Tema (Lc.18,9-14)
Refiriéndose Jesús a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo esta parábola.
Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo y el otro, recaudador de impuestos. El fariseo, de pie, oraba así “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, y adúlteros, ni tampoco como ese recaudador. Ayuno dos veces a la semana, pago la décima parte de todas mis entradas.
En cambio el publicano, allá lejos, no se animaba siquiera a levantar los ojos del suelo y se golpeaba el pecho diciendo: Dios mío apiádate de mí porque soy un pecador.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no así el primero. Porque todo el que se ensalza acabará humillado y quien se humilla será levantado en alto.
Síntesis de la homilía
El templo era para los judíos, casi con exclusividad, el lugar del encuentro con Dios. Su seguridad, su majestad, su silencio, la estrictez de sus ritos y disposiciones hacían del espacio un lugar sagrado. Todavía algunos cristianos mantienen ese criterio. Por eso para excusarse de sus inasistencias al culto, comentan: me gusta ir a la iglesia cuando está sola. Allí me pongo en contacto con Dios. Posiblemente el silencio y, a lo mejor un delicado sonido de órgano hagan un clima propicio para la oración contribuyan a esa sensación de estar frente a Dios. Pero, en realidad los templos no son construidos para practicar la oración solitaria sino para reunir multitudes en expresiones de búsqueda de la presencia y la bondad de Dios. De ese Dios que está presente en cada una de sus obras y que nos invita a entrar en comunicación con El respetando esas obras, admirándolas y gozándolas Y sobre todo, con el modo más auténtico de encontrarlo, que nos descubrió Jesús de Nazaret, y son, entre los seres humanos, los más pequeños y empobrecidos.
El fariseo pagaba sus impuestos religiosos ( el diezmo de sus entradas) para tener la seguridad de estar en comunicación con Dios. Por eso está de pie en el templo, como dueño de casa. Y su expresión de contacto con Dios es agradecer su diferencia con el resto de los hombres a los que condena simplemente con un juicio lapidario: ladrones, injustos y adúlteros, o como ese recaudador, viviendo a costas de los impuestos que pagan los demás. Este hombre busca en el templo hacer un monumento a su soberbia despreciando a los demás. También seguramente habrá detrás de esa suficiencia, pecados ocultos para sí mismo, que no entran en la enumeración.
Y allá está el recaudador de impuestos, o mejor dicho el peón o empleado que ponía la cara por el contratado por Roma para exigir los impuestos, mereciendo el desprecio de quienes padecían la opresión imperial. La gente lo calificaba de “pecador” por traidor al pueblo y por vivir del dinero de otros. Y él aplastado por este menosprecio está en el templo sin atreverse siquiera a levantar los ojos. No hace por eso otra cosa que pedir al Dios justo que no lo castigue por esa situación.
Nos sucede con alguna frecuencia. Hay quienes descalifican públicamente y a veces desde los púlpitos a quienes viven situaciones calificadas tradicionalmente como “irregulares”. Divorciados, comerciantes del sexo, asaltantes o ladrones para comer,
faltos de higiene y educación…etc Muchas veces esas condenas son hipócrita justificación de transgresiones cometidas por ellos mismos, o incomprensión de situaciones extremas que empujan a romper reglas, o simplemente un recurso para mantener un juicio elevado de sí mismos. La sentencia final de Jesús, es definitiva
Estos los últimos y no aquellos los primeros son los justificados ante Dios.