La protesta ha crecido en el mundo. Ya no son los pesimistas y malhumorados de siempre que a todo le encuentran defectos y olvidando los privilegios de que gozan, envenenan el clima social sin ninguna ventaja y sobre todo, sin ningún compromiso comunitario para remediar lo que sostienen que anda mal. Ya no son los que mirando despectivamente a los desempleados, víctimas de abusos, privados de derechos elementales, sostienen que son simplemente un peso social del que habría simplemente que prescindir.
Ahora son multitudes en el mundo. Y multitud de jóvenes. La crisis que, con apariencias tranquilizantes están enfrentando los grandes que la produjeron, ha mostrado claramente sus efectos en el planeta entero.
Y ha brotado la protesta, la indignación, la rebeldía. Con lo que se llamó, la primavera árabe (desde la inmolación de aquel vendedor de frutas en Túnez) se iniciaron los movimientos de protesta que fueron aprovechados por los detentores internacionales del poder de las armas y del dinero, para agudizar represiones y asesinar impunemente a miles y miles de personas, con la excusa de restablecer las democracias. Cuando, en realidad, sólo tenían interés en disponer libremente del petróleo ajeno.
Con distintos antecedentes, las juventudes europeas se volcaron a las calles en grandes manifestaciones señalando a banqueros y políticos como culpables de los ajustes injustos a que la sociedad fue quedando sometida, pagando deudas originadas en la voracidad e ineficacia de los “dueños del mundo”. También Latinoamérica se movilizó con multitudes de jóvenes o sublevados indígenas que, sorteando la seducción de los medios informativos, supieron descubrir el camino casi inexplorado de una mejor distribución de ingresos, de una igualdad en el ejercicio de los derechos, de una independencia económica y política frente a la grandes potencias, de una solidaridad optimista y con sentido social, de una empecinada resistencia a la contaminación ecológica, y de una defensa de las riquezas naturales y humanas de cada nación.
Pero la protesta llegó también para el “gendarme del mundo”, a la cabeza del capitalismo furioso y excluyente: Estados Unidos. En muchas de sus grandes ciudades se hizo escuchar el grito de los que apuntaron directamente a la raíz fundamental de las injusticias y desequilibrios con el “Occupy Wall Street.”
Time había consagrado como la “figura” del 2010, a los 33 mineros chilenos. Para esta misma calificación en el 2011, ha elegido al “protester” el manifestante, el indignado, el rebelde, el disconforme. Y se trata realmente, del colectivo mundial más importante en este año.
Además del reconocimiento de la resonancia mundial del fenómeno de la protesta, hay más razones para proclamar esta novedad como la más impactante. El análisis se profundiza afirmando que esta gente está cambiando la historia y la cambiará efectivamente para el futuro. Se trata de la transformación de una política global apuntalada por un conjunto de actores, reducidos a círculos cerrados y poderosos, hacia el logro de una real globalización igualitaria que incluya de manera efectiva y definitoria a los abandonados o marginados por el sistema. Se puede hablar también de una marcha hacia una redefinición del poder, que parece orientada a la recuperación democrática de una participación más constante e influyente de la sociedad en general, en el proceso y resultados de la gestión de los gobiernos.
Hay banderas levantadas por todo el mundo. El capitalismo logró poner en el centro de todos los valores, el dinero como la fuente inconmovible del poder y el progreso. El fenómeno de las protestas, aunque todavía no esté explícitamente clarificado, apunta hacia valores distintos.