque para mí ser feminista significa plantear una lucha social para ser reconocida dentro de la Iglesia como ciudadana. Yo nunca busqué conciliar ambas cosas, sino que dentro de la Iglesia se abriera un espacio de igualdad de derechos.
Cuando decidí no ser una teóloga de conciliación, la Iglesia Católica me castigó enviándome a Bélgica. Yo lo acepté, pero lo interpreté no como una obediencia sino al contrario. Ellos no tienen derecho a mi elección. Yo elegí entrar en una congregación religiosa y ellos no tienen derecho a sacarme.
De terca, me quedé. Hice lo que quisieron en forma aparente, pero en realidad hice lo que yo quise. En ese tiempo publiqué un libro, mi tesis sobre ciencias religiosas. Y obtuve el título de Doctora en Ciencias Religiosas con la máxima calificación, otorgado por la misma institución que me condenó. Esto muestra la contradicción interna de la institución.
– Luego de los dos años en Europa, usted siguió manteniendo sus opiniones. ¿Cómo sigue ese conflicto con la Iglesia?
– Ahora el conflicto ya no es abierto, pero intentan ignorarme o decir que lo que yo hago no es teología católica sino filosofía de la religión. Esto me hace reír porque me parecen estúpidos. Su manera de decir las cosas es tan sin fundamento, tan distante de las preocupaciones reales de los cuerpos masculinos y femeninos, que me hacen reír.
– ¿A qué atribuye este distanciamiento de la Iglesia Católica de las “preocupaciones reales”? ¿Es esa la razón de la pérdida de seguidores que viene padeciendo?
– El catolicismo actual en América Latina no es más el de los contenidos dogmáticos. Ni siquiera quienes se dicen católicos están de acuerdo con los dogmas. La gente se inclina más hacia ese catolicismo de religión, más festivo y de cantos. La Iglesia Católica va dando paso a un catolicismo más pentecostal, que brinda a la gente una seguridad más sicológica. En esto influye también la globalización, que lleva a un catolicismo más mediático, que no invita a la gente a pensar.
Yo represento a un cristianismo absolutamente minoritario, que no tiene nada que ver con ese catolicismo de espectáculo que desgraciadamente se está imponiendo. Entonces los obispos y sacerdotes pueden seguir hablando y enseñar los mismos dogmas de siempre pero la verdad es que termina siendo una acción periférica, porque la gran masa popular ni siquiera entiende de qué se habla y solo lee la Biblia para sacar alguna orientación moral pero nada más.
-¿Cómo ha influido su relación con las mujeres pobres en su cambio de visión respecto ala Iglesia y el feminismo?
– Yo vivo en un barrio popular fuera de Recife y las mujeres de estos barrios han sido decisivas para mí. Mi primera caída del caballo fue cuando una mujer pobre me dijo que usaba un lenguaje masculino. Eso me dejó enferma, porque yo me creía muy femenina.
Me reunía con un grupo de obreros en su casa, para tratar la problemática de los pobres y creía que abarcaba a todos, pero ella me dijo que yo nunca hablaba de la lucha de las mujeres para garantizar la comida. “Tu nunca dices que el viernes es el peor día de la semana para nosotras porque nuestros maridos cobran el sábado y el viernes no hay para comer. Nunca hablas de la problemática sexual ni de lo que sufrimos nosotras”, me dijo. Hasta ese momento yo nunca me había preocupado por la problemática sexual y por la realidad de las dificultades que implica la falta de control reproductivo. Hasta ese momento mi sexualidad estaba en una nube, sabía que existía pero nunca se me habría ocurrido leer la realidad económica, social y política desde la clave de la sexualidad de las mujeres pobres. Ellas me despertaron.
Fue entonces cuando descubrí que las mujeres no tienen elección en los procesos demográficos. Tienen que sufrir la manipulación de las políticas poblacionales desde la esclavitud, con el rol reproductor de las esclavas, que debían dar placer y mano de obra a los amos. Se puede hacer la historia de un país desde la vida sexual de las mujeres.
DE PRINCIPIOS ABSTRACTOS Y DOLORES CONCRETOS
– El aborto, ¿debe ser una decisión de la mujer o deben pesar más los principios planteados por la Iglesia Católica?
– El aborto no puede ser analizado en forma aislada, como un hecho abstracto y separado de las circunstancias que llevan al mismo.
No se puede ignorar que la sociedad globalizadora actual crece en exclusión y cada día hay más pobres. Es verdad que el aborto es un problema. Como principio, yo estoy en contra de que se mate la vida pero también se está matando la vida con estos sistemas excluyentes. Por eso no se puede hablar del aborto en forma aislada, solo desde el punto de vista religioso o económico. Hay que ver el contexto, porque es una decisión muy personal.
La mujer no está obligada a abortar o no, pero debe tener derecho a decidir. La sociedad excluyente niega ese derecho a las mujeres pobres, desde el momento que les niega el derecho a una educación sexual. Entonces, si no hay condiciones de vida digna para la población, no se pueden criticar las actitudes como si fueran hechos aislados.
Si una niña de quince años dice que no puede tener a su hijo, la sociedad no tiene derecho a señalarla como culpable porque antes del embarazo la responsabilidad social no fue cumplida.
Por eso estoy a favor de la descriminalización del aborto pero acompañada por una educación sexual. Yo creo que los Estados deben descriminalizarlo y dar condiciones a las mujeres que necesitan abortar por su propia elección, para que puedan hacerlo en el menor tiempo posible.
Es muy fea la actitud de algunos movimientos que se autodenominan “Por la Vida” y toman el tema desde un principio abstracto, sin tener en cuenta el dolor concreto. Yo los principios los respeto, pero cuando el hecho ya está cometido, ¿qué hay que hacer? En mi opinión, hay que salvar la vida que ya está constituida, que es la de esta mujer en problemas. El dolor de los principios es abstracto pero el dolor de la mujer que no quiere y no puede dejar que se desarrolle su embarazo es un dolor concreto, es un dolor que se siente en la piel. Entonces, hay un proceso amplio de educación que hay que atender, pero también hay problemas inmediatos que deben ser contemplados con la justicia del corazón.
Fuente: Liberación de la Teología